Acurrucado
en el camión que lo llevaba a los cuarteles del ejército en Tumbes, Rómulo Díaz
escuchada con nostalgia las quejumbrosas canciones que entonaban sus paisanos
del campo. Eran endechas que hablaban de injustos sufrimientos seculares
perpetrados contra los campesinos del Perú. En la carrocería iban apiñados e
incómodos, paliando los sinsabores con el bolo de coca que inflaba sus
carrillos, intercalando en sus conversaciones el temor que sentían ante lo desconocido
que resultaba para ellos la instrucción para la guerra, justo cuando era casi
seguro de que habría conflicto con el vecino del norte que reclamaba las
provincias de Tumbes, Jaén y Maynas.
Miraba
a través de las maderas de la carrocería el paisaje que pasaba raudo, tratando
de descubrir un límite que lo tenía intrigado desde mucho antes: en dónde
terminaba la sierra y empezaba la costa. Quería saber por experiencia propia
cuál era la señal tangible de esta separación: algunos viejos que viajaban en
las arrierías antes de que aparecieran los carros decían que era la calor en
que se abrasaba la costa y el soplo salado del mar que amenazaba con reventar
los pulmones de los serranos, la señal de que ya estaban en las bajerías de
junto al mar. Otros afirmaban que era la
apariencia de los cristianos, porque los serranos somos más llenos y chaposos,
mientras que los costeños parecían fantasmas de lo flacos y amarillos que eran.
Y hasta habían algunos chistosos que decían que la señal estribaba en que si sale
espuma cuando orinas, estás en la sierra, pero si todo lo que botas lo chupa de
inmediato la tierra ya estás en los sedientos arenales de la costa.
Miraba
el entorno tratando de captar el detalle indicador, pero el cansancio del viaje
y el rumor quejumbroso de los tristes que entonaban los viajeros terminaron por
sumergirlo en un sopor del que despertó cuando el camión navegaba por los
arenales rumbo al norte. Los paisanos que iban cubiertos con sus ponchos
tuvieron que sacarlos por el fuerte calor que hacía en ese diciembre del 40. Y,
amontonados y trepados como pudieron a
las barandas, contemplaron asombrados la majestad inmensa del mar.
***
Cuando Rómulo regresó al pueblo después de la
campaña del Ecuador en 1941 venía premunido de un aura de héroe. Llegaba
victorioso después de la guerra en donde, según narraba con lujo de detalles en
las reuniones familiares, había participado en muchas escaramuzas como soldado,
pero que la acción más importante del
Agrupamiento del Norte en el que militaba sucedió en la batalla de Zarumilla,
hecho cruento que duró una semana, donde se batió como un verdadero celendino,
logrando capturar una bandera del enemigo, que mostraba como colofón de los
relatos que despertaban la admiración de cuantos lo escuchaban. Juraba que el
mismo General Eloy Ureta los había felicitado al término de la guerra.
En
reuniones de amigos, al abrigo de un buen cañazo, narraba confidencialmente lo
buenas que fueron las monas con los gallardos soldados peruanos y juraba que no
sabía si dejó algún descendiente entre
las tantas monas con las que anduvo en tierras ecuatorianas durante el
conflicto. Entre risas afirmaba que las tales monas eran escasas de vello
púbico y que por eso las llamaban
“peladitas” y cómo se morían por los peruanos.
Los
domingos iba a misa de siete, vestido con su uniforme de licenciado con su
casco francés modelo “Adrián” con la insignia del Inti sobre la visera,
suscitando la admiración de los feligreses que sabían de su valentía en el
conflicto, sobre todo en el asalto al puerto Bolívar completando la acción de
los paracaidistas que se lanzaron desde los aviones sorprendiendo a los monos
que no tuvieron otra opción más que la de huir dejando el armamento a merced de
la infantería peruana. Fue una operación para el recuerdo que por primera vez
se llevaba a cabo en América del Sur.
Lo
gracioso del asunto era que los monos
estaban con sus cañones apuntando al mar pensando que el ataque peruano iba a
venir en barcos, pero se dieron con la sorpresa de los comandos aerotransportados
que los sorprendieron plenamente. Cuando él con su grupo de combate llegaron a
la casa de una familia para ocuparla, los integrantes se sorprendieron de que
hablaran castellano cuando la prensa de Quito y Guayaquil afirmaba que el Perú
había contratado a soldados japoneses para pelear contra ellos.
También
contó orgulloso como, antes de marchar a la batalla, todos juraban al unísono
¡Tumbes, Jaén y Maynas, ni de vainas! Y que era mentira que a los soldados les
daban de comer pólvora antes de entrar en acción para dominar el miedo. Que
muchos, especialmente los costeños, se orinaban de miedo antes de entrar a la
batalla, pero los serranos, mas hechos al sufrimiento, una vez en medio de la
metralla se olvidaban de todo y solo obedecían órdenes: ¡Adelante, al asalto,
todos a matar monos, carajo! Y afirmaba, mostrando el pecho cubierto de
arañazos, que las heridas recibidas no las sentías porque era algo así como los toros bravos que no les duele por la furia
y porque las recibes en caliente. Pero después cuando volvías al cuartel te
dolían horrores porque tu furia homicida se había aplacado y te habías
enfriado.
Cuando
al término del conflicto los licenciaron victoriosos, el gobierno prometió que
les darían una pensión de veteranos de guerra hasta el final de sus días y los
hicieron inscribirse, con huella digital y todo, para que cobraran en sus
pueblos de origen. Rómulo volvió a sus quehaceres en el molino de granos de su
padre, esperando días, meses, años, la pensión prometida que nunca llegó, tenía
vagas noticias que el dinero ya había sido girado pero se entrampaba en alguna
oficina como la chamiza en los remolinos de los ríos y tendría que viajar,
junto con otros veteranos para reclamar en Lima. Y entonces se acordó que aún
no había descifrado el enigma que lo tenía intrigado ¿En dónde termina la
sierra y empieza la costa?
***
Ah, no, carajo, esta vez no le iba a suceder
lo de la otra vez en que regresó a su pueblo, eso de dormirse hecho un talegón, mecido por los baches de la carretera y
arrullado por el sordo ronronear de la góndola. Esta vez lo descubriría para
saber si era cierto lo que creía: que el indicio más visible era el verdor de
las pencas que crecían a los costados de las carreteras. Las de la sierra eran
gruesas y azules, llenas de espinas oscuras y estuvo comprobando, mientras
descendían por el cañón del Jequetepeque, que su color iba cambiando, tornándose
amarillento y escuálido hasta en los magueyes, pero cayó la noche y todo se
hizo tinieblas impidiéndole ver el límite ansiado para saber en dónde empieza a
calcinarse la tierra para formar los desiertos pardos y muertos por el que
aceza la carretera como una serpiente negra que se arrastra a duras penas en el
arenal.
El
hecho de que llegara la noche ineluctable negándole el privilegio de
descubrirlo le dio el aviso fatal de que viajaba vanamente en pos de la pensión
prometida, que los ofrecimientos de los gobernantes en el Perú no se cumplen
porque existen remolinos burocráticos en los que se enredan las asignaciones
para el progreso de los pueblos junto con las pensiones de los veteranos de
guerra, sin importar si fueron victoriosos o derrotados. Al final todos
terminan perdiendo. Convencido de sus temores se bajó en la primera ciudad en
donde se enteró que el viejo conflicto por el cual había peleado había
recrudecido lo obligó a emprender el regreso a su pueblo con una dolorosa
convicción: ¡Tumbes, Jaén, Maynas, y las pensiones de los veteranos, NI DE
VAINAS!
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