Mario Vargas Llosa no sólo es un gran
escritor. No sólo es el único premio Nobel al que podíamos aspirar. Es también
un fallido dramaturgo y un demoníacamente malo actor de teatro. Pero Mario es
temerario y no puede vivir sis riesgos. Por eso fue a Asia, la capital de esa
derecha que alguna vez él irritó, a representar, junto a la bellísima Vanessa
Saba, el espectáculo que en España montó al lado de la estoica Aitana Sánchez
Gijón: una versión personal de la célebre saga árabe “Las mil y una noches”.
Todo en una carpa y bajo la producción de Luis Llosa, el inolvidable director
de la omitible película “La fiesta del Chivo”. Aquí va la crónica de una noche
accidentada.
Escribe: Juana Gallegos.
Noche de verano de un sábado cualquiera en
Asia, en el kilómetro 100 de la Panamericana Sur. La noche lleva el rótulo de
exclusiva. La cartelera anuncia la actuación del escritor Mario Vargas Llosa.
Esta noche, el Nobel de Literatura encarnará nada menos que al sultán Sahrigar
de los cuentos de las Mil y una noches y
la actriz Vanessa Saba será su Sherezade. La cita es exclusiva porque será la
única vez que Mario actúe para el público de
Eisha. No todos están invitados: la entrada más económica vale 250 soles, y
la que te permite ver en primera fila a Vanessa Saba vestida de odalisca,
mostrando el ombligo, cuesta 560. La velada comenzará a las ocho. Así está
impreso con tinta negra en el boleto de Teleticket: La Arena de Asia, dice,
fila 7, asiento 42, sector preferencial. Son las siete y media y no ha llegado
nadie. Sólo un par de reporteros circulan con el micrófono y la cámara presta.
¿Deberíamos llorar? ¿Matar a Llosa? ¿Esto es trágico o cómico? |
La portada del local de La Arena luce
minimalista. El estilo es una combinación de arquitectura precolombina y onda
playera. Hay dos escurridas palmeras que hacen guardia en la puerta de ingreso.
A los pocos minutos empieza el movimiento. Se ven desfilar camionetas negras y
plateadas de las que emergen cabezas rubias y platinadas. La prensa es la
primera en ingresar al local. Nos conducen a un ambiente contiguo al escenario,
muy parecido a una tienda de campaña. Nos han prometido sólo cinco minutos con
los actores. Sólo cinco. Entramos en fila india y, voilá, los vemos aparecer, a la luz de candelabros plateados,
vestidos para la ocasión: el Nobel y la actriz. Mario en su disfraz milyunanochesco: zapatillas blancas de
punta, túnica crema de dos piezas con ribetes dorados, el gesto grave de
siempre ahora empolvado como si de una muñeca de porcelana se tratase. Imagino
lo gracioso que se verían Sartre o García Márquez disfrazados de esa forma. A
su lado, la muy bella Vanessa luce un tapado de satín fucsia. Está muy cubierta
y tiene los ojos y las cejas delineados con severidad.
.
.
A espaldas del dúo se ve la propaganda del
auspiciador, el Citibank, junto a la marcas de la productora, Iguana
Producciones. Los fotógrafos se empujan para conseguir la mejor toma. Llueven
los flashes. Los periodistas están a
la espera de que el Nobel diga una palabra y el autor de La Guerra del fin del mundo sólo se limita a sonreír y decir:
“Contar historias es una tradición muy antigua, la más antigua de la
humanidad”. Llueven, otra vez, los flashes.
“¿Es el día más feliz de su vida?,”, le pregunta un periodista despistado.
Vargas Llosa tiene el buen gusto de no contestar.
Entretanto, la entrada del local se ha
llenado de un gentío de naturaleza VIP. Los altos peinados batidos, los rubios
lisos perfectos, los colores pasteles, el discreto encanto de mujeres
sesentonas que no quieren dejar el rouge encendido. Si hay hombres parecen ir sólo como
escoltas. “¡Doctor, como está!”, ¡Gorda, qué tal los chicos!”, se catean los
saludos y los besitos al aire. Una pañoleta blanca con flecos, una sonrisa de
dientes largos saluda. El ambiente se ha llenado de murmullos. Fragancias de
toda clase y de todo precio flotan en el aire. Sobre la actuación del Nobel
dicen: “Las mejores expectativas. Él es muy hábil y muy inteligente. Es
garantía de que será una buena obra (…) ¿Qué libro de él he leído, dices? Me
gustó más el primero, pues… ¡Ah Los
cahorros”, dice una rubia enjoyada mientras hace cola. “Mario es todo un
artista. O sea, porque al final, el teatro, ser escritos y todo eso tienen
muchas en cosas común, ¿no?, dice otra señora a la que una dieta no le caería
mal. “Imagínate que él debe vivir la actuación más que cualquiera. Es la
segunda vez que actúa”, dice otra. Se refiere a que Mario ya ha actuado en la
misma obra en Méjico y España. Mientras esperamos la función, un calvo de
camisa blanca se acerca y nos pregunta: “¿Ustedes de qué medio son? ¿Son de Polizontes?” Debe ser un sonámbulo
porque ese es un programa de la tele y nosotros no pasamos de una Canon
fotográfica. Le respondemos que no y el despistado sigue de largo.
Lo primero que resalta al ingresar al gran
salón de La Arena es la cierta sensación de vacío. Hay más de dos mil sillas
dispuestas en filas y aún así el espacio parece penosamente más grande de lo
que debiera ser. Al final de cuentas, estamos en una carpa que hoy acoge a un
Nobel como mañana podría recibir al Combo de Carapongo. En la oscuridad
resaltan los colores fucsias del juego de luces que ilumina el escenario. Sobre
éste hay un sillón para ella y un canapé de sultán repentino desde donde Vargas
Llosa nos impartirá su historia. También hay, faltaba más, una gran pantalla
multimedia. Como si Arabia e Hiraoka se unieran para un noble propósito.
La fiesta se vive en las primeras filas de la
platea, en el sector Platinum, que es donde la entrada cuesta casi un sueldo
mínimo. Allí es todo un alboroto y todo flashes.
Allí se encienden las risas y la luz de los reflectores colorea caras y
abrillanta melenas. D e fondo se escuchan pistas de electro-bossanova y algunos
éxitos de los Rolling Stones. Los reporteros concentran su atención en la
esposa del escritor, Patricia, hermana del director de la obra, Luis Llosa.
Está sentada con las manos cruzadas en primerísima fila. En un segundo pude
comprobar lo dicho alguna vez por su esposo: “Ella es quien mantiene a raya a
los periodistas y a los intrusos”. Con frialdad, Patricia me responde los
nombres de sus nietas: Josefina y Adriana, a quienes las cámaras no dejan de
fotografiar. Más sabia que nunca, declara a un periodista: “Yo no estuve de
acuerdo con que Mario actuara”. A pocos pasos, en la sombra, reconozco el
volumen de Raúl Vargas, envuelto en un saco azul marino. Podría ser la
encarnación de la Divina Comedia, su
exitoso programa en RPP. A quienes les he perdido la pista son a Susana Baca y
Beatriz Merino, que también han asistido a la velada. Muy vagamente, a media
luz, veo al ministro de Cultura, Juan Ossio, perdido entre las cabecitas de la
zona VIP.
La gente sigue llegando. Entre el largo
intervalo de espera, aprovecho para hacer algunas preguntas: “¿Ha leído a
Vargas Llosa?”. “Claro, La casa verde
y… Los Cachorros”, dice Mery, sin
apellido, sólo Mery. “Conversación en la
catedral y…no he leído Peregrinaciones
de un paria, pero me encantó La
fiesta del chivo y Las travesuras de
una niña mala que son más ligeras que Conversación
en la catedral (…) que es más profunda, más seria”, más seria”, responde
alguiern qwue considera que la historia de un dictador es ligera y que le ha
robado la autoría de Peregrinaciones…
a Flora Tristán. “Toditos los he leído. Me gustó más La ciudad y los perros”, dice con entusiasmo Chany de Velásquez de
Velasco. ¿Y cuál es la diferencia entre Niña
mala y Conversación en la catedral?,
le pregunto a otra señora del público. “Bueno, el tema es más simpático, ¿no?,
que el otro del colegio militar ¿no?, responde María Cecilia.
8:41 p.m, se van apagando las luces
laterales. El escenario se ilumina. En medio de los aplausos protocolares, por
la izquierda, ingresan los pantalones de tul celeste de Vanessa; por la
derecha, aparece Mario. Llueven los aplausos. Comienza la función y Vargas
llosa recita sus primeras líneas. La atención del público está volcada
totalmente sobre él. Es curioso ver a Vargas Llosa, a los 74 años (este domingo
cumplirá 75), bajo luces azuladas, disfrazado de príncipe árabe actuando para
la socialité. Se enciende la primera
chispa de la historia de Sherezade. Se escucha la romántica tonada de un laúd.
La atmósfera de drama se enciende a fuego lento. Sin embargo, a lo lejos,
traído por el viento, se escucha, en oleadas infames, un reggaetón intruso. Es
un sopapo electrónico que se cuela entre las lonas de la carpa. Es algo que el
cuñado de Mario, Lucho, no calculó. El Nobel continúa imperturbable recitando
sus líneas. ¿Deberíamos llorar? ¿Matar a Llosa? ¿Esto es trágico o cómico? Tras
bambalinas, se escucha decir a Sherezade: “¿no hay manera de que bajen el
volumen de esa música?” El público también está firme en su decisión de que
nada ni nadie arruinará esta noche. Desde la lejanía de mi sitio no logro
distinguir los gestos de Vargas Llosa. Estoy como a doscientos metros del
escenario y lo que se percibe es un tono monocorde. Todo parece una velada
escolar profondos de algo conmovedor. Nada capta tanto la atención como la gran
pantalla multimedia (tan o más grande que una pantalla de cine) sobre la que se
ha montado la escenografía.
La función terminó sin pena ni gloria a las
10:40. Vargas llosa tuvo que entrar por una segunda vez para que el público se
parara de sus asientos y lo aplaudiera a discreción. Es una ovación. La gente
sale hablando de todo menos de la función. Como si hubiese un delicado pacto de
no agresión. Sólo un par de muchachitas dicen: “Asu, duró hora y media”. Ya
afuera, me acerco a los grupitos que esperan entre las filas de camionetas
estacionadas y les pregunto: “¿Qué les ha parecido la presentación?” Con una
distancia infinita e irreconciliable, la mirada dedicada sólo al celular, una
señora, muy elegante ella, con joyas en el cuello y las muñecas, las orejas
camufladas, me ignora, me da una palmadita en el brazo y se va de largo. “Estoy
hablando con mi hija”, dice. Se acerca al grupo de sus amigas y su rostro se
hace más expresivo. Al fin le veo la sonrisa. Otro grupo hace planes para que
queda de la noche. Les pregunto qué les pareció la velada y cambian la cara de
me-quiero-ir por los: “me encantó”, “fue maravilloso”, “muy lindo”, “a mí me
gustó todo, o sea, verdaderamente lo han hecho como si fuera del Oriente, muy
lindo, de verdad”, “una obra bastante narrativa con partes en la cual
demostraba que el amor destruye el odio y hace una apertura para la vida”. O
sea.
Una chica con el peinado de Mel Gibson en Corazón Valiente se acerca y le dice a
otra chica de piernas largas: “¿Una foto para la revista Zoom?” Y la chica, entonces, ladea la cabeza y posa bajo la luz
amarilla del letrero de La Arena. Se ha formado otra cola para pagar el
estacionamiento de las camionetas. Nadie habla de Vargas Llosa. Lo que es
imparable es la música que fluye de la discoteca de al lado, el lugar desde
donde dispararon, mientras el Nobel se esforzaba, municiones de reggaetón de
altísimo calibre.
Fuente: Semanario Hildebrant en sus trece, página 30,
viernes 25 de marzo del 2011.
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