..."Porque la anécdota vale, en nuestro concepto,
más que el documento notarial de las viejas semblanzas.
(…)
Porque ella es, efectivamente, la auténtica huella humana
que el personaje deja sobre la cáscara del mundo.
La célula de la biografía"...
De César Guillermo Corzo, abril de
1954.
El examen
Por
Palujo
CORRÍAN LOS PRIMEROS DÍAS del mes de marzo. El carnaval
alegraba las calles de nuestro pueblo. Los barrios de Minopampa, El Centro y La
Toma abrían sus brazos a damitas bellas y jóvenes atrevidos de la capital.
El colegio "San José", lucía, aún sin el portón
de fierro, que hoy nos saluda, pintado de verde. Sus aulas de carpetas tristes
respondían con ecos los gritos de pequeños traviesos. El colegio se encontraba
concurrido. Asistían a él, tanto alumnos con "cargos" como los que
gozaban de merecido descanso. Los profesores interrumpían sus vacaciones, para
retornar a las aulas. Uno de ellos era, nada menos, que el inteligente y
simpático don Julio Aquinodata.
Anacleto, había cumplido los trece años y cursaba el
segundo de educación secundaria. Aunque no era el peor de la clase, figuraba
entre los últimos; digamos, por decir, el cuarto empezando de atrás. Salió
desaprobado en Zoología y Botánica, siendo el único jalado en tal materia. El
examen era a las once de la mañana. Esta vez, procuró repasar dicho curso y se
encontraba preocupado. La hora se acercaba; el sol promovía orgulloso la
alegría de los campos y el humor de los muchachos, mientras, con el cuaderno
escondido bajo la chompa, tratando de disimular y confundirse con los que gozaban
de sus vacaciones, se dirigió al colegio. Bajó la vereda larga del antes
empedrado Dardanelos y, al ingresar, ubicó al profesor conversando con cinco
chicas limeñas que se veían preciosas. Esperó que se le ocurriera ver su reloj
pulsera, que se acordase del examen y que se dirigiese al salón de clase, como
lo hacían todos. Esperó en vano. El profesor continuaba su amena charla.
Pasaron los minutos y obligado por la circunstancias, Anacletose presentó al grupo, en
la sala de profesores. Era un alboroto. Don Julio al verlo, con una seña le
indicó tomar asiento. Había tres carpetas unipersonales y un clásico pupitre.
Su rostro enrojeció de repente, y cerrando los ojos recordó su primer año en el
colegio; recordó a Segundo Encinas, al que le decían "el curvo",
cuando bajaba y subía, rápidamente la ceja derecha. Recordó que el profesor lo
miraba, luego de una pregunta. Nadie aguantaba la risa; más lo miraba, más
movía la ceja; parecía que lo estaba enamorando. En cambio Anacleto no subía la
ceja, ni tampoco la bajaba, pero se sentía volar, y deseaba que lo tragase la
tierra. Para remate, las chicas decidieron acudir en su auxilio:
—¡Profesor, profesor, hágale preguntas fáciles!
—¡No sea malito profesor!
El profesor, solterito codiciado, aceptó, complaciendo a
las bellezas.
—Hazte la pregunta, hazte la pregunta —le dijo de mala
gana.
El profesor, las chicas, el pupitre, las carpetas, ¡el
aula entera!, giraban alrededor de la cabeza de Anacleto. Los ruegos, las
risas, los coqueteos de las hermosas golpeaban su cerebro. Sólo hubiese sido
diferente —pensó— se hubiese preguntado el concepto de Zoología y Botánica. Eso
lo sabía de memoria. Pero no. Para demostrar que había estudiado, se hizo la
pregunta más difícil:
—¿Qué son las inflorescencias? —anotó con aires de sabiondo.
Luego ya no la pudo borrar. ¡Todos miraban su prueba!
¡Todos miraban su hoja vacía! Anacleto quedó paralizado, como si el profesor lo
hubiese detenido con invisible "control remoto"; como si lo hubiese
detenido para que sólo ellos se riesen.
Para Anacleto fueron momentos interminables. Cuando el
sudor inundaba su frente, el profesor hizo una pregunta que le cayó como un
baldazo de agua fría:
—¿Qué pasa, no recuerdas?
—No, profesor, no recuerdo —respondió con voz temblorosa.
Las jovencitas, al ver la situación de Anacleto complicada,
suplicaron en coro:
—¡No lo jale profesor, no lo jale!
El galán asediado, de nuevo, se rindió ante los ruegos de
las sinceras chiquillas. Palabra por palabra le dictó la respuesta y aconsejó
que estudiara.
Anacleto nunca olvidó esos instantes. Con la cabeza inclinada
y el once aprobatorio que le quemaba, salió avergonzado, escondiendo el
cuaderno entre sus ropas.
Afuera, junto a un tierno pino que, en aquél entonces, adornaba la entrada al colegio, los mejores esperaban con sus caras y sus
globos, ver salir a los "jalados".
Lo que faltaba
ERAN LAS DIEZ DE LA MAÑANA, los alumnos del colegio San José retornaban a sus aulas
luego de un reparador recreo. Ingresando por el portón principal, al lado
derecho, la Sala de Profesores permanecía abierta. Al frente y al costado de la
losa deportiva donde se jugaba básquet, fulbito y vóley, descansaban unas pesas
de, más o menos, diez kilos por lado. Desde el patio y los alares se escuchaba
un leve murmullo que provenía del salón del cuarto año, ubicado a la izquierda
de la losa deportiva.
Los alumnos de esta sección pasaban momentos de ocio; ¡el profesor del
curso se había reportado enfermo y no asistiría a clases! Algunos, sentados
sobre sus carpetas, charlaban. Otros, los más tranquilos, se dedicaban a
resolver tareas. Las chicas, en grupo, departían alegres. Patricio, Narciso y
Anastasio, miraban por la ventana del aula; ellos no estaban tranquilos, don
Eustaquio, el Director, se encargaría de reemplazarlo. Siempre era así. Don
Eustaquio era un profesor multifacético y, al parecer, no desaprovechaba
ocasión alguna para demostrarlo. Durante el año y cuando faltaba profesor en clase,
el Director lo sustituía y enseñaba inglés, matemática, historia, geografía,
física, química, zoología, Etc. de acuerdo a la especialidad del ausente y ni
qué decir de literatura ¡él era experto en ese tema! Pero, de pronto, surgió
una pregunta, ¿por qué nunca enseñó educación física? En todas las
especialidades había demostrado sapiencia, habilidad, dominio del tema, excepto
en educación física. Aunque, se detuvieron un poco, el profesor de educación
física nunca se había enfermado. En esos instantes, como adivinando
sus pensamientos, don Eustaquio se hallaba contemplando las pesas. Daba dos
pasos a la izquierda, otros dos a la derecha, de nuevo a la izquierda y otra
vez a la derecha.
Patricio, Narciso y Anastasio, sorprendidos
e incrédulos, se frotaron los ojos; pero al ver que todo era verdad, decidieron
apostar. Lamentablemente no había quien defienda al Director. Don Eustaquio era
un hombre delgado y aunque no era cojo, de vez en cuando caminaba apurando más
la pierna derecha y usaba los pantalones tan planchados y “pinganillas”, que
era fácil adivinar lo enclenques que podrían ser sus piernas.
—Ni siquiera lo va a intentar —afirmó
Patricio.
—Ya nos ha visto —Anastasio habló escondiendo la
cabeza.
—Tranquilos —sostuvo Narciso al ver que don
Eustaquio dejaba los libros que sostenía en la mano a un costado de las pesas.
Primero, don Eustaquio, pareció
dudar; pero después, se apretó el cinturón y ¡puf!, primer intento, ¡puf!,
segundo intento y ¡puf!; al tercer intento logró levantarlas hasta la altura de
sus pectorales.
Narciso, no aguantó más.
Agarrándose los cachetes con las dos manos, gritó con voz afeminada:
—¡Bravito, bravo, bravote!
Don Eustaquio soltó las pesas de
golpe, cogió sus libros del suelo y a toda prisa se dirigió al salón de clase
de donde había salido el grito burlón.
—Buenos días señores —dijo, acomodó sus libros en la
mesa, borró algunos garabatos de la pizarra y, cogiendo una tiza, ceremonioso,
anotó con letras mayúsculas: EL HOMBRE DE CRO—MAGNON.
Fue una de las clases magistrales
de don Eustaquio.
De las pesas, hasta ahora, nadie
sabe cómo aparecieron, ni cómo desaparecieron.
Amor
inseparable
REGRESABAN DE UNA HACIENDA cercana a Púsac, un caluroso y
paradisíaco lugar, donde habían pasado casi todo el día. El camión se
trasladaba, alegre, por el camino polvoriento. Los excursionistas, alumnos del
cuarto año del Colegio San José, iban en la en la carrocería del vehículo. Algunos, trepados en sus barandas de madera y
otros tirados sobre un colchón que, de cuando en cuando, rebotaba a
consecuencia de los baches de la carretera que Amaranto, chofer del camión,
trataba de sortear, asustando a los de las barandas quienes parecían jinetes
montados sobre mostrenco animal.
Adelante, Amaranto y el profesor tutor, iban en
envidiable compañía y amena conversación.
Juan Antonio y Domitila formaban viajaban sobre el
colchón. Más que festejar bromas y travesuras, ellos, conversaban al oído,
lejos del alboroto. Eran unos tórtolos. Hacía poco habían iniciado un romance y
no les interesaba más que su relación. Se besuqueaban y prometían amor eterno.
—Te quiero…Domitila… Mi corazón siempre será tuyo.
Ella se puso de costado y le miró a los ojos.
—Así lo creí yo —dijo con voz queda y echó a reír.
—¿Qué creíste? —preguntó Juan Antonio.
—Que tenías los ojos castaños. De lejos parecen negros.
—Eso es de lejos. Míralos cuanto quieras —Juan Antonio se sentía a gusto con ella. La atrajo
sobre su pecho y la besó, una y otra vez, diciéndole: —Te quiero, te quiero
tanto que si mil vidas tuviera gustoso las viviría contigo.
—Me parece haber escuchado antes lo que hablas, ¿no lo
dijo José Olaya, el héroe que murió fusilado?—preguntó Domitila agrandando los
ojos y poniendo la cara seria.
—Lo sé, lo sé —se apresuró a decir Juan Antonio y agregó:
—Quisiera ser tu héroe y dar la vida por ti.
—Y yo —afirmó Domitila—. Quisiera morir en tus brazos, si
es posible en este mismo instante.
Juan Antonio la abrazó con fuerza y otra vez unieron sus
labios.
El vehículo doblaba una curva serpenteante que orillaba
el río Marañón. Un aire fresco revoloteaba el cabello de los excursionistas. En
los cerros desérticos, se podían ver con claridad las espinas de los cactus y,
de trecho en trecho, piedras enormes y porosas de color marrón claro que le
daban al ambiente un aspecto desolador pero, a la vez, emocionante.
—Nadie, ¡nunca!, nos podrá separar —afirmó Juan Antonio.
—Lo juro —prometió Domitila—. Nadie, por ningún motivo,
nos podrá separar.
Con las narices, bocas y cuerpos pegados parecían
siameses.
Al poco rato, como si fuera a gritar a los cuatro vientos
su alegría por la promesa que le hiciera Domitila, Juan Antonio, se levantó,
separándose repentinamente de ella.
—¡Que pare el carro! —gritó—. ¡Que pare el carro!
—¿Qué pasa? —preguntó Moisés, uno de sus compañeros.
Juan Antonio le dijo algo al oído. Moisés golpeó fuerte
la carrocería del vehículo y también gritó: —¡Que pare el carro!
—¡Que pare el carro! —gritaron todos pensando que algo
grave sucedía.
Amaranto, al escuchar el griterío y los golpes, paró en
seco y bajó apresurado a ver lo que pasaba.
Ni bien se detuvo el camión, Juan Antonio, saltó por la
parte trasera y corrió en sentido contrario por la carretera, hasta llegar a
una gran piedra, a un costado del camino, donde desapareció.
Los excursionistas y el profesor tutor, desde el
vehículo, miraban preocupados a Juan Alberto; hasta que éste apareció caminando
despacio, de lo más tranquilo, con un gesto de satisfacción incomprensible.
Luego subió al camión y se sentó junto a Domitila.
—Fue una separación involuntaria —le explicó—. Lo nuestro
es y será un amor inseparable.
El vehículo continuó su marcha. Las bebidas heladas y los
mangos calientes que Juan Antonio había consumido esa mañana, le jugaron a su
estómago, poco romántico, una mala pasada.
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