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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

lunes, 1 de abril de 2013

Narrativa: Jorge Antonio Chávez Silva, La leva


     Buscando entre nuestros archivos encontramos una fotografía que pertenece al lente de Javier Tavera Quevedo. La escena nos transportó en el tiempo, pues en ella se observaba el viejo mercado que estuvo ubicado en el corralón que encierra la Municipalidad de Celendín y entonces asomaron los hechos que presencié en mi niñez.

Como la ciudad y la población eran aun pequeñas, ese lugar alcanzaba para la actividad mercantil. Se ingresaba por cuatro enormes portones de sólida madera: Dos daban frente a la plaza de armas, la tercera al jirón Unión, frente al típico restaurant “El Paraíso” de nuestro buen “tuerto Juan”, con sus puertas batientes y su excelente comida y el ambiente franco y bonachón que atraía a gente de variado pelaje: desde el empingorotado señor, hasta el humilde campesino. La última puerta era más pequeña y estaba contiguo al coliseo de gallos en el jirón Cáceres. Era el sector en donde se mercaban granos y tubérculos, pesándolos en almudes y romanas, a la vieja usanza española. Los domingos todo el rededor del mercado estaba pleno de acémilas en que se transportaba la carga.

La construcción del edificio que se terminó en 1936, tenía amplios corredores y estaba dividida en sectores de acuerdo a los artículos que se expendían: abarrotes, textiles, panadería, el camal, derivados de la caña, coca, etc. En los espacios restantes, en el suelo, las campesinas, sobre mantas, exhibían sus productos, a real el montón.
El comercio era escaso en los días de semana, pero los domingos cobraba inusitada vida convirtiéndose en una feria, a la que afluían los campesinos de todos los distritos y caseríos, con sus atuendos típicos y su hablar cantarino.

Esta feria, con todos sus ingredientes de alegría, se convertía a veces en escenario de un grotesco sainete en el que el papel de villanos le correspondía a los guardias civiles, quienes en un taimado operativo, procedían, una vez al año, a la famosa y tan temida leva.

Era ésta un procedimiento bárbaro que consistía en capturar “voluntarios” para el Servicio Militar Obligatorio.

En este sistema, a todas luces discriminador, iban al servicio los campesinos y alguno que otro poblano que se hubiera ganado la animadversión de cualquier guardia o autoridad. El infeliz era perseguido como una zorra en cacería inglesa, hasta ser capturado y remitido bajo partida de registro al CIR más alejado del norte. Como se podrá inferir de esto, la leva anual caía como anillo al dedo a las autoridades para satisfacer íntimos agravios.

No llega al carácter ligero de esta crónica el hacer un enjuiciamiento del sistema de entonces, pero es necesario dejar testimonio claro de que las cosas sucedieron así.

El aciago día de la leva cogía desprevenidos a todos los mocetones de la provincia, que ignoraban en día de su realización, conocida por los jefes de la Circunscripción Territorial, quienes, conjuntamente con la Guardia Civil, montaban un operativo para aprovechar, justamente, el domingo en que el mercado se llenaba de gente.

En forma sincronizada cerraban las cuatro puertas y procedían a capturar a tirios y troyanos en medio de una confusión espantosa. Los jóvenes en edad de servir intentaban vanamente escapar por los postes que daban al segundo piso de la municipalidad o escondiéndose en lugares inverosímiles como las pacas de coca o las polleras de alguna matrona campesina, pero sus esfuerzos eran vanos. Finalmente terminaban en chirona en medio del desconsuelo de sus familiares y allegados.

Una vez capturados, integraban una larga cadena humana, atados con sogas y eran conducidos a la CT, que quedaba justo a la vuelta de mi domicilio, lo que me permitió observar aquel vergonzante juego de prebendas e influencias para escoger el contingente que habría de ir rumbo a los arenales de la costa del norte del Perú en los días siguientes.

Los mocetones del pueblo generalmente salían bien librados del trance y escurrían el bulto previo rapado de cabello a cero; otro tanto hacían los hijos de los campesinos cuyos padres podían pagar algo, ya sea en dinero o en especies. Los pobres de solemnidad estaban condenados irremisiblemente a conformar el contingente de sangre, así se lo llamaba por entonces, y emprender el temido viaje.

El dolor y a consternación de los familiares encogía el corazón. Las inconsolables madres campesinas se apiñaban en las veredas adyacentes y solamente atinaban a llorar, presintiendo lo más terrible en el destino de sus hijos. Y no faltaban razones para su congoja: de los numerosos viajeros que marchaban a los centros de instrucción militar, muchos no regresaban al cabo de los dos años de servicio; algunos porque se enganchaban como braceros en las haciendas cañaveleras de la costa y otros, menos afortunados, porque morían víctimas del brutal maltrato que les infligían los superiores o en accidentes que se reportaban como “propios del servicio militar”.

*****

Una vez llegados los contingentes de los distritos de la provincia, cansados y con los pies sangrantes por la dureza de la marcha y lo escabroso de los caminos, se procedía a la selección final. Los escogidos eran filiados, rapados a coco para eliminar los piojos, fotografiados de frente y perfil, en fondo blanco y anotados en los Registros Militares de la CT.

Finalmente eran llevados como reses en incómodos camiones, Un torturante viaje de cuatro días los conducía a los cuarteles de Tumbes o Piura en donde tenían que prestar servicio.

Las escenas de dolor en el momento de la partida quedaron grabadas a fuego en mi corazón. Los gemidos y llantos de las madres eran lacerantes. Los pobres conscriptos, acomodados como pudieran en los camiones, precariamente cubiertos con sus ponchos de lana, entonaban tristes canciones:

“Ay, qué lejos me lleva el destino,
como hoja que el tiempo arrebata.
¡Ay!, de mí tú no sabes, ingrata,
lo que sufre este fiel corazón…”

Cuando el vehículo partía, las manos crispadas de los familiares intentaban vanamente detener su marcha, impotentes, se quedaban llorando, rumiando maldiciones y observando oblicuamente al sub oficial Pereyra Zelada, quien, erguido militarmente, contemplaba impertérrito la marcha del convoy hasta que se perdió en la primera curva del camino. Entonces, dirigiéndose a las madres llorosas, con voz marcial y sonora, les increpó:

¡Ya, déjense de llantos y gemidos, carajo! Sus hijos se van a ser hombres en el glorioso ejército peruano. Van a servir a LA PATRIA.

Las desdichadas madres campesinas, que no tenían ni la más remota idea de lo que el militar les decía y sobre todo de un concepto tan abstracto de lo que era LA PATRIA, le respondieron entre sollozos:

¡Qué laya pue’hay ser esa mujer… una gramputísima que solo se lleva a nuestros hijos hombres!

(En la fotografía se ve a tres campesinos celendinos de servicio en el ejército, Obsérvese lo curioso de sus atuendos y el armamento que portaban)

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