Los setentas fueron la década límite de la mayoría de las utopías. Acababa
la Década Prodigiosa y en sus brazos el mu8ndo se lanzó a la lucha final. Unos
derribando dictaduras, otros peleando con sus propios demonios, todos
desafiando la rutina y la mediocridad, todos experimentando en esa mitificada
explosión multicolor de ideas y sensaciones que se nos hace tan, pero tan
lejana. Los sesentas terminaron siendo el final de un divertido viaje hacia lo
que se creía era la libertad: una provincia hecha de certezas, espejismos y
alucinaciones. Una vertiginosa sucesión de puertas, cada una más excitante que
la otra, que nos llevaba a paraísos e infiernos de los cuales siempre salíamos
más impresionados, más jocundos. Sea el Vietcong entrando en Saigón o el
trágico final de Allende en Chile, ambos hechos formaban parte de una
inexorable cadena a mundos cada vez mejores. Suena cursi decirlo, pero en
aquellos días en casi todos habitaba la esperanza.
La música pop siguió integrando las más diversas experiencias y, desde la
India hasta Jamaica, se enriqueció catando las viandas sonoras de otras
latitudes. El teatro se había abierto totalmente a las calles y la creación
colectiva alcanzaba la mayoría de edad. La literatura había roto el canon
eurocéntrico y buscaba otras sensibilidades sea en Hispanoamérica o el Japón,
sea en la interpelación llana y coloquial de nuestras vidas cotidianas. Jóvenes
cineastas continuaban la tarea de fabricar nuevos lenguajes e imágenes, incluso
en el corazón del mismo Hollywood. Las ciencias sociales habían salido de su
cáscara académica y ya eran la primera trinchera de la crítica al sistema.
¿Quién podía decir toda esta vitalidad acabaría?
Y confiados en esa alegre ruta de sindicatos clasistas y canción protesta,
viviendo felices en nuestras furgonetas Volkswagen (reales o imaginarias),
aspirando las esencias de las hierbas mágicas, soñando con viajar por el
planeta como quien cruza una esquina y entra a la casa de un amigo; apenas
percibimos el crepúsculo, ignoramos que –según las leyes de la física y la
política- todo tiene un final.
Alguien apagó la luz. Y, como después de una terrible resaca, nos
levantamos todos débiles y perdidos, sin energías para detener a los esquiroles
que levantaban la mesa y se llevaban nuestras botellas y ceniceros. Quisimos
volver a salir al mundo y las puertas estaban selladas y las que se abrían
dieron a desconocidos vacíos de los que nunca se regresaba. Ni las drogas, ni
la política ni la juventud volvieron a ser las mismas. Ya no quedaba ni la rabia
y, por cursi que vuelva a sonar, tampoco quedaba la esperanza. Terminaba el
ocaso y, detrás de ese bellísimo sundown de los años setenta, solo quedó una
noche cada vez más negra, cada vez más triste.
Han pasado más de treinta años y vivimos en otro mundo. L caída del Muro de
Berlín, la desilusión de varias izquierdas (desde la socialdemocracia europea hasta
el capitalismo chino con nombre de comunismo), el tremendo cambio de las nuevas
tecnologías, la globalización económica, la civilización del espectáculo, la
burbuja financiera…, la gran crisis, la plutocracia árabe, el auge de una
Latinoamérica desarrollista pero tremendamente desigual. Y la literatura en
decadencia y derrota.
Hemos visto el atardecer del siglo veinte. Pero no vemos aurora. El siglo
XXI parece nacer en tinieblas, para que no se vea la hipocresía y la corrupción
de unas nuevas élites bastantes más ignorantes y obscenas, la criminalización
de genuinos movimientos ciudadanos. Este va a ser un siglo difícil.
Quien mejor retrata la trayectoria final del siglo XX es Roberto Bolaño.
Los detectives salvajes, la mejor novela hispanoamericana desde El amor en
tiempo del cólera, refleja ese proceso de desilusiones y experimentos perdidos,
pero de igual desafío a la injusticia y la corrupción de una clase dominante
que juega con fuego, o sea el caudillismo populachero.
No sé si vivamos en un mundo mejor. No sé si mejor será rescatar nuestra
vieja camioneta Volkswagen y seguir viajando entre el buen rock, marihuana y
libertad sexual. No, en los tiempos de hoy ya no existe eso. Triunfa el mito
del Ferrari inalcanzable, la música domesticada por los medios y las drogas
sintéticas y aburridas. Y el internet como callejón de salida donde no sé cómo
regresar al siglo XX o sobrevivir en el XXI.
Pero quiero amanecer. Tenemos derecho.
Javier Garvich (derecha) / Gremio de Escritores del Perú / Tarma 2013 |
Javier
Garvich (Lima, 1965) Sociólogo, cursó estudios en la
Pontificia Universidad Católica de Lima. Ejerció el magisterio en la Escuela Superior
de Periodismo Bauzate y Meza y en la entonces Escuela de Teatro de la
Universidad Católica. Fue fundador y después director de Quipu, la primera
revista cultural para inmigrantes peruanos en España. Ha colaborado con
diversos periódicos capitalinos, con artículos sobre cultura y política internacional.
Actualmente es editor de la Revista Peruana de Literatura y tiene a su cargo el
blog “El lápiz y el martillo” (http:/lapizymartillo.blogspot.com).
Fuente: Revista Altares
Director José Juan Crispín Ramos
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