Por Gonzalo Portocarrero (*)
La autonomía del arte es un hecho reciente en la historia. Antes, los artistas estaban sujetos a la buena voluntad de mecenas y patrones. De acuerdo a su genio y prestigio, negociaban los contenidos y precios de sus obras y, eventualmente, lograban trascender las demandas de sus clientes y objetivar, entonces, su talento creativo. Sin embargo, debían siempre rendir tributo a quienes los contrataban.
Las grandes figuras del Renacimiento, por ejemplo, lograron expresarse con bastante libertad; no obstante, en sus obras no deja de estar presente una glorificación del poder. El artista que pretendía ser solamente fiel a su inspiración podía terminar en la miseria. El caso paradigmático es Mozart, quien en vez de cultivar el gusto de su época, compuso la música que él quería escuchar pero nadie lograba entender. Y el resultado fue el olvido, la pobreza, ser enterrado en una fosa común. Recién en la época burguesa surge un público dispuesto a comprar lo que él ofrece.
La relación entre arte y poder ha sido siempre compleja y conflictiva, más allá de las anticipaciones conceptuales que aprisionan el vínculo en una suerte de naturalidad que es, desde luego, una simplificación prejuiciosa. Para ilustrarlo, cuento esta pequeña historia.
La filial italiana del banco británico Barclays llamó a un concurso para jóvenes artistas plásticos que consistía en la creación de una imagen seductora que realce los «nuevos valores» de su accionar: representaran un compromiso, una fuente de orgullo e identidad.
El concurso fue parte de una campaña para relanzar una imagen deteriorada por la manipulación de las tasas de interés que las filiales en Inglaterra y Estados Unidos realizaron en los años 2009 y 2010. Este comportamiento delictivo le valió al banco una multa de 453 millones de dólares. Por ello, la expectativa de la sucursal italiana fue explícita: necesitaban una propaganda fresca y creativa que escape de los circuitos tradicionales de las agencias de publicidad y los perfile como una entidad que promociona el arte y aprecia el valor de los jóvenes. A modo de estímulo orientador, el banco difundió esta imagen:
Y en la página oficial de la convocatoria al concurso, la comentó así: «…juega sobre la yuxtaposición inusual del mundo de las finanzas, representada por ‘hombres de negocios en sombrero bombín’, y el mundo del arte, a través de una chica que lleva en su piel los colores brillantes del arte pop, en una explosión total de la creatividad».
La imagen muestra efectivamente la yuxtaposición de tres figuras. Pero, en realidad, dos de ellas se repiten, son el mismo personaje. Un banquero con los típicos signos que se asocian a su oficio: el maletín en la mano derecha y el anticuado pero tradicional sombrero bombín encima de su cabeza. Una figura estereotipada que nos habla de un mundo regular y predecible, poblado de gente responsable y laboriosa, tan semejantes entre sí que son intercambiables. No obstante, los dos miran en direcciones diferentes, ninguno de frente.
De otro lado, pese a que sus rostros son casi inexpresivos, puede advertirse un asomo de complacencia, una sonrisa contenida, el despunte de una actitud arrogante. Si bien cultivan un aire de inocencia, no parecen interesados en dar explicaciones. Todo nos remite a que ellos, los banqueros, saben de la importancia y el prestigio de su trabajo, así como de la eficiencia con que lo desempeñan. Y las abultadas cifras que ganan. Parecen muy advertidos de su valor pero sin ánimo de llamar la atención. Están educados en la discreción; es decir, no se comunican con el público. Hecho curioso considerando que el Barclays tiene mucho que decir sobre sus malos manejos.
El personaje central es una mujer relativamente joven; a diferencia de los banqueros, muy expresiva. Su rigidez, contrastada con los colores de su cuerpo, llama poderosamente la atención. Parece incómoda. Su rostro, sus ojos, parecen interrogarnos, demandar una explicación. Y lo contraído de sus labios y las lágrimas artificiales hablan de una desazón que parece aceptar estoicamente. Hay algo de sensacional y mortificante en su vestido: un collarín parece dificultar los movimientos de su cabeza. La faja, que hace de sostén, no está realmente adherida a su cuerpo y podría caer en cualquier momento. Lo mismo la falda, que no está firmemente sujeta a su cuerpo. Su piel está pintada con formas globulares, especies de órganos. Entonces tenemos: vulnerabilidad, deseo de llamar la atención, mortificación y una actitud que interroga.
Finalmente, el trasfondo consiste en una extraña criatura que los vincula. En medio de los banqueros, ella, la mujer, concentra nuestra atención. Nada insólito podría esperarse de esos impávidos caballeros que la franquean. Pero de ella sí, pues su situación es extrema, insostenible. Ella representa la creatividad a punto de desatarse. Le sobra la expresividad que los banqueros no tienen: por eso puede poner en evidencia lo que ellos, por su mesura y autocontención, no logran decir. Es ella quien podría (¿tendría?) que poner en evidencia, en clave creativa, aquellos nuevos valores de los banqueros del Barclays: el respeto, la integridad, el servicio, la excelencia, la administración.
El propósito de la imagen es representar al artista como una criatura frágil pero curiosa, sensible pero creativa, capaz de registrar y objetivar lo que pasa inadvertido a la mirada común. Se trata, pues, de una incitación a los artistas para que glorifiquen a los banqueros. Pero como no sería elegante que el propio banco nomine a los ganadores, la tarea de seleccionar las obras que mejor reflejen sus valores está a cargo de un jurado compuesto por tres artistas destacados.
Así, las tres obras más acordes con este propósito fueron colgadas en la web para que el público, con sus votos, eligiera la ganadora del primer premio: un viaje a Londres para dos personas, con el fin de visitar la Tate Gallery.
La obra ganadora es «Uno, no, cien mil», de la artista Clelia Simone, quien la comenta así: «Un rostro que parece lentamente mezclarse con el fondo hasta casi desaparecer. El rostro de una generación en problemas que, paradójicamente, nos hacen a todos (casi) iguales. Así, en la constante búsqueda de ese lugar en el mundo que nos pertenece pero que nos es negado, conservamos la esperanza de que alguien nos valore y confíe en nosotros. Porque la confianza, la honestidad, el respeto y la integridad son los valores más importantes para empezar de nuevo y encontrar, juntos, algo que hemos perdido o que aún no hemos encontrado: nuestra identidad».
Está claro que la autora elabora una lectura de su imagen según los propósitos del banco. Por ello explica el rostro borroso como la alegoría de una juventud que no encuentra su destino debido a la problemática de la época pero que mantiene la esperanza de hallarlo porque sabe que los nuevos valores del banco respaldan esa identidad deseada.
Pero lo que domina la imagen es el desvanecimiento del sujeto. Lo difuminado de sus rasgos atestigua la dificultad para lograr una figuración de sí que sea convincente para la propia persona y para el mundo. La imagen, más que expresar la certidumbre y la fe de los jóvenes en el mundo y en los bancos, pone en evidencia la crisis de la subjetividad contemporánea.
Una subjetividad incrédula de los valores establecidos, con grandes dificultades para construir un relato que le dé un rostro, una orientación, un destino. El prominente pañuelo rojo que parece ahorcar al sujeto atestigua la ansiedad de la situación. Así, a toda vista, la obra elegida por el público cuestiona nuestra contemporaneidad en vez de ensalzar los valores del banco.
Resumiendo, la iniciativa destinada a limpiar la ensombrecida reputación de un banco tuvo un resultado adverso: la obra de arte que el público eligió enfatizaba la incertidumbre y la ansiedad de los tiempos a pesar de las precisas indicaciones de la convocatoria. En su pretensión de poder absoluto, el banco recurrió a los artistas para limpiar su degradada imagen frente a una ciudadanía suspicaz. Sin embargo, recibió una imagen que la época en que se vive; hecho por demás sagaz, considerando que después de la campaña por los nuevos valores, en junio de este año, el Barclays fue acusado de evasión de impuestos en Alemania.
(*) Gonzalo Portocarrero (Lima, 1949) es Doctor en Sociología y ensayista. Profesor principal en la PUCP y visitante en diversas universidades del mundo, ha publicado, entre otros, Razones de sangre. Aproximaciones a la violencia política, Rostros criollos del mal y Profetas del odio.
Fuente: Revista Buen Salvaje
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