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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

viernes, 27 de mayo de 2011

Narrativa: Alfredo Pita, Como millones de luciérnagas (Cuento)

POR LA RASGADURA de la manga sintió que le entraba el viento, un cuchillo helado que le lamía el hombro entumecido y que le hacía arder la herida abierta. El frío también le quemaba la cara y las manos, las partes donde la piel se le había levantado en la caída. Caminaba despacio, trabajosamente. El brazo izquierdo le colgaba inerte, mientras en la mano derecha llevaba un costalillo que, aunque no era voluminoso, parecía pesarle mucho. Ya sólo serán unos diez o doce kilómetros para Huaraz, no más, se dio ánimos.

El sargento Artemio Llaja llevaba ya caminando más de dos horas al borde de esa carretera pedregosa, polvorienta. Las sombras habían comenzado a cambiar de color de los cerros. Y si al comienzo la cosa le había parecido difícil de realizar, al punto que llegó a pensar que no lo lograría, ahora avanzaba casi automáticamente, casi sin sentir las piernas ni los pies. Era como si la caída le hubiese anestesiado el cuerpo, como si le hubiese liberado en las venas un último resto de energía, fuerzas que no sospechaba siquiera que le quedaban. La noche empezaba a cuajar y la neblina que flotaba le dio la impresión de que era un gas extraño, helado movedizo. Gas o no, es bueno respirar, carajo, se dijo.

Se acercaba a la curva. Recordaba el lugar pues le había llamado la atención en el viaje de ida, por la tarde, unas horas antes. El aire frío que aspiraba, rápida y agitadamente, le daba una sensación de vida, pero a la vez lo fatigaba. Sabía que no era prudente, pero se detuvo un momento, vacilante, junto a las piedras que hacían de señal de peligro, de precario muro de contención, al borde de la carretera. Ante él caía un talud y, abajo, el río hacía un ruido sordo con las piedras que empujaba. Se preguntó a cuántos metros estaría la corriente. Había luna, la noche no era tan negra como lo había temido, pero no podía ver muy lejos, salvo unas enormes piedras en la orilla y el agua oscura que se adornaba de tanto en tanto con brotes de espuma. Al inclinarse sintió un leve mareo y vio unas pequeñas luces que bailaban frente a sus ojos. Cuidado, sargento, no te vayas a desmayar. Un resbalón y te rompes la crisma. Retrocedió unos pasos.

Iba a llegar, estaba seguro. Ahora, desde esa curva, ya no podía faltar sino unos diez kilómetros, o menos, quién sabe. Mejor dicho, una hora de caminata, como máximo, si mantenía el ritmo, sino se agotaba demasiado. Lo único que realmente le molestaba era el frío y el brazo que ya casi no sentía. El torniquete que logró hacerse con una mano y con los dientes, le había parado la hemorragia, pero ahora su brazo adormecido le colgaba inerte, al costado, como algo ajeno a él. Era como si se lo hubiesen cortado. Esa sensación de vacío y de agujas heladas debían tener, pues, los mancos. El iba a aguantar, lo sabía, y llegado a Huaraz, su amigo Moscoso, el profesor Moscoso, le conseguiría un médico. Sigue, no te quedes parado, se alentó con voz apagada. No falta mucho.

Era lo único que le quedaba, por lo demás. Avanzar, lentamente pero con paso seguro, sin tropezar, como hasta ahora. Pero se quedó inmóvil, escuchando. Era época de lluvias en la sierra, eso explicaba el ruido que hacían las piedras enormes, chocando unas con otras en el lecho del río. Había crecida. Blue, blue, blue. Era ese ruido hondo, desacompasado, que siempre lo impresionó mucho. De niño, cuando lo oía de noche le hacía pensar en el croar asfixiado de enormes sapos que bajaban, ya no a saltos, sino revolcándose, dando tumbos en la corriente, no sabía si gozosos o moribundos. Ahora, él era moribundo. Por lo menos en eso podía terminar si es que se descuidaba. Así que muévete, sargento, ponte mosca. Mueve esos pies, ya falta poco. No dejes que te gane el cansancio.

Respiró hondo. Dio unos pasos, pero se detuvo. Dejó el costalillo en el suelo y se subió como pudo, con una sola mano, el cierre relámpago de la casaca. El adormecimiento del brazo le comenzaba a avanzar por el hombro hacia la espalda. Le hubiera gustado volver a sentir un poco de ese calor que tanto le había molestado esa tarde, horas antes, cuando subía al caserío. Lo hubiera apresado entre su cuerpo y las telas ralas de la camisa y de la casaca. Y esa tibieza que empujaba la sangre y que había percibido por oleadas hasta hacía una hora, más o menos, no se estaría transformando en ese momento, en ese frío que le buscaba los huesos. ¿O era el río, el que lo ponía así? Era esa corriente que bramaba, abajo, lejos. Esa masa que se movía en las sombras, como llamándolo, como diciendo su nombre, una y otra vez. Ese alud de piedras y tinieblas que parecía ser el desangre de una herida del mundo. Sargento Llaja ya te jodiste, se dijo, creo que te está empezando la fiebre.

En realidad no sabía si tenía fiebre o no. No podía saberlo, no era un experto en esas cosas, pese a que el comandante Quiñones lo había hecho trasladar al Servicio De Sanidad de la Guardia Civil. Claro, su padrino no era ningún tonto. Lo que él necesitaba era un chofer de confianza, no un topiquero. El muy gran puta. El viento comenzaba a soplar de nuevo y sintió otra vez el cuchillo helado trabajándole el hombro. El frío le estaba ganando la partida, pese a todo el ejercicio que había hecho, pese a esa caminata que ya duraba tanto. ¿Cuánto? Ya no lo sabía. Por lo menos dos horas, quién sabe tres. Subiendo y bajando cerros, al borde de esa carretera cubierta de piedras y de tierra, por la que no pasaba ni un alma. Ni un solo camión de mierda en todo ese tiempo, si era para no creerlo. Frío, mucho frío. Frío que lo estaba haciendo tiritar por dentro y sudar por fuera, y hasta ver luciérnagas sobre el barranco. Aléjate, sargento Llaja. Avanza, no tientes al diablo.

La noche estaba cada vez más clara. No sólo había salido la luna sino también las estrellas. Miles de estrellas, como no veía desde hacía meses, desde que llegó de Villamalia a Lima. Y no sólo eso, la luna, que ahora estaba frente a él mientras caminaba, parecía moverse con cada uno de sus pasos. Aquí y allá, a la derecha y a la izquierda. Y también parecía crecer, lentamente, mientras él avanzaba tambaleante. El barranco ya estaba quedando atrás. Ya no sentía el vértigo ni el rumor del río, de su agua lodosa, de su espuma. Ni siquiera se había dado cuenta cuándo dejó de oír el blue, blue, blue de las piedras que rodaban. Ahora sólo oía chicharras, grillos, uno que otro silbido lejano, que no sabía si era humano o no. Carajo, sargento. Como si fuera hora de ponerse a pensar en esas cosas.

Trastabilló un poco, pero rápidamente recuperó el paso. Había perdido sangre, pero no mucha. Su reacción inmediata, con el torniquete, impidió que la templase allí nomás, en esa tienda mugrosa, junto a los otros tres. Y el torniquete resistía, porque, al menos, eso si que sabía hacer. De este modo, ya había salvado otras vidas antes, por qué no la suya. Se repitió que lo lograría, que las fuerzas le alcanzarían, que podría seguir avanzando. De mantener ese ritmo, en menos de una hora estaría a la entrada de Huaraz. El conocía la casa de Moscoso. El lo ayudaría, estaba seguro. Sigue caminando, sargento, no te ha llegado la hora todavía. Tras otra curva, a unos metros de la carretera, vio un cartel. Acercándose mucho leyó: “A 3 kms. Carretera Panamericana”. Sigue, no te pares.

De no haber sido trasladado a Lima, esa noche la habría estado pasando seguramente en Villamalia. Tranquilo, a esa hora hubiera estado jugando cartas en la comisaría. O tal vez esperando, en la casa de Aurorita, que su mamá se fuese a dormir. ¡No habían sido tiempos tan malos esos! ¿Por qué carajo pidió él mismo, al viejo Quiñones, que lo sacase de allí, de su pueblo, a Lima? Sobre todo cuando sabía bien lo que era la capital. No en vano se había ido contento de Lima, tan pronto salió de la Escuela de Policía. ¡Lo que diría Aurorita si lo viese en ese estado!

¿Cuánto había avanzado? No lo sabía, pero ya estaba bajando, la carretera ya no tenía cuestas. Estaba seguro que iba a llegar. De peores había salido. Seguía caminando con paso regular. Sus piernas le respondían mecánicamente y aceleraba en la bajada sin darse cuenta. A veces, como un borracho, zigzagueaba. Cuidado, sargento, abre los ojos. Tienes que estar alerta, despierto. Tienes que mantener el equilibrio. Estás en la cuerda floja, evita el tropezón, la caída, con seguridad te desnucarías. Mira por dónde vas.

Por fin, después de un recodo, vio unas cuantas luces. Era Huaraz, estaba seguro. Ya no estaba lejos, a quinientos metros como máximo. Pueblo chico, quieto, aparentemente dormido, allí estaba su tabla de salvación. Apretó el paso. En ese momento la luna se ocultó y también las estrellas. Sin que él se hubiese dado cuenta, una capa de nubes había avanzado cubriéndolo todo. Las tinieblas no le dejaban ver dónde ponía los pies. Escuchó de nuevo silbidos, quejidos. Carajo.

Se acordó de las historias que se contaban en aquella esquina, en Villamalia, cuando era chico. Los grandes apenas si le permitían acercarse al grupo, cuando se reunían en la esquina de la casa de los Machuca. Moscoso también iba allí, pero él  no tenía que rogar que le permitieran quedarse, él era uno de los grandes. Allí se hablaba de todo eso, de la oscuridad, de los silbidos, de cementerios, de cadenas. Las primeras casas aparecieron ante él, detrás de manchas negras que eran seguramente árboles. Ahora sí caminaba con los últimos restos de sus fuerzas.

Un perro ladró en la oscuridad. Reconoció la casita. De la puerta salía una luz amarillenta, mortecina, y el ruido chillón de una cumbia que salía de una radio.

-¡Moscoso!

Se apoyó en la puerta, desfalleciente. Moscoso lo miraba boquiabierto, sorprendido, con un plato vacío en la mano.

-¡Artemio!, ¿qué te ha pasado?

-¡Esos jijunas, casi me madrugan…!

L Fatiga y la pérdida de sangre le estaban cerrando los ojos. Dejó con cuidado el costalillo junto a la entrada y se sentó, se dejó caer sobre una silla, junto a la mesa. Moscoso insistía en preguntarle qué le había ocurrido. Le contó que su jefe y padrino, el comandante Quiñones, del Servicio de Sanidad, le había ordenado en Lima que entregase en forma urgente un paquete cerca a Sayan. En un caserío aquí no más, río arriba. Además, tenía que recibir para Quiñones un encargo importante que le enviaban unos amigos. Por supuesto, le dio dinero para gasolina y le dijo que si faltaba, que pusiese de su bolsillo, que él le devolvería a la vuelta.

-Tú sabes, al viejo le debo mucho…

Moscoso seguía con cara de no entender nada. El sargento Llaja hablaba abriendo y cerrando los ojos, como si estuviese borracho. Quiñones le había insistido que fuese vestido de civil, pero él no vivía en el centro de Lima, por lo que no quiso ir a cambiarse. Pero así nomás, en su propio taxi, en el volkswagen con el que completaba sus frejoles.  Más de tres horas de viaje. No había parado a verlo, allí, en Huaraz, porque estaba apurado, pero de todos modos pensaba visitarlo al regreso. Moscoso seguía mudo, como si nada de lo que estaba contando le entrase realmente al cerebro.

-Cuando llegué al caserío, busqué la tienda de puerta celeste que me había indicado. Toqué y salió una mujer que se puso a tartamudear tan pronto me vio…

El olfato de siempre lo puso en guardia. Algo raro había allí. Soltó al piso el paquete y lo empujó despacio. Entró intentando acostumbrar los ojos a la penumbra, mientras llevaba la mano a la cacha del revólver. De repente, dos, tres disparos, estallaron desde un rincón del fondo, reventándole el hombro y dejando a la mujer como una muñeca rota y sucia, con la garganta atravesada tal vez por la misma bala que lo había alcanzado. Disparó por instinto, tirado en el suelo, varias veces. Un segundo después, que le pareció muy largo, pudo ver lo que estaba pasando. Uno de ellos se resbalaba despacio, apoyado contra la pared, poniendo los ojos en blanco, mientras el otro se ahogaba en el suelo, vomitando sangre. Por un minuto, se quedó así, tendido, esperando.

-En ese momento escuché el motor de mi taxi. Otro hijo de puta, o varios, no sé, se escapaban llevándose mi carro.

Como pudo se puso de pie y se acercó a los dos fulanos que ya entregaban el alma temblando, como venados. ¿Te acuerdas cuando cazábamos venados? Moscoso sonrió. Estaba ya más tranquilo y le iba a responder, pero el sargento Llaja no lo dejó, volvió a su historia. Salió a la puerta agarrándose la herida y sólo pudo ver el polvo que se había levantado sobre la carretera. Volvió a entrar y se hizo el torniquete. Se acercó al cuerpo de la mujer y le cerró los ojos. Recogió el paquete, le rompió las ataduras y lo abrió. Envuelto en papeles y en bolsas de plástico había por lo menos kilo y medio de droga. Junto a uno de los muertos, en costalillo, encontró más de veinte fajos, de los grandes.

-¿Te das cuenta? El comandante Quiñones, mi padrino, me ha usado como su cholito.

Lo había mandado, abusando de la amistad, de la confianza, a hacerle una comisión como esa. Como quien manda a comprar azúcar, carajo. Por eso no quería que fuese con uniforme, el muy jijona… Creo que lo voy a matar al gran puta, a no ser… El mareo comenzaba a enturbiarle los ojos. Se levantó, buscó con la mirada dónde recostarse y se dirigió a la cama de Moscoso, tambaleándose. Se desplomó con un quejido.

Se sentía raro. La cosa me la han puesto brava, compadre. Los grandes siempre abusan de los chicos, ¿no?. ¿te acuerdas, Moscosito, de lo que hablabas con los grandes en la esquina de la casa de los Machuca, en Villamalia? ¿De qué no hablaban en esas noches? Sobre todo les gustaba contar historias de aparecidos. Venía pensando en eso en el camino. Hablaban de brujas, de mujeres que se convertían en mulas, de esqueletos que bailaban, de frailes sin cuerpo. El miedo que nos metían con eso a los chicos, ¿te acuerdas? Venía pensando en eso…

-Estás desvariando, Llajita…

-Esconde todo eso hermano. En unos días me curo y me explicaré con Quiñones. Tendremos mucha plata, Moscosito.

Había comenzado de nuevo a sudar. El aire se le estaba volviendo caliente, difícil de respirar. De pronto le pareció que el foco de la habitación brillaba cada vez más, como la luna que había visto antes, en la carretera. Pero ahora era una luna que caía, que se detenía y que de nuevo avanzaba.

Moscoso le quitó las botas y le abrió la casaca. Sonriendo, le aflojó el cinturón y recogió el revólver.

-Me estoy sintiendo realmente mal, hermano. Consígueme un médico, o un carro. Llévame a un hospital.

-No se va a poder, Llajita.

-¿Por qué?

-Porque no lo vas a necesitar…

Abrió los ojos e hizo un esfuerzo por erguirse, quería decirle que no jugara, que no entendía, que estaba muy mal, pero Moscoso no lo dejó hablar. Inclinándose un poco había él, le hizo un gesto de que escuchase.

-No lo vas a necesitar porque mañana ya estarás muerto, Llajita.

-No entiendo, ¿qué dices…? ¿Te acuerdas de las bromas...?

-No son bromas, ahora, Llajita. Mañana ya estarás muerto.

-¡Qué pendejo, Moscoso! Tú no cambias, ¿no? Se puso a toser. ¿Te acuerdas que después de esas historias teníamos miedo hasta de nuestra sombra?

-No entiendes nada, Llajita. Mañana ya estarás muerto. Te llevaré al desierto o a un precipicio, donde aparecerás accidentado. Te llevaré en tu carro, que está aquí, detrás, en el corral…

Su mano, desmayadamente, buscó en vano el revólver. No insistió. El sargento Artemio Llaja se quedó mirando el techo, pensando. Ahora caía en cuenta. Todo lo que le había ocurrido se explicaba, tenía su lógica. Pero no quiso saber más. Sintió que la luna, enorme, rodaba hacia él, primero despacio, luego arrolladoramente, con la velocidad de millones de luciérnagas enloquecidas, dispuestas a rematarlo, no con un aguijón o con veneno, sino con su luz. Y decidió callar.

(*) De su libro Morituri, Primera Edición

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