Por José Luis Aliaga Pereira
Cuando llegan las fiestas del año, costumbres de nuestro pueblo, que no son pocas, recuerdo, por no decir repito, mis días de bohemio. Me emociono tanto que las “disfruto” hasta trenzar las piernas, pero, como diría César Hildebrant refiriéndose a Gonzalo Rosé, como “un bohemio a mano limpia en este país de borrachos coqueros que sorben la tranca como si de mocos se tratara”.
Esta vez es un pequeño evento al que asisto. Como a todos mis compromisos llegué temprano. Al ingresar he visto sentadas, a prudente distancia del bar, en una larga y fría banca de cemento, a tres mujeres bien vestidas, de diferentes edades. No las conozco, pero podría asegurar que la menor no pasa de los 40; la otra, de pelo pintado, a lo mucho llegará a los 45; y la tercera, la más alegre, que aún conserva cierta frescura juvenil, debe andar por los 50 abriles.
En el local fiestero hay mucha gente. Los bebedores van y vienen con botellas de cerveza que las llevan cual torero a las banderillas; mientras las parejas contorsionan sus cuerpos al son de la música. A mi costado derecho, alrededor de una mesa color blanco, un grupo de varones conversan muy animados. Son cuatro. El más gordo, de pelo crespo, ríe a carcajadas festejando una broma. Quisiera haber escuchado el chiste para reír como él, pero me es imposible por lo que me acerco un poco más.
Lo mismo que sucede cuando de beber cerveza se trata, los del grupo se turnan para contar bromas. Ahora le toca al más joven que cuenta algo de su trabajo. Nadie ríe, al contrario, se mofan de su chiste.
Del piso, cerca a la mesa, el encargado del lugar recoge una caja de botellas vacías de cerveza. El gordo de pelo crespo, al verlo, le dice:
- Tráeme seis cervezas más, heladitas, compadre.
- Completemos la caja –se apresura a decir su acompañante, un hombre de contextura delgada y prominente nariz.
Al frente, las tres damas, continúan sentadas, como si esperaran una orden para bailar. ¿Serán casadas o solteras? –me pregunto.
Han sonado las doce campanadas. El baile se hace más frenético. Los aplausos, las risas y taconeos desbordan el salón.
De pronto del ramillete de damas que aguardan sentadas, se pone de pie la mujer que no pasa de los 40 y se dirige al grupo que se divierte a mi costado. Se detiene frente a todos, y mirando fijamente al hombre de la nariz pronunciada, grita:
- Oye, ¿me has traído para ver lo bien que tomas con tus amigos?
El aludido contesta:
- Si estás aburrida te puedes ir, no hay problema.
La dama hace un gesto de molestia, se da vuelta y, resignada, acomoda su cuerpo en la banca de cemento.
- Eres bravo –dice el gordo de pelo crespo–.Yo, antes que “reviente el chupo”, voy a dejar a mi bulto y regreso –luego se retira del grupo, hace una seña a la mujer de frescura juvenil y abandonan juntos el lugar.
El gordo camina tambaleándose, y ella volviendo la mirada, una y otra vez, como queriendo llevarse de la fiesta un poquito de alegría y libertad.
El gordo camina tambaleándose, y ella volviendo la mirada, una y otra vez, como queriendo llevarse de la fiesta un poquito de alegría y libertad.
Al poco rato, las dos mujeres que permanecen en la banca, intercambian miradas, conversan al oído, se toman de la mano y, entre ellas, comienzan a bailar.
Del grupo de mi costado alguien contó otro chiste que no pude entender y que hace que rían al unísono.
Por mi parte, de una sola alzada, seco el vaso pensando en un texto cuyo título y autor no recuerdo. “El hombre educado en la cultura machista aprende desde muy temprana edad a admirar a otro hombre, tanto en lo físico como en lo intelectual, mientras que ve a la mujer como un objeto de uso”·
Sólo el 5% de los malos tratos familiares son denunciados, es decir sólo se denuncia el maltrato cuando es brutal o muy reiterado. |
Entonces pongo “las barbas en remojo”; pero como soy lampiño, “hundo en el agua mis cachetes hasta la punta de mi nariz”.
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