Déjame contarte —le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia
a otro llamado Anselmo, levantando la cara—. Todos estos días, anoche, esta
mañana, aún esta tarde, he recordado mucho... Hay momentos en que a uno se le
agolpa la vida... Además, debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno
solamente.
Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le
fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos
encallecidas.
—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era
carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo
que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del
campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un
terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda
de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que
el cabo de una lampa o de hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del
corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear las
habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería
teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y
también por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de
carpintero estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el
alcalde. «Buenos días, señor», decía mi padre, y se acabó. Pasaba el
subprefecto. «Buenos días, señor», y asunto concluido. Pasaba el alférez de
gendarmes. «Buenos días, alférez», y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así
era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o
les pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi
padre les disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del
pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o
también en poblada llegaban. «Don Calixto, encabécenos para hacer ese reclamo».
Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien
aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla,
para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía ganar a los
reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso
que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los
perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y
fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión.
Consideraban altanero a mi padre, quien no los dejaba tranquilos. Él ni se daba
cuenta y vivía como si nada le pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que
ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los
amigos. «Lo que necesitamos es justicia», decía. «El día que el Perú tenga
justicia, será grande». No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos
con satisfacción, predicando: «No debemos consentir abusos».
Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del
pueblo se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo.
Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi
padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas
llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno
de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de
muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo
en esos años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay
plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de
reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a
afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le
veía en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada
sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se
contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si
hubiera pasado esta tarde.
Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a
escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le
pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una.
Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: «A ruego de
Calixto Garmendia, que no sabe firmar, fulano». El caso fue que mi padre
despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Otras al
senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo Presidente de la
República. Silencio. Por último mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a
los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana,
jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la
casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que
clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba. «Carta para Calixto
Garmendia?», preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y
bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y
al final decía: «Nada, amigo». Mi padre salía comentando que la próxima vez
habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían.
Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos
como ésos carecen de interés general. Esto en el caso de que los mismos no
estén en favor del gobierno y sus autoridades, y callen cuanto pueda
perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose
por las alturas, varios años.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón
que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los
gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la
cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal
legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del
Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera
estar la plata: «No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el
tiempo se te pagará». Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez
soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar
la cuchilla y el formón. «Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero
no me darían tiempo de matar a todos los que debía». El dinerito que mi madre
había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se
fue en cartas y en papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta
de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el
atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a Lima a reclamar, pero no
tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo,
sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El
terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo,
pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: «¡Algo mío han enterrado
ahí también! ¡Crea usted en la justicia!» Siempre se había ocupado de que le
hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para
él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre
despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le
quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a
ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas
nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban.
Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón,
pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos
envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a
cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la
noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía
contento. Se alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo a uno de
la pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el
corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un
cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y
avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi
padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común
de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color
caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo
mismo bajo la tierra, pero aún para eso hay gustos.
Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el
pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras
cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y
los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de música y la
gente hablaba del progreso. En mi casa hubo ropa nueva para todos. Mi padre me
dio para que lo gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor
cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la
tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra
ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos
soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó
coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró ya
nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.
En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces
hacíamos un baúl o una mesita o tres sillas en un mes. Como siempre, es un
decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto yo gozarse puliendo
y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le
importó y como que salían del paso con un poco de lija. Hasta que al fin
llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos
generalmente diez soles. Déle otra vez a alegrarse mi padre, que solía decir:
«Se fregó otro bandido, diez soles!» A trabajar duro él y yo; a rezar mi madre,
y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida?
Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto
la muerte.
La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las
tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante
grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba
medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a
diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y,
ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se
reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana,
tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos
días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había
hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las
piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a
romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas en la
casa del juez, del subprefecto, del alférez de gendarmes, del síndico de
gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si
querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en
ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se
había vuelto un artista de la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el
pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba,
subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor para mi
padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el
agua le dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir
que les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas.
Era poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él
pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo.
El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un
atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban sus
enemigos. Mi padre fue llamado para que hiciera el cajón y me llevó a tomar las
medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a
mi padre contemplando al muerto. Él parecía la muerte. Cobró cincuenta soles
adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón
tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo
cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la
hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el
cajón al hoyo, y decía: «Come la tierra que me quitaste, condenado; come,
come». Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura
de tejas a la casa del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también,
lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi
madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada.
Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre. Antes de que lo
despojaran, su vida era amar a su mujer y su hijo, servir a sus amigos y
defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo,
lo habían derrumbado.
Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si
mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también
que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por
un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni
apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en
desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que las defendiera. Con
este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso
y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le
aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le
lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar:
—«¡Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es
limosna! Pido justicia!»
Al poco tiempo, mi padre murió.
Ciro Alegría Bazán.- Nació en Marcabal Grande, 1909 - Lima, 1967.
Novelista peruano. Ciro Alegría hizo sus estudios escolares en su misma región
andina de nacimiento (donde tuvo como maestro a César Vallejo) y se comprometió
temprano en la lucha política como miembro de la Alianza Popular Revolucionaria
Americana (APRA). Su militancia en la APRA le valdrían dos estancias en prisión
(en 1931 y en 1933) y su posterior exilio en Chile en 1934.
En ese periodo escribió la parte más significativa de su obra
y ganó tres premios literarios con otras tantas novelas que lo consagraron como
novelista. Así, Ciro Alegría publicó en 1935 La serpiente de oro, en la que
relata la vida de los nativos a orillas del Marañón. En 1939 vio la luz su
segunda novela Los perros hambrientos (1938), en la cual entra de lleno en el
mundo de la alta sierra peruana y presenta la lucha del hombre contra la
naturaleza hostil.
En 1941 Ciro Alegría obtuvo el Gran Premio de Novela
Continental con El mundo es ancho y ajeno, también de tema indianista y, a no
dudar, una de las mejores muestras del género: la aldea de Rumi (auténtica
protagonista de la novela, cuya vida se describe maravillosamente) es objeto de
la codicia del terrateniente blanco; destruida, sus habitantes se dispersan:
unos mueren, otros son reducidos a esclavos o marchan a las grandes ciudades.
El mundo es ancho y ajeno es así un gran cuadro épico de las
luchas de una arquetípica comunidad indígena contra los tres poderes que
quieren destruirla: la oligarquía terrateniente, el Ejército y el Gobierno al
servicio de los intereses estadounidenses. El uso de las técnicas narrativas
modernas y el aliento heroico de la composición le permiten presentar un relato
río que arrastra materiales heterogéneos para crear un mosaico tan variado y
dramático como la vida indígena misma.
En 1948 volvió a su país después de permanecer en los Estados
Unidos desde 1941. Se dedicó al periodismo y fue elegido diputado tras haber
renunciado al Partido Aprista. En esta época publicó un libro de cuentos: Duelo
de caballeros (1963).
La obra de Ciro Alegría representa, junto con la de su
compatriota José María Arguedas, la expresión artísticamente más madura de la
narrativa regionialista e indigenista nacional en el siglo XX. Tras su muerte,
su esposa, Dora Varona, se dedicó a reimprimir las obras más conocidas del
novelista y a editar todo cuanto había quedado inédito. Publicó dos novelas
inconclusas tituladas Lázaro (1972), de contenido político, y El dilema de
Krause (1979). También conviene destacar sus colecciones de relatos: Panki y el
guerrero (1968); La ofrenda de piedra (1969), relatos andinos; Siete cuentos
quirománticos (1978), escritos en Estados Unidos y Puerto Rico; y El sol de los
jaguares (1979), relatos amazónicos. En 1976 aparecieron unas memorias bajo el
título Mucha suerte con harto palo.
0 comentarios:
Publicar un comentario