por Esteban Rodriguez (*)
“Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos.”
José Carlos Mariátegui, p. 162 PP
“Los verdaderos revolucionarios, no proceden nunca como si la historia empezara con ellos.”
José Carlos Mariátegui, p. 162 PP
1. Rompecabezas para la
escena contemporànea
La obra de Josè
Carlos Mariàtegui es una obra que se fue escribiendo pacientemente, durante no
muchos años, a través de una prolífica labor periodística De hecho sus libros,
que no fueron demasiados, no son sino la compilación de aquellos artículos destinados a la prensa diaria. Artículos muchos de ellos, escritos a larga
distancia, como corresponsal, durante los viajes por Europa que se vio obligado
a realizar como consecuencia de un exilio forzoso que le tocaría vivir después de militar la huelga general de 1919 que terminara con la caída del presidente
de Perú, Josè Pardo, y de promover la reforma universitaria ese mismo año.
Los libros de Mariátegui
se escribieron con muchos libros, con la lectura atenta de los libros que
estaban conmoviendo a la escena contemporánea, reseñando, para revistas y
periódicos, los libros que se convertirían en los textos de la época.
Digiriendo libros de política o filosofía, pero también de literatura y teatro.
Mariátegui era una máquina de leer y pensar en voz alta, o sea, de escribir lo
que le estaba pasando con aquellas lecturas que lo iban emocionando.
La teoría marateguiana, se
se puede hablar en estos términos –nosotros creemos que sí- no es sino un
rompecabezas que hay que armar con paciencia compilando notas dichas aquí y
allá, reuniendo su correspondencia o sus intervenciones públicas.
En este ensayo hablaremos
del problema del mito, el lugar que tiene el mito en la obra de Mariátegui, el
papel que le asigna en la política. Pero para que se comprenda, permítasenos
hacer un extenso rodeo que, nos parece, se justifica para entender lo que
estaba en juego, la importancia que tenía este artefacto en la construcción del
cambio social.
2. La cuestión nacional: Peruanizar el Perú.
La nación, es el punto de partida de Mariátegui. La pregunta por el cambio social es una pregunta que apunta al cambio nacional. El cambio social está supeditado al cambio nacional. En otras palabras: la pregunta por el socialismo es una pregunta por el Perú. Hay que “peruanizar el Perú”, esa era una de sus frases favoritas pero también el nombre que escogió para uno de sus libros. Se trata de una consigna que no habría que apresurarse a entender como un salto hacia atrás (como sostenía el pasadismo o el tradicionalismo); lo que tampoco significa que se esté proponiendo dar un salto hacia adelante, que haya que huir al futuro (como auspicia el futurismo o el socialismo internacionalista tan en boga por aquellos años).
Como veremos más adelante, el significado de esta consigna supone una articulación entre duraciones contradictorias. De allí que el cambio nacional del que habla Mariátegui no tenga nada que ver con el nacionalismo militado por la derecha, por aquellos sectores de la burguesía criolla que encuentran en la “patria” la oportunidad de desplazar lo social a un segundo plano. Al contrario, para Mariátegui, la nación será la oportunidad de actualizar la cuestión social, de ponerla de una buena vez sobre el tapete.
Pero, ¿por qué la pregunta por el socialismo es una pregunta por el Perú? Y la respuesta no se hace esperar: Porque Perú depende de los países capitalistas centrales, porque la economía del Perú está atada a la economía de los países imperialistas. Es decir, para comprender lo que significa el Perú para el socialismo, hay que comprender la trama económica del Perú. Dice Maríategui: “No es posible comprender la realidad peruana sin buscar y sin mirar el hecho económico.” (p. 83 PP)
Como se puede ver, para Mariátegui, la cuestión nacional no es una cuestión moral, sino una cuestión económica. Producir el cambio nacional es producir un cambio económico. El nombre de ese cambio es la “liberación nacional”.
Comprender la realidad peruana significa operar sobre la realidad profunda, buscar intervenir más allá de la superficie de las cosas, actuar sobre el entramado económico, es decir, sobre la estructura colonial, la dependencia económica del Perú:
“La economía del Perú es una economía colonial. Sus movimientos, su desarrollo, están subordinados a los intereses y a las necesidades de los mercados de Londres y de Nueva York. Estos mercados miran en el Perú un depósito de materias primas y una plaza para sus manufacturas. La agricultura peruana obtiene, por eso, créditos y transportes sólo para los productos que puede ofrecer con ventaja en los grandes mercados. Las finanzas extranjeras se interesan un día por el caucho, otro día por el algodón, otro día por el azúcar. (…) Nuestros latifundistas, nuestros terratenientes, cualesquiera sean las ilusiones que se hagan de su independencia, no actúan en realidad, sino como intermediarios o agentes del capitalismo extranjero.” (p. 130 PP)
Comprender la estructura económica del Perú, advertir su ordenación colonial, es tener en cuenta el carácter local, las circunstancias históricas particulares con las que tiene que medirse el socialismo peruano: una economía financiada en función de las necesidades de
la economía capitalista extranjera que importa materia prima (importaciones visibles) y remesas (importaciones invisibles) y exportan sus manufacturas.
De allí que para Mariátegui, la cuestión nacional, no sea una cuestión menor, que aporta pintoresquismo a la lucha de clases, que vuelve excéntricos a sus actores. La cuestión nacional es el nudo mismo de la lucha de clases, su originalidad, al menos en esta etapa o en esas circunstancias. ¿Por qué? Por dos cosas. Primero, porque la cuestión nacional remite a las tareas pendientes que tienen que ver con la sobrevivencia del feudalismo, y segundo porque actualiza repertorios que anticipaban las tareas que se impone el socialismo hoy día: el comunismo o la apropiación colectiva de la naturaleza.
Como en un juego de espejos las preguntas nos llevan a otras preguntas. Si la pregunta por el socialismo es la pregunta por el Perú será porque ésta es una pregunta que remite a la pregunta por la tierra y ésta otra, a su vez, apunta al indio. En definitiva, la pregunta por el socialismo en Perú no puede responderse más allá del indio, no puede prescindir del campesinado de raíz incaica. Pero vayamos por parte.
3. El problema del indio: la cuestión agraria.
Para Mariátegui, el indio, la pregunta por el indio, no es tampoco una cuestión moral, una pregunta que se resuelva apelando a la educación, sino que constituye otra pregunta que recala en las relaciones de producción, en la manera en que los hombres se apropian de la naturaleza, o sea, es una pregunta por la tierra. El indio no es una raza inferior (analfabeta, bárbara o incivilizada), sino un pueblo explotado que ha sido despojado de la tierra y, en cierta medida, de las costumbres que se modelaron alrededor de la tierra. Y decimos en “cierta medida” porque como enseguida se verá, muchas de las formas de vida que componen sus costumbres subsisten en la vida cotidiana resguardada en los pequeños grupos.
Si no se trata de un problema moral, la solución no hay que buscarla en una receta humanitaria; “no puede ser la consecuencia de un movimiento filantrópico” (p. 45 PP), no hay que buscarla en fórmulas abstractas, compasivas y piadosas. La solución es social, y serán los mismos indígenas los que deban ocuparse de responder semejante cuestión. En otras palabras: el protagonismo de la acción colectivo en Perú hay que buscarlo al interior del movimiento indígena que es un movimiento campesino.
Plantear el socialismo haciendo hincapié en la cuestión agraria, significa volver sobre el feudalismo que, en el Perú, significan otras tres cosas: Latifundio (en las relaciones económicas), gamonalismo (en las relaciones políticas) y servidumbre (en las relaciones sociales).
La colonia trajo el feudalismo y con ello se desorganizó y aniquiló la economía agraria incaica, destruyendo muchas de sus instituciones. En su lugar, el colonialismo implantó un régimen de despoblación a través del esclavizamiento y la persecución. La mita, que era la forma particular que asumía laesclavitud en el Perú colonial, fue la institución através de la cual se organizó la explotación de las minas. Con la mita el indio fue arrancado de su suelo y de sus costumbres o, al menos eso fue lo que se intentó una y otra vez. Porque, como dice Mariátegui, “la comunidad sobrevivirá, pero dentro de un régimen de servidumbre.” (p. 61 SE) Al interior del núcleo familiar, bajo el ropaje de instituciones primarias, tal vez como estrategias de sobrevivencia, continuaron subsistentes sus principales factores constitutivos, se preservaron las instituciones comunitarias como el ayllu, conservando incluso su carácter idiosincrásico.
Incluso la independencia del Perú respecto de la Colonia, la revolución política, dejará indemnes las relaciones feudales. En nombre de postulados liberales se volvía a atacar a la “comunidad”. Si bien se abolía formalmente la mita, al dejar intacto el poder de los terratenientes y la fuerza de la propiedad feudal, se perpetuaban las desigualdades sociales. Con todo, la república, lejos de acabar con el latifundio,lo consolidó, le dio nuevos sustentos formales a través de la sanción del código civil, una legislación que, cuando individualizaba la propiedad privada, cuando impedía la tenencia colectiva de la tierra, estaba perpetuando en el tiempo los términos de las relaciones de producción de la época feudal. En efecto, la solución liberal (fraccionar la tierra para crear propiedad privada) al no tener en cuenta la particularidad de los pueblos originarios (“el comunismo incaico”) y sus condiciones, estaba impidiendo la apropiación colectiva de la tierra, es decir, estaba garantizando la pauperización de estos campesinos ya de por sí empobrecidos por el régimen colonial, y, por añadidura estaba garantizando también la venta de la tierra a los patrones con quienes seguirían manteniendo relaciones clientelares.
Para decirlo con las palabras de Mariátegui:
“El liberalismo de la legislación republicana, inerte ante la propiedad feudal, se sentía activo solo ante la propiedad comunitaria. Si no podía nada contra el latifundio, podía mucho contra la comunidad. En un pueblo de tradición comunista, disolver la comunidad no servía a crear la pequeña propiedad. (…) Destruir las comunidades no significaba convertir a los indígenas en pequeños propietarios y ni siquiera en asalariados libres, sino entregar sus tierras a los gamonales y a su clientela.” (p. 70 SE)
De ahí en más, el latifundio “evolucionará” en dos direcciones opuestas. En la costa, hacia la industrialización del campo; y en la sierra, oponiéndose a la economía capitalista. Sin embargo, en cualquiera de las dos circunstancias, la servidumbre, ahora bajo nuevos ropajes, seguía siendo el dato central para organizar las relaciones de producción: En la costa a través del yaconazgo (donde los frutos de la tierra se dividían en partes iguales, en el mejor de los casos, entre propietarios y campesinos) y, en la sierra, a través del enganche (donde se privaba directamente al campesino del derecho de disponer de su persona y su trabajo hasta tanto no satisfaga las obligaciones contraídas con el patrón-propietario).
Pero si se explora “la realidad profunda del Perú”, sobre todo la sierra, se descubre enseguida instituciones supérstites de un orden que se considera superado con la independencia. Por eso, dice Mariátegui, en el Perú, el Estado controla una parte de la población. “Sobre la población indígena su autoridad pasa por intermedio y el arbitrio del gamonalismo.” (p.124 PP)
En definitiva, lo que está señalando Mariátegui cuando insiste que hay que peruanizar el Perú, cuando señala que el marxismo no puede perder de vista las particulares circunstancias de explotación, que tiene que hacerse cargo de la cuestión agraria, lo que está diciendo es que el protagonista de la acción colectiva, el sujeto revolucionario, hay que buscarlo al interior del campesinado, entre las experiencias indígenas, que es por otro lado, el lugar donde gravita todavía, a pesar de todo (del feudalismo local y el capitalismo extranjero) el futuro buscado por los socialistas: el comunismo.
4. El mito: polarizar (la sociedad) y juntar (al campesinado)
Ahora bien, si la respuesta a semejantes interrogantes hay que buscarlo en el indio, si el motor de la lucha de clases en Perú involucra al campesinado indígena, la pregunta que se impone ahora será ¿cómo polarizar la sociedad, cómo transformar las desigualdades en una lucha, cómo politizar al campesinado, cómo transformar la clasificación en acción, cómo pasar de las clases teóricas (las clases en el papel) a las clases reales (al papel de las clases)? La pregunta es central porque una de las características también del campesinado peruano es su dispersión, no tiene espacios de encuentros o estos se fueron desandando a través del gamonalismo y el latifundio. Para decirlo con las palabras del manifiesto de Amauta, publicado en septiembre del 1926: ¿Cómo producir y precipitar los fenómenos de la polarización (lucha) y la concentración (identificación)? (p. 238 IP)
La repuesta a estas otras preguntas hay que buscarlas en el mito. El mito será aquello que parte la sociedad en dos y religa a las masas al mismo tiempo. El mito será la oportunidad de juntar al campesinado-indígena tomando como punto de partida sus propias trayectorias, es decir, haciendo hincapié en el comunismo arcaico, en sus propias costumbres en común. Juntando y emocionando desde el reconocimiento en sus prácticas (ritos asociativos), en la identificación con sus propios repertorios previos y luego articulándolas con el marxismo práctico.
Indigenismo y socialismo, nacionalismo e internacionalismo, no son términos separados y separables, experiencias contradictorias, sino prácticas susceptibles de ser articuladas, que hay que aprender a mestizar también, a sintetizar. Como dice Mariátegui, Perú exige “un gran trabajo de síntesis” (p. 33 PP) “Tenemos el deber de no ignorar la realidad nacional; pero tenemos también el deber de no ignorar la realidad mundial. El Perú es un fragmento de un mundo que sigue una trayectoria solidaria.” (p. 38 PP)
Y el mito, la experiencia mítica, crea las condiciones subjetivas o anímicas para realizar semejante empresa. En eso consiste la originalidad de Perú, el desafío con el que se midió Mariátegui, su apuesta política y moral.
Pero para comprender el papel que desempeñó el mito en la lucha de clases, en la transfiguración del conflicto, no se puede perder de vista la importancia que tuvo la obra de Georges Sorel en general en la formación de Mariátegui. Y en segundo lugar, no hay que dejar de tener en cuenta el papel que jugo la Gran Guerra, consecuencias que Mariátegui pudo corroborar en carne propia en su larga estancia por Europa. Veamos por separado cada una de estos factores que jugaron en Mariátegui, para luego después detenernos a revisar las dos funciones que le caben al mito según Mariátegui: El mito como articulador y movilizador del indio en la lucha por la liberación nacional y la lucha por la tierra; y el mito como articulador de
duraciones contradictorias, la síntesis tensa entre loselementos arcaicos o locales (el comunismo incaico) y los elementos modernos o internacionales (el comunismo marxista).
5. La influencia de Sorel, otro maldito del marxismo.
Permítasenos citar extensamente las páginas donde Mariátegui reconoce los aportes de Sorel al marxismo, en una época en donde citar a Sorel, era sospechoso, toda vez que aparecía en boca de los fascistas en Italia; y además porque Sorel se propuso reescribir el marxismo sino desde la derecha, por lo menos desde tradiciones ajenas al materialismo dialéctico. Vaya por caso el cristianismo tan citado por Sorel en “La ruina del mundo antiguo”, o el vitalismo de Bergson, o el pragmatismo de Williams James, el asociacionismo de Durkheim, el relativismo de Nietzsche, el papel que desempeñan las imágenes de Le Bon, el papel que tienen las fuerzas morales de Renan o la centralidad de la historia de Vico. Vayamos a las páginas de “Defensa del marxismo”:
“La verdadera revisión del marxismo, en el sentido de renovación y continuación de la obra de Marx, ha sido realizada, en la teoría y en la práctica, por otra categoría de intelectuales revolucionarios. Georges Sorel, en estudios que separan y distinguen lo que en Marx es esencial y sustantivo, de lo que es formal y contingente, representó en los dos primeros decenios del siglo actual, más acaso que la reacción del sentimiento clasista de los sindicatos, contra la degeneración evolucionista y parlamentarista del socialismo, el retorno a la concepción dinámica y revolucionaria de Marx y su inserción en la nueva realidad intelectual y orgánica. A través de Sorel, el marxismo asimila los elementos y adquisiciones sustanciales de las corrientes filosóficas posteriores a Marx. Superando las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época, Sorel encuentra en Bergson y los pragmatistas ideas que vigorizan el pensamiento socialista, restituyéndolo a la misión revolucionaria de la cual lo había gradualmente alejado el aburguesamiento intelectual y espiritual de los partidos y de sus parlamentarios, que se satisfacían en el campo filosófico, con el historicismo más chato y el evolucionismo más pávido. La teoría de los mitos revolucionarios, que aplica al movimiento socialista, la experiencia de los movimientos religiosos, establece las bases de una filosofía de la revolución profundamente impregnada de realismo psicológico y sociológico, a la vez que anticipa a las conclusiones del relativismo contemporáneo, tan caras a Henri de Man. La reivindicación del sindicato, como factor primordial de una conciencia genuinamente socialista y como institución característica de un nuevo orden económico y político señala el renacimiento de la idea clasista sojuzgada por las ilusiones democráticas del período de apogeo del sufragio universal, en el que retumbó magnífica la elocuencia de Jaurés. Sorel estableció el rol histórico de la violencia, es el continuador más vigoroso de Marx en ese período de parlamentarismo socialdemocrático cuyo efecto más evidente fue, en la crisis revolucionaria post-bélica, la resistencia psicológica e intelectual de los líderes obreros a la toma del poder a que empujaban las masas. La ¡Reflexiones sobre la violencia’ parecen haber influido decisivamente en la formación mental de dos caudillos tan antagónicos como Lenin y Mussolini.” (p. 16/7 DM)
Mariátegui vuelve sobre Sorel porque entiende la promesa que encierra el mito para el marxismo, porque comprende el papel que puede jugar en el desarrollo de la acción colectiva, más aún en una sociedad como Perú, donde los campesinos se encuentran
dispersos.
Recordemos que para Sorel, el mito son imágenes fuerzas que evocan los sentimientos. El mito es como un imán, una energía que, cuando magnetiza, atrae las partículas. Tres son las características que definen al mito para Sorel. La primera de ellas es la religión. El mito religa, identifica, crea lazos sociales, junta lo que está separado. La segunda función es polarización social, es decir, separa aquello que se presenta como idéntico. Y la tercera función es la movilización, es decir, aquello que se identificó, separadamente del otro, se dirigirá contra este. Al mismo tiempo, el mito político, en tanto duración, es aquello que se opone a la historia. El mito, decía Sorel, nos saca de la historia pero, antesque para mantenernos fuera de ella (como el fetiche o el tiempo fetichizado) para volver a ingresar a ella con otro ímpetu. El mito corta el tiempo en dos, para henchirnos de pasión.
Cuando Sorel estaba pensando en un mito político para el marxismo tenía en mente la experiencia de la huelga general. La huelga es la mejor pedagogía para el marxismo. La huela general junta a los trabajadores, los inspira, los entusiasma, los funde en la lucha. Pero al mismo tiempo, la huelga general parte a la sociedad en dos. A través de la huelga el proletariado puede advertir quiénes quedan de un lado y quienes del otro. Con la huelga, el trabajador puede darse cuenta de que no está sólo y también de que no todos ocupan el mismo lugar en la sociedad. Pero al mismo tiempo, la huelga es aquello que corta la historia en dos. Hay una etapa que quedó atrás y otra que se inaugura con la intervención directa. Por eso la huelga era la salida catastrófica al desarrollo ordenado del progreso.
En definitiva, para Sorel, toda toma de consciencia está supeditada a una toma de cuerpo. El pasaje del conflicto a la lucha, de la clasificación a la acción colectiva no es un pasaje espontáneo, pero tampoco algo que se explica en los aportes que desde el exterior realiza la vanguardia iluminada. El pasaje no se explica en la organización por parte de los intelectuales, sino en la propia dinámica que se inaugura con la lucha por parte de los mismos trabajadores. El pasaje no es racional sino violento, es decir, apasionado, mítico. El mito crea las condiciones subjetivas para dar ese salto que inspire y sostenga la lucha de los hacedores en el tiempo.
Pero hay algo más, porque además de volver sobre el mito de Sorel, Mariátegui se hará cargo del mismo antiintelectualismo que impregnó la obra de Sorel y que tantos enemigos (intelectuales, claro) le costó.
Al igual que en Sorel, también en Mariátegui advertimos la misma desconfianza por las posturas “intelectualosas”, aquellas que entienden que el socialismo es algo que se aprende leyendo El Capital. De alguna manera, Mariátegui, comparte las sospechas de Sorel, Gramsci o Max Weber, acerca de los riesgos que corre el socialismo cuando se profesionaliza la política. El desencantamiento no es un fenómeno exclusivo de la burguesía. En ese sentido, volver sobre el mito supone ponerse más allá del socialismo parlachín, que continúa encerrado y aislado en discusiones bizantinas. Mariátegui se da cuenta que la praxis política requiere de la instrumentación de nuevos recursos, de otros “horizontes artificiales”, como le gustabadecir también a Gramsci.
Pero que conste que el antiintelectualismo del que estamos hablando, no supone la romantización de las masas populares. Significa, por el contrario, tener muy presente la subjetividad particular de una sociedad masiva. Dice Mariátegui: “…el vulgo no sutiliza tanto”,
y agrega enseguida:
“El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la cree absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción.” (p. 26 AM)
De allí que la lucha de clases
“…debe ser buscada, no en grandilocuentes decálogos, ni en especulaciones filosóficas (…) sino en la creación de una moral de productores por el propio proceso de lucha anticapitalista.” (p. 49 DM) “Una moral de productores, como la concibe Sorel (…) no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clases, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada.” (p. 51 DM)
Permítasenos citar extensamente las páginas donde Mariátegui reconoce los aportes de Sorel al marxismo, en una época en donde citar a Sorel, era sospechoso, toda vez que aparecía en boca de los fascistas en Italia; y además porque Sorel se propuso reescribir el marxismo sino desde la derecha, por lo menos desde tradiciones ajenas al materialismo dialéctico. Vaya por caso el cristianismo tan citado por Sorel en “La ruina del mundo antiguo”, o el vitalismo de Bergson, o el pragmatismo de Williams James, el asociacionismo de Durkheim, el relativismo de Nietzsche, el papel que desempeñan las imágenes de Le Bon, el papel que tienen las fuerzas morales de Renan o la centralidad de la historia de Vico. Vayamos a las páginas de “Defensa del marxismo”:
“La verdadera revisión del marxismo, en el sentido de renovación y continuación de la obra de Marx, ha sido realizada, en la teoría y en la práctica, por otra categoría de intelectuales revolucionarios. Georges Sorel, en estudios que separan y distinguen lo que en Marx es esencial y sustantivo, de lo que es formal y contingente, representó en los dos primeros decenios del siglo actual, más acaso que la reacción del sentimiento clasista de los sindicatos, contra la degeneración evolucionista y parlamentarista del socialismo, el retorno a la concepción dinámica y revolucionaria de Marx y su inserción en la nueva realidad intelectual y orgánica. A través de Sorel, el marxismo asimila los elementos y adquisiciones sustanciales de las corrientes filosóficas posteriores a Marx. Superando las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época, Sorel encuentra en Bergson y los pragmatistas ideas que vigorizan el pensamiento socialista, restituyéndolo a la misión revolucionaria de la cual lo había gradualmente alejado el aburguesamiento intelectual y espiritual de los partidos y de sus parlamentarios, que se satisfacían en el campo filosófico, con el historicismo más chato y el evolucionismo más pávido. La teoría de los mitos revolucionarios, que aplica al movimiento socialista, la experiencia de los movimientos religiosos, establece las bases de una filosofía de la revolución profundamente impregnada de realismo psicológico y sociológico, a la vez que anticipa a las conclusiones del relativismo contemporáneo, tan caras a Henri de Man. La reivindicación del sindicato, como factor primordial de una conciencia genuinamente socialista y como institución característica de un nuevo orden económico y político señala el renacimiento de la idea clasista sojuzgada por las ilusiones democráticas del período de apogeo del sufragio universal, en el que retumbó magnífica la elocuencia de Jaurés. Sorel estableció el rol histórico de la violencia, es el continuador más vigoroso de Marx en ese período de parlamentarismo socialdemocrático cuyo efecto más evidente fue, en la crisis revolucionaria post-bélica, la resistencia psicológica e intelectual de los líderes obreros a la toma del poder a que empujaban las masas. La ¡Reflexiones sobre la violencia’ parecen haber influido decisivamente en la formación mental de dos caudillos tan antagónicos como Lenin y Mussolini.” (p. 16/7 DM)
Mariátegui vuelve sobre Sorel porque entiende la promesa que encierra el mito para el marxismo, porque comprende el papel que puede jugar en el desarrollo de la acción colectiva, más aún en una sociedad como Perú, donde los campesinos se encuentran
dispersos.
Recordemos que para Sorel, el mito son imágenes fuerzas que evocan los sentimientos. El mito es como un imán, una energía que, cuando magnetiza, atrae las partículas. Tres son las características que definen al mito para Sorel. La primera de ellas es la religión. El mito religa, identifica, crea lazos sociales, junta lo que está separado. La segunda función es polarización social, es decir, separa aquello que se presenta como idéntico. Y la tercera función es la movilización, es decir, aquello que se identificó, separadamente del otro, se dirigirá contra este. Al mismo tiempo, el mito político, en tanto duración, es aquello que se opone a la historia. El mito, decía Sorel, nos saca de la historia pero, antesque para mantenernos fuera de ella (como el fetiche o el tiempo fetichizado) para volver a ingresar a ella con otro ímpetu. El mito corta el tiempo en dos, para henchirnos de pasión.
Cuando Sorel estaba pensando en un mito político para el marxismo tenía en mente la experiencia de la huelga general. La huelga es la mejor pedagogía para el marxismo. La huela general junta a los trabajadores, los inspira, los entusiasma, los funde en la lucha. Pero al mismo tiempo, la huelga general parte a la sociedad en dos. A través de la huelga el proletariado puede advertir quiénes quedan de un lado y quienes del otro. Con la huelga, el trabajador puede darse cuenta de que no está sólo y también de que no todos ocupan el mismo lugar en la sociedad. Pero al mismo tiempo, la huelga es aquello que corta la historia en dos. Hay una etapa que quedó atrás y otra que se inaugura con la intervención directa. Por eso la huelga era la salida catastrófica al desarrollo ordenado del progreso.
En definitiva, para Sorel, toda toma de consciencia está supeditada a una toma de cuerpo. El pasaje del conflicto a la lucha, de la clasificación a la acción colectiva no es un pasaje espontáneo, pero tampoco algo que se explica en los aportes que desde el exterior realiza la vanguardia iluminada. El pasaje no se explica en la organización por parte de los intelectuales, sino en la propia dinámica que se inaugura con la lucha por parte de los mismos trabajadores. El pasaje no es racional sino violento, es decir, apasionado, mítico. El mito crea las condiciones subjetivas para dar ese salto que inspire y sostenga la lucha de los hacedores en el tiempo.
Pero hay algo más, porque además de volver sobre el mito de Sorel, Mariátegui se hará cargo del mismo antiintelectualismo que impregnó la obra de Sorel y que tantos enemigos (intelectuales, claro) le costó.
Al igual que en Sorel, también en Mariátegui advertimos la misma desconfianza por las posturas “intelectualosas”, aquellas que entienden que el socialismo es algo que se aprende leyendo El Capital. De alguna manera, Mariátegui, comparte las sospechas de Sorel, Gramsci o Max Weber, acerca de los riesgos que corre el socialismo cuando se profesionaliza la política. El desencantamiento no es un fenómeno exclusivo de la burguesía. En ese sentido, volver sobre el mito supone ponerse más allá del socialismo parlachín, que continúa encerrado y aislado en discusiones bizantinas. Mariátegui se da cuenta que la praxis política requiere de la instrumentación de nuevos recursos, de otros “horizontes artificiales”, como le gustabadecir también a Gramsci.
Pero que conste que el antiintelectualismo del que estamos hablando, no supone la romantización de las masas populares. Significa, por el contrario, tener muy presente la subjetividad particular de una sociedad masiva. Dice Mariátegui: “…el vulgo no sutiliza tanto”,
y agrega enseguida:
“El hombre se resiste a seguir una verdad mientras no la cree absoluta y suprema. Es en vano recomendarle la excelencia de la fe, del mito, de la acción. Hay que proponerle una fe, un mito, una acción.” (p. 26 AM)
De allí que la lucha de clases
“…debe ser buscada, no en grandilocuentes decálogos, ni en especulaciones filosóficas (…) sino en la creación de una moral de productores por el propio proceso de lucha anticapitalista.” (p. 49 DM) “Una moral de productores, como la concibe Sorel (…) no surge mecánicamente del interés económico: se forma en la lucha de clases, librada con ánimo heroico, con voluntad apasionada.” (p. 51 DM)
Continuará…
(*) Abogado y Magíster en Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de La Plata. Autor de Estética cruda (2003); La invariante de la época (2001); Contra la prensa (2001); Justicia mediática. Las del espectáculo (2000) y Grado cero: La cultura rock: entre el espectáculo y la rebeldía (en prensa). Coautor de La radicalidad de las formas jurídicas (2002); La criminalización de la protesta social (2003), Pensar a Cooke (2005) y Reflexiones sobre poder popular (2007). Docente de la UNLP (Universidad Nacional de la Plata) y la UNQ (Universidad Nacional de Quilmes). Miembro del colectivo cultural La grieta y editor de la revista La grieta. Miembro del Colectivo de Investigación y Acción jurídica (CIAJ), organismo de derechos humanos de la ciudad de La PLata.
Fuente: Boletìn 7 Ensayos, 80 años / simposio Internacional de la apariciòn de la obra clàsica de Josè Carlos Mariàtegui Nº2 / Año 1 / Lima, marzo del 2008.
Fuente: Boletìn 7 Ensayos, 80 años / simposio Internacional de la apariciòn de la obra clàsica de Josè Carlos Mariàtegui Nº2 / Año 1 / Lima, marzo del 2008.
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