Por Jorge A. Chávez Silva “Charro”.
Harto
conocida y alimentada es la rivalidad entre los pueblos de Celendín y Sucre,
distantes diez kilómetros uno del otro.
Sucre se
llama el antiguo pueblo del Huauco desde la década del cuarenta en que cambió
de nombre, lo mismo que sus vecinos de José Gálvez y Jorge Chávez, antiguamente
Huacapampa y Lucmapampa. A algunos huauqueños les disonaban aquellos nombres de
origen quechua y deseaban cambiarlos a como diera lugar. Cuando llegó al
parlamento uno de sus hijos: Clodomiro Chávez, logró cambiarles de nominación.
Este cambio, aplaudido por muchos, tuvo sin embargo, reacios detractores, que,
plenos de identidad, respondían a cuantos preguntaran por su lugar de origen:
–¡Soy Huauqueño a mucha honra, no sucretino como tantos!
El hecho de
que los sucrenses tengan que pasar por Celendín para dirigirse a Cajamarca o a
los pueblos de la costa, les resulta muy molesto. Otro gallo les cantara si la
carretera, en lugar de entrar por los abismos de Quillimbash, lo hiciera por
Loma del Indio, entonces no tuvieran que verle la cara a esos celendineros,
tacaños por antonomasia.
Don Enésimo,
ínclito profesor de una escuela de Sucre, era todo un patriarca, Sus paisanos
lo tenían en alta estima y su opinión era obligada en cualquier asunto, privado
o público, con decirles que las gallinas no ponían huevo sin su consentimiento
digo todo. Por ello no era extraño que aquel día que viajaba a Lima, un séquito
de sus paisanos lo despidiera en Celendín.
Como buen
sucrense y para evitar contratiempos de última hora, don Enésimo estaba con más
de media hora de anticipación, cómodamente arrellanado en su asiento. A través
de la ventanilla del ómnibus atendía a sus amigos que le tributaban amistosos
adioses y le encargaban cartas y mensajes para familiares y amigos residentes
en la capital. Meticuloso como era, anotaba los encargos en una libretita.
Llegó por
fin el chofer del vehículo, un gordo con manchas de grasa en la ropa, que de
inmediato puso a calentar el motor. Los últimos pasajeros tomaban su respectiva
ubicación. Los rezagados lo hacían muy sofocados, entre estos, uno, que mirando
su boleto y paseando la mirada por los asientos, se detuvo ante don Enésimo y
dijo:
–Disculpe, caballero, pero el asiento que ocupa es mío.
En el rostro
de don Enésimo se dibujaron sentimientos encontrados: estupor, desprecio, ira…
¿Cómo era posible que aquel infeliz, fuere quien fuere, tuviese la osadía de
disputarle el asiento al honorable sucrense?
En gesto de
solidaridad, el séquito que lo despedía mostró cara de pocos amigos al
impertinente y hasta deslizaron insultos y amenazas. Don Enésimo hizo un
esfuerzo por tranquilizarse y respirando hondo respondió:
–Creo que se equivoca, señor, mire mi boleto y comprobará que el asiento que
ocupo es mío, ¿estamos?
El extraño
insistió:
–Yo no sé, señor, pero yo compre ese asiento, así que me hace el servicio de
desocuparlo.
La cosa iba
a mayores y los ánimos se caldeaban. Aparentemente, la empresa había vendido
dos veces el mismo asiento. Don Enésimo, en el colmo de la ira, ordenó a uno de
sus súbditos:
–No es posible tamaña humillación… llamen a Teófilo.
Don Teófilo
Aliaga, administrador de la agencia, muy amigo de don Enésimo, acudió presto a
resolver la disputa. Recibió de manos del extraño su boleto y comprobó que, en
efecto, el asiento le correspondía. Luego, dirigiéndose al ínclito sucrense:
–A ver, Enésimo, permíteme tu boleto. y luego de revisarlo detenidamente
dictaminó: Efectivamente, Enésimo, éste es tu asiento y también la hora de
partida, pero hay un pequeño detalle que no has observado, tú no viajas hoy,
sino mañana.
Anta tan
fatídico fallo, el honorable valoró todo en un instante; la despedida de su
pueblo, las lágrimas de su familia, la corte que lo acompañaba, su orgullo
vencido y rojo de vergüenza, dijo quedamente:
–Teófilo, yo no sé dónde me acomodas, pero lo que es yo, viajo hoy, porque
si me apeo de este ómnibus, me muero del shucaque…
Y viajó pué…
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