Por Mario Peláez
De pronto, como sucede todos los diciembres, volvió a instalarse la angustia en el corazón mismo de la untuosa navidad. Que por sus especificidades sería mejor llamarla angustia navideña. Todo empieza con una tenue tristeza que se desliza como agua subterránea hasta empozarse en el alma (en el ánimo) y al inflamarse se convierte en angustia de corte existencial.
Cada vez me pregunto por qué la angustia siempre tiene protagonismo en navidad. En unas personas se muestra más intensa; en otras menos, pero siempre puntual. No tengo la respuesta; en mi transitan varias causas, entonces varias respuestas.
La primera respuesta salta a primer plano con solo abrir bien los ojos y mirar en todas las direcciones: millones de niños viviendo horrenda miseria, y sin futuro. Tanto que han olvidado que existe la sonrisa. Entonces como sentirse bien consigo mismo al desear feliz navidad, si antes no se ha hecho los méritos efectivos que autentiquen nuestro saludo.
Segunda, tiene que ver con la ausencia definitiva de seres queridos, familiares y amigos, a quienes también pertenece nuestra vida. Aunque Mauriac decía: “la muerte no nos roba los seres amados. Al contrario nos los guarda y nos lo inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos roba muchas veces y definitivamente.
Tercera, (cargada de pesimismo y la más punzante) consiste en dudar: que las cosas siempre sigan como están. Que nada cambiará a favor de los pobres. Que las desigualdades se agigantan cada vez más y que solo quedará la caridad como consuelo.
Cuarta, mi hija Fernanda, me dice con humor, “papá te falta la del espejo”. En efecto, cada día empiezo a reconocer menos mi rostro en el espejo.
Quinta, (de reciente data) se refiere al tridente obsceno que hoy lidera la vida de los peruanos: PPK – Cipriani – Fujimori. Nunca antes la historia registró tanto cinismo y contubernio. Pura indignidad.
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