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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

miércoles, 29 de enero de 2014

El atardecer del siglo veinte, Javier Garvich



Los setentas fueron la década límite de la mayoría de las utopías. Acababa la Década Prodigiosa y en sus brazos el mu8ndo se lanzó a la lucha final. Unos derribando dictaduras, otros peleando con sus propios demonios, todos desafiando la rutina y la mediocridad, todos experimentando en esa mitificada explosión multicolor de ideas y sensaciones que se nos hace tan, pero tan lejana. Los sesentas terminaron siendo el final de un divertido viaje hacia lo que se creía era la libertad: una provincia hecha de certezas, espejismos y alucinaciones. Una vertiginosa sucesión de puertas, cada una más excitante que la otra, que nos llevaba a paraísos e infiernos de los cuales siempre salíamos más impresionados, más jocundos. Sea el Vietcong entrando en Saigón o el trágico final de Allende en Chile, ambos hechos formaban parte de una inexorable cadena a mundos cada vez mejores. Suena cursi decirlo, pero en aquellos días en casi todos habitaba la esperanza.


La música pop siguió integrando las más diversas experiencias y, desde la India hasta Jamaica, se enriqueció catando las viandas sonoras de otras latitudes. El teatro se había abierto totalmente a las calles y la creación colectiva alcanzaba la mayoría de edad. La literatura había roto el canon eurocéntrico y buscaba otras sensibilidades sea en Hispanoamérica o el Japón, sea en la interpelación llana y coloquial de nuestras vidas cotidianas. Jóvenes cineastas continuaban la tarea de fabricar nuevos lenguajes e imágenes, incluso en el corazón del mismo Hollywood. Las ciencias sociales habían salido de su cáscara académica y ya eran la primera trinchera de la crítica al sistema. ¿Quién podía decir toda esta vitalidad acabaría?

Y confiados en esa alegre ruta de sindicatos clasistas y canción protesta, viviendo felices en nuestras furgonetas Volkswagen (reales o imaginarias), aspirando las esencias de las hierbas mágicas, soñando con viajar por el planeta como quien cruza una esquina y entra a la casa de un amigo; apenas percibimos el crepúsculo, ignoramos que –según las leyes de la física y la política- todo tiene un final.

Alguien apagó la luz. Y, como después de una terrible resaca, nos levantamos todos débiles y perdidos, sin energías para detener a los esquiroles que levantaban la mesa y se llevaban nuestras botellas y ceniceros. Quisimos volver a salir al mundo y las puertas estaban selladas y las que se abrían dieron a desconocidos vacíos de los que nunca se regresaba. Ni las drogas, ni la política ni la juventud volvieron a ser las mismas. Ya no quedaba ni la rabia y, por cursi que vuelva a sonar, tampoco quedaba la esperanza. Terminaba el ocaso y, detrás de ese bellísimo sundown de los años setenta, solo quedó una noche cada vez más negra, cada vez más triste.

Han pasado más de treinta años y vivimos en otro mundo. L caída del Muro de Berlín, la desilusión de varias izquierdas (desde la socialdemocracia europea hasta el capitalismo chino con nombre de comunismo), el tremendo cambio de las nuevas tecnologías, la globalización económica, la civilización del espectáculo, la burbuja financiera…, la gran crisis, la plutocracia árabe, el auge de una Latinoamérica desarrollista pero tremendamente desigual. Y la literatura en decadencia y derrota.

Hemos visto el atardecer del siglo veinte. Pero no vemos aurora. El siglo XXI parece nacer en tinieblas, para que no se vea la hipocresía y la corrupción de unas nuevas élites bastantes más ignorantes y obscenas, la criminalización de genuinos movimientos ciudadanos. Este va a ser un siglo difícil.

Quien mejor retrata la trayectoria final del siglo XX es Roberto Bolaño. Los detectives salvajes, la mejor novela hispanoamericana desde El amor en tiempo del cólera, refleja ese proceso de desilusiones y experimentos perdidos, pero de igual desafío a la injusticia y la corrupción de una clase dominante que juega con fuego, o sea el caudillismo populachero.

No sé si vivamos en un mundo mejor. No sé si mejor será rescatar nuestra vieja camioneta Volkswagen y seguir viajando entre el buen rock, marihuana y libertad sexual. No, en los tiempos de hoy ya no existe eso. Triunfa el mito del Ferrari inalcanzable, la música domesticada por los medios y las drogas sintéticas y aburridas. Y el internet como callejón de salida donde no sé cómo regresar al siglo XX o sobrevivir en el XXI.

Pero quiero amanecer. Tenemos derecho.

Javier Garvich (derecha) / Gremio de Escritores del Perú / Tarma 2013

Javier Garvich (Lima, 1965) Sociólogo, cursó estudios en la Pontificia Universidad Católica de Lima. Ejerció el magisterio en la Escuela Superior de Periodismo Bauzate y Meza y en la entonces Escuela de Teatro de la Universidad Católica. Fue fundador y después director de Quipu, la primera revista cultural para inmigrantes peruanos en España. Ha colaborado con diversos periódicos capitalinos, con artículos sobre cultura y política internacional. Actualmente es editor de la Revista Peruana de Literatura y tiene a su cargo el blog “El lápiz y el martillo” (http:/lapizymartillo.blogspot.com).


Fuente: Revista Altares
Director José Juan Crispín Ramos

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