Por donde el Marañón rompe las cordilleras en un voluntarioso afán de avance, la sierra peruana tiene la bravura de puma acosado. Con ella en torno, no es cosa de andar al descuido.
El río, los hombres y las balsas,
Cuando el río carga, brama contra las peñas invadiendo la amplitud de las playas y cubriendo el pedrerío. Corre burbujeando, rugiendo en las torrenteras y recodos, ondulando en los espacios llanos, untuosos y ocres de limo fecundo, en cuyo acre hedor descubre el instinto rudas potencialidades germinales. Un rumor profundo que palpita en todos los ámbitos, denuncia la creciente máxima que ocurre en febrero. Entonces uno siente respeto hacia la correntada y entiende su rugido como una advertencia personal.
Nosotros, los cholos del Marañón, escuchamos su voz con el oído atento. No sabemos dónde nace ni dónde muere este río que nos mataría si quisiéramos medirlo con nuestras balsas, pero ella nos habla claramente de su inmensidad.
Las aguas pasan arrastrando palizadas que llegan de una orilla a la otra. Troncos que se contorsionan como cuerpos, ramas desnudas, chamiza y hasta piedras navegan en hacinamientos informes, aprisionando todo lo que hallan a su paso. ¡Ay de la balsa que sea cogida por una palizada! Se enredará en ella hasta ser estrellada contra un recodo de peñas o sorbida por un remolino, junto con el revoltijo de palos, como si se tratara de una cosa inútil.
Cuando los balseros las ven acercarse negreando sobre la corriente, tiran de bajada por el río, bogando a matarse, para ir a recalar en cualquier playa propicia. A veces no miden bien la distancia al sesgar, y son siempre cogidos por uno de los extremos. Sucede también que las han visto cuando ya están muy cerca, si es que los palos húmedos vienen a media agua, y entonces se entregan al acaso… Tiran las palas -esos remos anchos que cogen las aguas como atragantándose - y se ajustan los calzones de bayeta para luego piruetear cogidos de los maderos o esquivarlos entre zambullidas hasta salir o perderse para siempre.
Los tremendos cielos invernales desatan broncas tormentas que desploman y muerden las pendientes de las cordilleras y van a dar, ahondando aún más lo pliegues de la tierra, a nuestro Marañón. El río es un ocre de mundos.
Los cholos de esta historia vivimos en Calemar. Conocemos muchos valles más, formados allí donde los cerros han huido o han sido comidos por la corriente, pero no sabemos cuántos son río arriba ni río abajo. Sabemos sí que son bellos y nos hablan con su ancestral voz de querencia, que es fuerte como la voz del río mismo.
El sol rutila en los peñascos rojos que forman la encañada y se alzan hasta dar la impresión de estar hiriendo el toldo del cielo, pesadamente nublado a veces, a veces azul y ligero como un percal. Al fondo se extiende el valle de Calemar y el río no lo corta sino que lo deja a un lado para pasar lamiendo la peñolería del frente. A este rincón amurallado de rocas, llegan dos caminejos que blanquean por ellas haciendo piruetas de bailarín borracho.
Los caminos son angostos aquí, porque los cristianos y las bestias no necesitan más para salvar las rijosas montañas familiares, cuyos escalones, recodos, abismos y desfiladeros son reconocidos aún durante la noche por los sentidos baqueanos. Un camino es solamente una cinta que marca la ruta del hombre y animal la siguen imperturbablemente, entre un crujir de guijarros, haya sol o lluvia o sombra.
(...)
Calemar, el mítico pueblo de balseros hijos del tempestuoso Marañón, registrado una y mil veces por Ciro Alegría en La Serpiente de Oro, existe en la vida real, no es un producto de la creatividad del autor liberteño. Sus pobladores, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, como en la novela, se siguen batiendo contra la agreste naturaleza y el olvido gubernamental. Acaba de llegar la carretera, también el agua y el desagüe, pero sus necesidades acumuladas a través de décadas de desinterés van más allá de esas conquistas. Salud, educación, trato justo en los mercados para sus productos arrancados a la tierra: mangos, naranjas, ciruelas, paltas, caña y la famosa yuca quintalera, entre otros frutos, son algunas de sus reivindicaciones más sentidas.
El río, los hombres y las balsas,
Fotografías: Familia Cruzado Villanueva.
Fuente: Blog http://echalecaliche.blogspot.com/2010/08/calemar-existe-los-balseros-del-maranon.html
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