“Es
muy milagroso... en estos últimos tiempos en el día de su festividad, el 14 de
enero, llegan multitudes a rendirle veneración.” Así me habían informado acerca
del Niño Jesús de Pumarume.
Cuando
fui acompañado por mis familiares, el taxi
nos condujo hasta una pequeña casa,
la puerta permanece cerrada y junto a ella, señoras y niñas con sus vendimias
de golosinas, refrescos y frutas, y sentados en una pequeña banca o en el
pasto, algunos fieles observando el paisaje después de haber elevado sus
oraciones a la sagrada imagen.
Con
cierta cautela mi hermana María Graciela abre la puerta, y dentro, un lago de
velas encendidas en candelabros sobre una mesa y en el suelo; en los pocos
asientos, jóvenes y adultos de la edad de oro, en íntimo recogimiento.
Delante,
el sencillo altar donde el Niño Jesús, sereno con su candor infantil, contempla
a todos, y más allá de nuestra presencia ausculta a la humanidad entera:
generosidades, modestias, desprendimientos, cualidades que Jesús encarnó en su
ser y en su vida. Quizá también mira compasivo e indignado las mezquindades,
arrogancias, inequidades, injusticias y ostentaciones que algunos seres de este
mundo se han obstinado en construir para desgracia y tragedia de la humanidad.
La
imagen del Niño Dios de Pumarume tiene una guardiana permanente: una anciana
devota sentada junto a la luminaria de las velas; ella también sabrá por
experiencia de sinceridades y sus oposiciones.
Saliendo
de este recinto y a escasos metros está en construcción la nueva iglesia para
el Niño. El paisaje es acogedor, suaves colinas, chacras de perfumes silvestres
y el caserío típico con bosques y cercos de zarzamoras, chilcas y pencas.
Regresamos
a la ciudad a pie el corto trayecto para no repetir el tránsito vehicular a
través de una empinada trocha afirmada de constantes y cerradas curvas. Así, a
pie, es más sensible el peregrinaje.
Foto: Carlos Fernando Terrones Chávez |
En
mi infancia escuchaba en la escuela o en el hogar mitos y leyendas sobre el
Niño Dios de Pumarume. Se decía que se personificaba y jugaba bolitas y chanos
junto a los caminos y los cercos, que silbaba a los transeúntes escondido tras
los arbustos, y esa limpia travesura había despertado admiración y veneración
religiosa en los campesinos.
Pero
hace cuarenta años solo era una fiesta reservada para los pobladores del lugar;
hoy que la feligresía ha crecido y hay una concurrencia permanente, ojalá que
cada católico o católica siga el mensaje del Niño Jesús que con su vida nos
convoca a que cada acto de nuestra ser sea un reflejo de él y que la iglesia en
su conjunto opte por el compromiso de estar al lado de los marginados, los más
pobres y desposeídos de este mundo.
Jorge Horna
1 de marzo del 2004
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