Por Juan Manuel Robles
En mayo del 2004, fui al consulado del Reino de España en Lima a tramitar una visa de turismo para un viaje breve. Hice cola desde temprano. Era una cola muy larga y avanzaba poco pero los rostros estaban llenos de energía y luz: la claridad que otorga tener un plan, un punto fijo en la brújula. Después de la entrada principal, donde debíamos dejar los teléfonos celulares, nos indicaron que pasáramos a un patio. He sabido después que ese patio sanisidrino se volvió un clásico para todos los que tuvieron que sacar la visa. Allí, un mandamás de turno tenía el encargo de ordenar a esos grupos numerosos, cuidar que se mantuvieran a cierta distancia y que no quebraran determinada geometría del espacio. Lo hacía gritando y de mala gana. Todo en ese sitio se hacía, ciertamente, de mala gana. Al percibir el trato, la intensidad psicológica de nuestros anfitriones, y viendo la circunstancia de un patio interior al aire libre, algunos que estábamos cerca nos miramos, reconocimos lo absurdo de la situación, y nos dijimos: ¿qué carajo? No fui yo la persona del grupo que dijo que aquello eso parecía el trato de una cárcel o un campo de concentración. La figura me pareció exagerada: ninguno de nosotros iba a morir, de hecho, estábamos allí porque nuestra vida nos permitía hacer un viaje a Europa, por turismo, por curiosidad o por amor. Pero el hombre seguía gritando. La gente murmuraba bajito. De hecho, evitaban moverse mucho. Siguieron avanzando cuando el hombre volvió a gritar. Nadie se atrevió a responder.
Cuando tocó mi turno, el funcionario hizo lo suyo. Fue simple: me trató como basura. No lo tomé personal. Era vox pópuli. Si quería visitar su país, debía someterme a ciertos escupitajos formales.
Yo tenía ahorros nada despreciables. El Banco Wiese Sudameris promocionada por entonces su cuenta en euros, para ahorrar en la moneda fuerte que dominaría el mundo. Yo abrí la mía. Era como mágico sacar billetes azules de aquel cajero de Lince. De hecho, presenté al consulado los documentos de esa y otras cuentas, además de estados financieros, propiedades, las boletas de pago del trabajo. Las reservas de los hoteles. Los pasajes comprados. Ida y vuelta.
Dos semanas más tarde, allí mismo, me dieron un papel en que anunciaban que me negaban la visa. Lo único que decía la hoja era que no ofrecía “garantías de retorno”. (Y yo que tenía el pasaje de vuelta en el bolsillo).
Le pasó a mucha gente, aunque algunos lo ocultaran.
No quise intentarlo otra vez, por supuesto. Métanse su reino al poto, pensé. Terminé viajando varios años más tarde, mientras estudiaba en Nueva York. Me invitaron para en uno de esos festivales de escritores que este oficio te regala de vez en cuando. Me quedaba algo de orgullo: solo acepté porque me lo pagaron todo. El consulado de España en Nueva York no era como el de Lima. Se trataba más bien de un espacio diminuto en el piso 30 de un edificio de Manhattan, y el funcionario no se comportaba como un enfermo mental. De hecho, al ver mis papeles me preguntó qué tal la vida en la New York University. Me dio su tarjeta. Buscaba amigos en la ciudad. Viajé. Conocí Barcelona y Menorca. La pasé bomba.
He recordado eso al ver las noticias esta semana. Cada vez hay más posibilidades de que la visa Schengen sea eliminada para peruanos y colombianos. No deja de darme risa. El mundo da vueltas. La España en banca rota pretende ahora el dinero fresco de nuestra clase media en expansión, de nuestros nuevos panzones viajeros en la flor del consumo, que siguen buscando más cosas con qué endeudarse, pagarlas al crédito y encontrar la combinación de juguetes, bienes y experiencias que juntas conformen la felicidad total.
En medio de la algarabía, hay paradojas que se pierden de vista. Mariano Rajoy —el autor intelectual de la exoneración— es también uno de los antiinmigracionistas más prominentes de España. La crisis económica ha despertado en ese país a los sectores ciudadanos que rechazan a los migrantes y Rajoy ha sabido sacar provecho de ese espíritu terrible. Tiene credenciales, por supuesto. Como ministro de José María Aznar, Rajoy quiso implementar una ley que permitía expulsar en el acto a los inmigrantes que hubiesen cometido algún delito, violando la presunción de inocencia y obstaculizando el propósito reparador de la justicia. Rajoy fue parte de la política de visado que nos impidió a miles visitar libremente España, y no hizo nada para evitar que para que esta medida se ampliara a Colombia en el 2001. Más recientemente, propuso obligar a los inmigrantes a firmar un “contrato de integración”, para que estos se comprometiesen por escrito a acoplarse a las costumbres españolas, incluso de higiene.
Digo: Rajoy no nos quiere. Quiere nuestra plata y un ingreso preferencial para España al mercado del Pacífico. El tema no es que Perú pretenda darle lo que pide. El problema es que esté dispuesto a hacerlo sin negociación alguna, como quien recibe un favor.
Yo sé que la dignidad es cada vez más costosa y que es menester de los pueblos tomar decisiones políticas sin que el resentimiento nuble su juicio. Pero en relaciones internacionales, es cada vez más claro que el Perú es lo que podríamos llamar un país psicológicamente vulnerable. Si logras hacer que se sienta especial, tendrás de él lo que quieras. Marketing elemental: felicidades, ha sido elegido en nuestro programa de exoneración de visas!!!
Perú no pone condiciones, nunca. La entrada libre a España como turista es demasiado alucinante como para eso. ¿Qué más podemos pedir, oh madre patria? Nos fascina la exoneración de la Schengen, nos vuelve locos de una forma tan adolescente que nos hace perder cualquier apariencia de cordura estratégica. Y sin embargo, cuando negociábamos (es un decir) el tratado de libre comercio con Europa no fuimos capaces de exigir esa exoneración. Ahora que España presiona para que darnos el beneficio migratorio, nos tiramos al piso. Todo es buena voluntad prometida al señor Rajoy.
Por otro lado, no deja de alucinarme es la arrogancia nacional, esa facilidad para sentir que los vecinos no importan, avalando —sin pestañear— la discriminación a países hermanos. En el Perú, la corriente unánime es: que se joda el resto. Nos merecemos la exoneración porque somos mejores, porque el mundo nos mira. Incluso, he visto a mucha gente feliz de que tengamos que tramitar el nuevo pasaporte con chip, porque así lo exige Europa. En la web de Peru.21, una lectora hizo este comentario en la noticia: “Me parece buenísima la idea de un nuevo pasaporte. Háganlo de color azul, como lo tiene USA!”.
También he visto comentarios del tipo: “por si acaso, es solo VISA DE TURISMO ah…”. Lo que me lleva de vuelta al patio del consulado de España en Lima donde hice cola una vez. Los testimonios de esos años terribles mencionan un elemento perturbador: los más déspotas con los peruanos eran los vigilantes de la sede diplomática, quienes también eran peruanos. La gente como Rajoy lo sabe. Por eso, su fórmula es clara: dádivas selectivas para algunos desposeídos en desmedro de otros. Tendrás su fidelidad para siempre.
(Hildebrandt en sus trece # 188)
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