Desmontar el sistema educativo público para
promover una educación regida por el mercado, privatizando el régimen escolar
lo más que se pueda, fue el meollo del plan capitalista neoliberal y de sus
funcionarios. La justificación, una
falacia: el “fracaso de la educación estatal”. La precariedad real de la
educación pública ha sido efecto del abandono sistemático del Estado clasista.
A pesar de todo, la cultura humanística que todavía preservaba le había
permitido evolucionar: recuérdese los postulados avanzados como los de Paulo
Freire y experiencias exitosas como la cubana o también la experiencia de
alfabetización en Nicaragua. Entre los 70 y 90 la tasa de alfabetización estaba
mejorando en América Latina.
De manera que la razón para querer acabar
con el régimen público de educación y privatizarlo era otra: castrar de cultura
humanística la formación del infante y del joven -cultura riesgosa para el sistema pues entraña
pensamiento científico, valorativo, creativo y crítico-, y, convertir, en
cambio, al sujeto educativo, en “capital humano”, es decir, en individuos
acríticos y poco cultivados, preparados únicamente para ser funcionales al
nuevo orden tecnológico y posmoderno; ser proactivos y “creativos” pero dentro de la economía de mercado o, en
todo caso, para resolver los problemas sistémicos de desempleo, adiestrados para
ello como “emprendedores” o generadores de “autoempleo”.
La reforma privatizadora de la educación
implicaba un paquete de beneficios al sistema
dominante:
-Abrir la educación al
lucrativo negocio privado como lo vimos en la proliferación de escuelas y
universidades particulares con decretos leyes que facilitaban su fundación como a cualquier
empresa. Lo vemos también en el mercado para el negocio del libro (para las
grandes casas editoriales), impulsada, por ejemplo, por el llamado Plan Lector,
debido a que éste es implementado en este contexto de gestión liberal, y con el
criterio ligero y consumista de la literatura, propio del posmodernismo
neoliberal.
-Limitar el gasto público en
educación. Los gastos se descargaron sobre los padres de familia (para la
escuela pública se decretaron leyes de “autonomía” en gestión escolar, una
forma de emplazar a los directores de escuela –“gerentes” se les denominó- a
una búsqueda de autofinanciamiento). Ahorro público en realidad destinado para
oxigenar el orden económico dominante, es decir, el Estado al servicio del
poder económico y no de los derechos básicos de la población.
-Control cultural. Los ensayos de capacitación del “nuevo
enfoque” pedagógico desde la década de
los 90, propuso el constructivismo en educación, cuyo fundamento filosófico es
el pragmatismo, el utilitarismo, el individualismo a ultranza (subjetivismo),
que desdeña naturalmente la herencia cultural humanística y científica. De la
cultura: historia, literatura, filosofía, ciencia -que no la ve como una
secuencia histórica, sino como hechos, ideas o acontecimientos aislados, sólo
cabía seleccionar lo necesario para resolver problemas del contexto inmediato del
educando (método proyectos, etc., pero muy por debajo de la escuela activa de
las primeras décadas del s. XX que promovía los valores demoliberales
–democracia, derechos, civismo-, el constructivismo neoliberal los había
rebajado a valores economicistas: competitividad, calidad, eficiencia,
resultados, éxito individual. Es decir,
los valores prosaicos surgidos de la producción económica y del mercado,
legitimados como grandes valores que debían regir la ética personal y social:
el egoísmo lapidario como valor). Acorde con esta filosofía educativa
pragmatista y relativista, ¿para qué la gran herencia cultural? Véase el recorte de horas del currículo
escolar en historia, filosofía, literatura, arte; no así en la asignatura de la
oficial religión católica.
Para esta concepción el maestro tampoco
debía ser ningún intermediario o guía cultural de esa herencia, bastaba con que
sea un “facilitador”; para el activismo que se promovía en el “nuevo enfoque” como
metodología de aprendizaje -como pretexto para acabar con el método tradicional-,
no se necesitaba más. Coaccionada la cultura, se coaccionó también el rol
pedagógico del maestro. Cundió la desorientación y hasta la anarquía. El
empobrecimiento educativo resultante ha sido fatal, como lo hemos visto en las
últimas generaciones, la desinformación es completa. Pero, con mucho cinismo,
la propaganda neoliberal sigue responsabilizando a la educación pública, o lo que queda de ella en
el Perú, de esta debacle; cuando fue esta “modernización educativa” -guiada por
la dura filosofía del capitalismo de
estos tiempos- que la agravó severamente.
-Intento de liquidación del movimiento
magisterial. Uno de los sectores molestos al establishment ha sido la
organización gremial de los maestros, tanto por mantener movilizados a éstos en
defensa de sus derechos, como por su carácter ideológico y político
antisistema. De por sí, el carácter privatizador de la reforma educativa
fujimorista, con la proliferación de escuelas particulares, el debilitamiento
de la escuela pública (y hasta los intentos de municipalización en el lustro
del gobierno aprista), atomiza la administración educativa en distintos tipos, tramando
contra la articulación del gremio magisterial y el carácter homogéneo de sus
reivindicaciones.
Pero un golpe letal a la organización
magisterial fue cargar al maestro –en la
amañada óptica neoliberal- con la responsabilidad exclusiva de la deficiente
situación educativa, hasta demonizarlo y estigmatizarlo. Para esta concepción
el problema educativo no radica en que sea un problema social (los factores de
la condición o procedencia social del niño, de los padres de familia, del
maestro y de la estructura socioeconómico y política, no se contemplan, son
prescindibles). El problema educativo depende de la “calidad” de los insumos,
en primer lugar, el maestro. En la concepción constructivista el maestro es,
como dijimos, un “facilitador” y como tal un operador, no primordial con
relación al niño, del proceso, pero sí necesariamente eficiente en tanto está
en relación directa con éste, el cual es el centro absoluto del proceso
educativo. (Ha desaparecido la relación dialéctica maestro-niño; el maestro ha
perdido, como dijimos, esa dimensión pedagógica, cultural, que lo hacía agente
fundamental. Sofísticamente se habla de su “importancia decisiva”, pero solo
como un ejecutor acrítico del proceso educativo neoliberal, y para descargar
machaconamente sobre él -postura ideológica y política-, como mencionamos, toda
la responsabilidad del “éxito o fracaso de la educación”).
Para este constructivismo, entonces, cuyo
fundamento último es la economía de libre mercado, el maestro es un insumo que
debe pasar por un control de calidad y debe regirse, en todo caso, por un
criterio meritocrático. Pero ha sido y es una falacia hipócrita hablar de “meritocracia”,
las evaluaciones a los profesores, que se gestaron con la nueva Carrera Publica
Magisterial durante el último lustro del gobierno aprista, fueron y son en
realidad punitivas al concebirse como pruebas puramente cognitivas y manejadas
arbitrariamente. Nunca considerando la empatía del docente en el aula, su
vínculo real con los niños, su condición de maestro o pedagogo. El presupuesto no es para sustentar una base económica
digna para los maestros en general, sino para estimular exclusivamente a los
“mejores profesores”; en realidad se utiliza como una forma de presión, una
espada de Damocles contra los maestros.
Además, devaluado el maestro, fue convertido
en un elemento removible. Puede ser sustituido, por ejemplo, por un especialista
de otra profesión. Así, en esta concepción
mercantil de la educación, se promovió que podían entrar al mercado laboral
docente, profesionales de otras carreras,
“especialistas” en tal o cual materia, pues el fin es “maximizar” el aprendizaje,
por otro lado ceñido a un carácter inmediatista y utilitario o concreto y
específico.
El objetivo último en relación al docente ha
sido, en esta concepción bárbara de la educación, arrancarle su autoestima, por
tanto, condicionarlo como sujeto de obligaciones, nunca de derechos, o en todo
caso, sus “merecimientos” deben ser “ganados” y “demostrados” periodo a periodo
con su sometimiento a las evaluaciones, tramadas punitivamente como hemos
visto. Y si, con estas pruebas, no demuestra ser “eficiente”, ¡cómo atreverse a
reclamaciones gremiales, cívicas o ciudadanas! ¡Con qué pudor!
(Arturo Bolívar Barreto, ver
Balance de las políticas culturales de Fujimori a García…, edición Mundo Sur 2012,
o en Google)
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