POR LA RASGADURA de la manga sintió que le entraba el viento, un cuchillo helado que le lamía el hombro entumecido y que le hacía arder la herida abierta. El frío también le quemaba la cara y las manos, las partes donde la piel se le había levantado en la caída. Caminaba despacio, trabajosamente. El brazo izquierdo le colgaba inerte, mientras en la mano derecha llevaba un costalillo que, aunque no era voluminoso, parecía pesarle mucho. Ya sólo serán unos diez o doce kilómetros para Huaraz, no más, se dio
ánimos.
El sargento Artemio Llaja llevaba
ya caminando más de dos horas al borde de esa carretera pedregosa, polvorienta.
Las sombras habían comenzado a cambiar de color de los cerros. Y si al comienzo
la cosa le había parecido difícil de realizar, al punto que llegó a pensar que
no lo lograría, ahora avanzaba casi automáticamente, casi sin sentir las
piernas ni los pies. Era como si la caída le hubiese anestesiado el cuerpo,
como si le hubiese liberado en las venas un último resto de energía, fuerzas
que no sospechaba siquiera que le quedaban. La noche empezaba a cuajar y la
neblina que flotaba le dio la impresión de que era un gas extraño, helado
movedizo. Gas o no, es bueno respirar, carajo, se dijo.
Se acercaba a la curva. Recordaba
el lugar pues le había llamado la atención en el viaje de ida, por la tarde,
unas horas antes. El aire frío que aspiraba, rápida y agitadamente, le daba una
sensación de vida, pero a la vez lo fatigaba. Sabía que no era prudente, pero
se detuvo un momento, vacilante, junto a las piedras que hacían de señal de
peligro, de precario muro de contención, al borde de la carretera. Ante él caía
un talud y, abajo, el río hacía un ruido sordo con las piedras que empujaba. Se
preguntó a cuántos metros estaría la corriente. Había luna, la noche no era tan
negra como lo había temido, pero no podía ver muy lejos, salvo unas enormes
piedras en la orilla y el agua oscura que se adornaba de tanto en tanto con
brotes de espuma. Al inclinarse sintió un leve mareo y vio unas pequeñas luces
que bailaban frente a sus ojos. Cuidado, sargento, no te vayas a desmayar. Un
resbalón y te rompes la crisma. Retrocedió unos pasos.
Iba a llegar, estaba seguro.
Ahora, desde esa curva, ya no podía faltar sino unos diez kilómetros, o menos,
quién sabe. Mejor dicho, una hora de caminata, como máximo, si mantenía el
ritmo, sino se agotaba demasiado. Lo único que realmente le molestaba era el
frío y el brazo que ya casi no sentía. El torniquete que logró hacerse con una
mano y con los dientes, le había parado la hemorragia, pero ahora su brazo
adormecido le colgaba inerte, al costado, como algo ajeno a él. Era como si se
lo hubiesen cortado. Esa sensación de vacío y de agujas heladas debían tener,
pues, los mancos. El iba a aguantar, lo sabía, y llegado a Huaraz, su amigo
Moscoso, el profesor Moscoso, le conseguiría un médico. Sigue, no te quedes
parado, se alentó con voz apagada. No falta mucho.
Era lo único que le quedaba, por
lo demás. Avanzar, lentamente pero con paso seguro, sin tropezar, como hasta
ahora. Pero se quedó inmóvil, escuchando. Era época de lluvias en la sierra,
eso explicaba el ruido que hacían las piedras enormes, chocando unas con otras
en el lecho del río. Había crecida. Blue, blue, blue. Era ese ruido hondo,
desacompasado, que siempre lo impresionó mucho. De niño, cuando lo oía de noche
le hacía pensar en el croar asfixiado de enormes sapos que bajaban, ya no a
saltos, sino revolcándose, dando tumbos en la corriente, no sabía si gozosos o
moribundos. Ahora, él era moribundo. Por lo menos en eso podía terminar si es
que se descuidaba. Así que muévete, sargento, ponte mosca. Mueve esos pies, ya
falta poco. No dejes que te gane el cansancio.
Respiró hondo. Dio unos pasos,
pero se detuvo. Dejó el costalillo en el suelo y se subió como pudo, con una
sola mano, el cierre relámpago de la casaca. El adormecimiento del brazo le
comenzaba a avanzar por el hombro hacia la espalda. Le hubiera gustado volver a
sentir un poco de ese calor que tanto le había molestado esa tarde, horas
antes, cuando subía al caserío. Lo hubiera apresado entre su cuerpo y las telas
ralas de la camisa y de la casaca. Y esa tibieza que empujaba la sangre y que
había percibido por oleadas hasta hacía una hora, más o menos, no se estaría
transformando en ese momento, en ese frío que le buscaba los huesos. ¿O era el
río, el que lo ponía así? Era esa corriente que bramaba, abajo, lejos. Esa masa
que se movía en las sombras, como llamándolo, como diciendo su nombre, una y
otra vez. Ese alud de piedras y tinieblas que parecía ser el desangre de una
herida del mundo. Sargento Llaja ya te jodiste, se dijo, creo que te está
empezando la fiebre.
En realidad no sabía si tenía
fiebre o no. No podía saberlo, no era un experto en esas cosas, pese a que el
comandante Quiñones lo había hecho trasladar al Servicio De Sanidad de la
Guardia Civil. Claro, su padrino no era ningún tonto. Lo que él necesitaba era
un chofer de confianza, no un topiquero. El muy gran puta. El viento comenzaba
a soplar de nuevo y sintió otra vez el cuchillo helado trabajándole el hombro.
El frío le estaba ganando la partida, pese a todo el ejercicio que había hecho,
pese a esa caminata que ya duraba tanto. ¿Cuánto? Ya no lo sabía. Por lo menos
dos horas, quién sabe tres. Subiendo y bajando cerros, al borde de esa
carretera cubierta de piedras y de tierra, por la que no pasaba ni un alma. Ni
un solo camión de mierda en todo ese tiempo, si era para no creerlo. Frío,
mucho frío. Frío que lo estaba haciendo tiritar por dentro y sudar por fuera, y
hasta ver luciérnagas sobre el barranco. Aléjate, sargento Llaja. Avanza, no
tientes al diablo.
La noche estaba cada vez más
clara. No sólo había salido la luna sino también las estrellas. Miles de
estrellas, como no veía desde hacía meses, desde que llegó de Villamalia a
Lima. Y no sólo eso, la luna, que ahora estaba frente a él mientras caminaba,
parecía moverse con cada uno de sus pasos. Aquí y allá, a la derecha y a la
izquierda. Y también parecía crecer, lentamente, mientras él avanzaba
tambaleante. El barranco ya estaba quedando atrás. Ya no sentía el vértigo ni
el rumor del río, de su agua lodosa, de su espuma. Ni siquiera se había dado
cuenta cuándo dejó de oír el blue, blue, blue de las piedras que rodaban. Ahora
sólo oía chicharras, grillos, uno que otro silbido lejano, que no sabía si era
humano o no. Carajo, sargento. Como si fuera hora de ponerse a pensar en esas
cosas.
Trastabilló un poco, pero
rápidamente recuperó el paso. Había perdido sangre, pero no mucha. Su reacción
inmediata, con el torniquete, impidió que la templase allí nomás, en esa tienda
mugrosa, junto a los otros tres. Y el torniquete resistía, porque, al menos,
eso si que sabía hacer. De este modo, ya había salvado otras vidas antes, por
qué no la suya. Se repitió que lo lograría, que las fuerzas le alcanzarían, que
podría seguir avanzando. De mantener ese ritmo, en menos de una hora estaría a
la entrada de Huaraz. El conocía la casa de Moscoso. El lo ayudaría, estaba
seguro. Sigue caminando, sargento, no te ha llegado la hora todavía. Tras otra
curva, a unos metros de la carretera, vio un cartel. Acercándose mucho leyó: “A
3 kms. Carretera Panamericana”. Sigue, no te pares.
De no haber sido trasladado a
Lima, esa noche la habría estado pasando seguramente en Villamalia. Tranquilo,
a esa hora hubiera estado jugando cartas en la comisaría. O tal vez esperando,
en la casa de Aurorita, que su mamá se fuese a dormir. ¡No habían sido tiempos
tan malos esos! ¿Por qué carajo pidió él mismo, al viejo Quiñones, que lo
sacase de allí, de su pueblo, a Lima? Sobre todo cuando sabía bien lo que era
la capital. No en vano se había ido contento de Lima, tan pronto salió de la
Escuela de Policía. ¡Lo que diría Aurorita si lo viese en ese estado!
¿Cuánto había avanzado? No lo
sabía, pero ya estaba bajando, la carretera ya no tenía cuestas. Estaba seguro
que iba a llegar. De peores había salido. Seguía caminando con paso regular.
Sus piernas le respondían mecánicamente y aceleraba en la bajada sin darse
cuenta. A veces, como un borracho, zigzagueaba. Cuidado, sargento, abre los
ojos. Tienes que estar alerta, despierto. Tienes que mantener el equilibrio.
Estás en la cuerda floja, evita el tropezón, la caída, con seguridad te
desnucarías. Mira por dónde vas.
Por fin, después de un recodo,
vio unas cuantas luces. Era Huaraz, estaba seguro. Ya no estaba lejos, a
quinientos metros como máximo. Pueblo chico, quieto, aparentemente dormido,
allí estaba su tabla de salvación. Apretó el paso. En ese momento la luna se
ocultó y también las estrellas. Sin que él se hubiese dado cuenta, una capa de
nubes había avanzado cubriéndolo todo. Las tinieblas no le dejaban ver dónde
ponía los pies. Escuchó de nuevo silbidos, quejidos. Carajo.
Se acordó de las historias que se
contaban en aquella esquina, en Villamalia, cuando era chico. Los grandes
apenas si le permitían acercarse al grupo, cuando se reunían en la esquina de
la casa de los Machuca. Moscoso también iba allí, pero él no tenía que rogar que le permitieran
quedarse, él era uno de los grandes. Allí se hablaba de todo eso, de la
oscuridad, de los silbidos, de cementerios, de cadenas. Las primeras casas
aparecieron ante él, detrás de manchas negras que eran seguramente árboles.
Ahora sí caminaba con los últimos restos de sus fuerzas.
Un perro ladró en la oscuridad. Reconoció
la casita. De la puerta salía una luz amarillenta, mortecina, y el ruido
chillón de una cumbia que salía de una radio.
-¡Moscoso!
Se apoyó en la puerta,
desfalleciente. Moscoso lo miraba boquiabierto, sorprendido, con un plato vacío
en la mano.
-¡Artemio!, ¿qué te ha pasado?
-¡Esos jijunas, casi me
madrugan…!
L Fatiga y la pérdida de sangre
le estaban cerrando los ojos. Dejó con cuidado el costalillo junto a la entrada
y se sentó, se dejó caer sobre una silla, junto a la mesa. Moscoso insistía en
preguntarle qué le había ocurrido. Le contó que su jefe y padrino, el
comandante Quiñones, del Servicio de Sanidad, le había ordenado en Lima que
entregase en forma urgente un paquete cerca a Sayan. En un caserío aquí no más,
río arriba. Además, tenía que recibir para Quiñones un encargo importante que
le enviaban unos amigos. Por supuesto, le dio dinero para gasolina y le dijo
que si faltaba, que pusiese de su bolsillo, que él le devolvería a la vuelta.
-Tú sabes, al viejo le debo
mucho…
Moscoso seguía con cara de no
entender nada. El sargento Llaja hablaba abriendo y cerrando los ojos, como si
estuviese borracho. Quiñones le había insistido que fuese vestido de civil,
pero él no vivía en el centro de Lima, por lo que no quiso ir a cambiarse. Pero
así nomás, en su propio taxi, en el volkswagen con el que completaba sus frejoles. Más de tres horas de viaje. No había parado a
verlo, allí, en Huaraz, porque estaba apurado, pero de todos modos pensaba
visitarlo al regreso. Moscoso seguía mudo, como si nada de lo que estaba
contando le entrase realmente al cerebro.
-Cuando llegué al caserío, busqué
la tienda de puerta celeste que me había indicado. Toqué y salió una mujer que
se puso a tartamudear tan pronto me vio…
El olfato de siempre lo puso en
guardia. Algo raro había allí. Soltó al piso el paquete y lo empujó despacio.
Entró intentando acostumbrar los ojos a la penumbra, mientras llevaba la mano a
la cacha del revólver. De repente, dos, tres disparos, estallaron desde un
rincón del fondo, reventándole el hombro y dejando a la mujer como una muñeca
rota y sucia, con la garganta atravesada tal vez por la misma bala que lo había
alcanzado. Disparó por instinto, tirado en el suelo, varias veces. Un segundo
después, que le pareció muy largo, pudo ver lo que estaba pasando. Uno de ellos
se resbalaba despacio, apoyado contra la pared, poniendo los ojos en blanco,
mientras el otro se ahogaba en el suelo, vomitando sangre. Por un minuto, se
quedó así, tendido, esperando.
-En ese momento escuché el motor
de mi taxi. Otro hijo de puta, o varios, no sé, se escapaban llevándose mi
carro.
Como pudo se puso de pie y se
acercó a los dos fulanos que ya entregaban el alma temblando, como venados. ¿Te
acuerdas cuando cazábamos venados? Moscoso sonrió. Estaba ya más tranquilo y le
iba a responder, pero el sargento Llaja no lo dejó, volvió a su historia. Salió
a la puerta agarrándose la herida y sólo pudo ver el polvo que se había
levantado sobre la carretera. Volvió a entrar y se hizo el torniquete. Se
acercó al cuerpo de la mujer y le cerró los ojos. Recogió el paquete, le rompió
las ataduras y lo abrió. Envuelto en papeles y en bolsas de plástico había por
lo menos kilo y medio de droga. Junto a uno de los muertos, en costalillo,
encontró más de veinte fajos, de los grandes.
-¿Te das cuenta? El comandante
Quiñones, mi padrino, me ha usado como su cholito.
Lo había mandado, abusando de la
amistad, de la confianza, a hacerle una comisión como esa. Como quien manda a
comprar azúcar, carajo. Por eso no quería que fuese con uniforme, el muy
jijona… Creo que lo voy a matar al gran puta, a no ser… El mareo comenzaba a
enturbiarle los ojos. Se levantó, buscó con la mirada dónde recostarse y se
dirigió a la cama de Moscoso, tambaleándose. Se desplomó con un quejido.
Se sentía raro. La cosa me la han
puesto brava, compadre. Los grandes siempre abusan de los chicos, ¿no?. ¿te acuerdas,
Moscosito, de lo que hablabas con los grandes en la esquina de la casa de los
Machuca, en Villamalia? ¿De qué no hablaban en esas noches? Sobre todo les
gustaba contar historias de aparecidos. Venía pensando en eso en el camino.
Hablaban de brujas, de mujeres que se convertían en mulas, de esqueletos que
bailaban, de frailes sin cuerpo. El miedo que nos metían con eso a los chicos,
¿te acuerdas? Venía pensando en eso…
-Estás desvariando, Llajita…
-Esconde todo eso hermano. En
unos días me curo y me explicaré con Quiñones. Tendremos mucha plata,
Moscosito.
Había comenzado de nuevo a sudar.
El aire se le estaba volviendo caliente, difícil de respirar. De pronto le
pareció que el foco de la habitación brillaba cada vez más, como la luna que
había visto antes, en la carretera. Pero ahora era una luna que caía, que se
detenía y que de nuevo avanzaba.
Moscoso le quitó las botas y le
abrió la casaca. Sonriendo, le aflojó el cinturón y recogió el revólver.
-Me estoy sintiendo realmente
mal, hermano. Consígueme un médico, o un carro. Llévame a un hospital.
-No se va a poder, Llajita.
-¿Por qué?
-Porque no lo vas a necesitar…
Abrió los ojos e hizo un esfuerzo
por erguirse, quería decirle que no jugara, que no entendía, que estaba muy
mal, pero Moscoso no lo dejó hablar. Inclinándose un poco había él, le hizo un
gesto de que escuchase.
-No lo vas a necesitar porque
mañana ya estarás muerto, Llajita.
-No entiendo, ¿qué dices…? ¿Te
acuerdas de las bromas...?
-No son bromas, ahora, Llajita.
Mañana ya estarás muerto.
-¡Qué pendejo, Moscoso! Tú no
cambias, ¿no? Se puso a toser. ¿Te acuerdas que después de esas historias
teníamos miedo hasta de nuestra sombra?
-No entiendes nada, Llajita.
Mañana ya estarás muerto. Te llevaré al desierto o a un precipicio, donde
aparecerás accidentado. Te llevaré en tu carro, que está aquí, detrás, en el
corral…
Su mano, desmayadamente, buscó en
vano el revólver. No insistió. El sargento Artemio Llaja se quedó mirando el
techo, pensando. Ahora caía en cuenta. Todo lo que le había ocurrido se
explicaba, tenía su lógica. Pero no quiso saber más. Sintió que la luna,
enorme, rodaba hacia él, primero despacio, luego arrolladoramente, con la
velocidad de millones de luciérnagas enloquecidas, dispuestas a rematarlo, no
con un aguijón o con veneno, sino con su luz. Y decidió callar.
(*) De su libro Morituri, Primera Edición
(*) De su libro Morituri, Primera Edición
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