Vistas de página en total

"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

lunes, 13 de enero de 2014

Narrativa: Jorge Antonio Chávez Silva, VETERANO DE GUERRA (cuento)

Acurrucado en el camión que lo llevaba a los cuarteles del ejército en Tumbes, Rómulo Díaz escuchada con nostalgia las quejumbrosas canciones que entonaban sus paisanos del campo. Eran endechas que hablaban de injustos sufrimientos seculares perpetrados contra los campesinos del Perú. En la carrocería iban apiñados e incómodos, paliando los sinsabores con el bolo de coca que inflaba sus carrillos, intercalando en sus conversaciones el temor que sentían ante lo desconocido que resultaba para ellos la instrucción para la guerra, justo cuando era casi seguro de que habría conflicto con el vecino del norte que reclamaba las provincias de Tumbes, Jaén y Maynas.


Miraba a través de las maderas de la carrocería el paisaje que pasaba raudo, tratando de descubrir un límite que lo tenía intrigado desde mucho antes: en dónde terminaba la sierra y empezaba la costa. Quería saber por experiencia propia cuál era la señal tangible de esta separación: algunos viejos que viajaban en las arrierías antes de que aparecieran los carros decían que era la calor en que se abrasaba la costa y el soplo salado del mar que amenazaba con reventar los pulmones de los serranos, la señal de que ya estaban en las bajerías de junto al mar. Otros afirmaban que era  la apariencia de los cristianos, porque los serranos somos más llenos y chaposos, mientras que los costeños parecían fantasmas de lo flacos y amarillos que eran. Y hasta habían algunos chistosos que decían que la señal estribaba en que si sale espuma cuando orinas, estás en la sierra, pero si todo lo que botas lo chupa de inmediato la tierra ya estás en los sedientos arenales de la costa.

Miraba el entorno tratando de captar el detalle indicador, pero el cansancio del viaje y el rumor quejumbroso de los tristes que entonaban los viajeros terminaron por sumergirlo en un sopor del que despertó cuando el camión navegaba por los arenales rumbo al norte. Los paisanos que iban cubiertos con sus ponchos tuvieron que sacarlos por el fuerte calor que hacía en ese diciembre del 40. Y, amontonados y trepados como pudieron  a las barandas, contemplaron asombrados la majestad inmensa del mar.

***
 Cuando Rómulo regresó al pueblo después de la campaña del Ecuador en 1941 venía premunido de un aura de héroe. Llegaba victorioso después de la guerra en donde, según narraba con lujo de detalles en las reuniones familiares, había participado en muchas escaramuzas como soldado, pero que la acción más importante  del Agrupamiento del Norte en el que militaba sucedió en la batalla de Zarumilla, hecho cruento que duró una semana, donde se batió como un verdadero celendino, logrando capturar una bandera del enemigo, que mostraba como colofón de los relatos que despertaban la admiración de cuantos lo escuchaban. Juraba que el mismo General Eloy Ureta los había felicitado al término de la guerra.

En reuniones de amigos, al abrigo de un buen cañazo, narraba confidencialmente lo buenas que fueron las monas con los gallardos soldados peruanos y juraba que no sabía si dejó  algún descendiente entre las tantas monas con las que anduvo en tierras ecuatorianas durante el conflicto. Entre risas afirmaba que las tales monas eran escasas de vello púbico  y que por eso las llamaban “peladitas” y cómo se morían por los peruanos.

Los domingos iba a misa de siete, vestido con su uniforme de licenciado con su casco francés modelo “Adrián” con la insignia del Inti sobre la visera, suscitando la admiración de los feligreses que sabían de su valentía en el conflicto, sobre todo en el asalto al puerto Bolívar completando la acción de los paracaidistas que se lanzaron desde los aviones sorprendiendo a los monos que no tuvieron otra opción más que la de huir dejando el armamento a merced de la infantería peruana. Fue una operación para el recuerdo que por primera vez se llevaba a cabo en América del Sur.

Lo gracioso del asunto  era que los monos estaban con sus cañones apuntando al mar pensando que el ataque peruano iba a venir en barcos, pero se dieron con la sorpresa de los comandos aerotransportados que los sorprendieron plenamente. Cuando él con su grupo de combate llegaron a la casa de una familia para ocuparla, los integrantes se sorprendieron de que hablaran castellano cuando la prensa de Quito y Guayaquil afirmaba que el Perú había contratado a soldados japoneses para pelear contra ellos.

También contó orgulloso como, antes de marchar a la batalla, todos juraban al unísono ¡Tumbes, Jaén y Maynas, ni de vainas! Y que era mentira que a los soldados les daban de comer pólvora antes de entrar en acción para dominar el miedo. Que muchos, especialmente los costeños, se orinaban de miedo antes de entrar a la batalla, pero los serranos, mas hechos al sufrimiento, una vez en medio de la metralla se olvidaban de todo y solo obedecían órdenes: ¡Adelante, al asalto, todos a matar monos, carajo! Y afirmaba, mostrando el pecho cubierto de arañazos, que las heridas recibidas no las sentías porque era algo así como  los toros bravos que no les duele por la furia y porque las recibes en caliente. Pero después cuando volvías al cuartel te dolían horrores porque tu furia homicida se había aplacado y te habías enfriado.

Cuando al término del conflicto los licenciaron victoriosos, el gobierno prometió que les darían una pensión de veteranos de guerra hasta el final de sus días y los hicieron inscribirse, con huella digital y todo, para que cobraran en sus pueblos de origen. Rómulo volvió a sus quehaceres en el molino de granos de su padre, esperando días, meses, años, la pensión prometida que nunca llegó, tenía vagas noticias que el dinero ya había sido girado pero se entrampaba en alguna oficina como la chamiza en los remolinos de los ríos y tendría que viajar, junto con otros veteranos para reclamar en Lima. Y entonces se acordó que aún no había descifrado el enigma que lo tenía intrigado ¿En dónde termina la sierra y empieza la costa?

***
 Ah, no, carajo, esta vez no le iba a suceder lo de la otra vez en que regresó a su pueblo, eso de dormirse hecho un talegón,  mecido por los baches de la carretera y arrullado por el sordo ronronear de la góndola. Esta vez lo descubriría para saber si era cierto lo que creía: que el indicio más visible era el verdor de las pencas que crecían a los costados de las carreteras. Las de la sierra eran gruesas y azules, llenas de espinas oscuras y estuvo comprobando, mientras descendían por el cañón del Jequetepeque, que su color iba cambiando, tornándose amarillento y escuálido hasta en los magueyes, pero cayó la noche y todo se hizo tinieblas impidiéndole ver el límite ansiado para saber en dónde empieza a calcinarse la tierra para formar los desiertos pardos y muertos por el que aceza la carretera como una serpiente negra que se arrastra a duras penas en el arenal.


El hecho de que llegara la noche ineluctable negándole el privilegio de descubrirlo le dio el aviso fatal de que viajaba vanamente en pos de la pensión prometida, que los ofrecimientos de los gobernantes en el Perú no se cumplen porque existen remolinos burocráticos en los que se enredan las asignaciones para el progreso de los pueblos junto con las pensiones de los veteranos de guerra, sin importar si fueron victoriosos o derrotados. Al final todos terminan perdiendo. Convencido de sus temores se bajó en la primera ciudad en donde se enteró que el viejo conflicto por el cual había peleado había recrudecido lo obligó a emprender el regreso a su pueblo con una dolorosa convicción: ¡Tumbes, Jaén, Maynas, y las pensiones de los veteranos, NI DE VAINAS!

0 comentarios:

Publicar un comentario

Chungo y batán Copyright © 2011 | Template created by O Pregador | Powered by Blogger