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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

viernes, 1 de febrero de 2013

Narrativa: Ruben Sueldo Guevara, Manantial santo (Cuento)

El eminente crítico literario Alberto Escobar se refiere al cuento que publicamos con la siguiente precisa opinión:

“En literatura lo tradicional y lo novedoso poseen el mismo derecho para servir como elementos de trabajo (…) la vigencia de esa línea tradicional de concebir la realidad por el predominio del espacio, por la caracterización del ambiente y de los rasgos físicos. Tal es el caso de Manantial Santo de Rubén Sueldo Guevara (Cuzco, 1926); evoca la lucha clasista, el conflicto humano creado por intereses perversos, y es un trozo literario de la historia social una ojeada en la sierra sureña” (NdlR)

Manantial santo

Por Ruben Sueldo Guevara

Si parecía enredo del diablo que Tauka y Konnoc, tradicionalmente vinculadas por la amistad y la cooperación regnícola, llegaran a tales extremos de malquerencia. En poco tiempo, en menos de lo que va de una cosecha a otra, se hizo insalvable la barrera natural del PukaMoko, cerro que separaba a las dos comunidades. Y el brazo de agua dulce y cristalina, que otra vez las uniera, con la fuerza del destino común, ahora constituía la raíz de las discordias y luchas.

El agua brotaba de las alturas de Churoc, descendía por la cabecera de Tauka, bordeaba el PukaMoko para entrar en Konoc y perderse luego en un barranco. Una acequia amplia y de regular profundidad servía de conductor a tan importante elemento en la vida agraria de la zona.

El manantial lo consideraban, como un padre, con respeto y cariño, porque fecundaba lo surcos y multiplicaba los frutos. Taukinos y koninos habían convivido, por esta circunstancia, ligados como si fueran una misma familia, sin miedo al futuro. Pues, en las épocas de más dura sequía, cuando los sembríos languidecían en otras comarcas, por falta de lluvias, produciéndose el éxodo de los más pobres hacia la ciudad, o cuando la muerte segaba los hogares de quienes no querían dejar sus parcelas, en Tauka y Konok las tierras mantenían su verdor.

“Santo puquio” (Manantial Santo), como lo nombraban unciosos, les proporcionaba pues riego y bebida. Por eso en las fiestas le ofrendaban puñados de coca, porciones de chicha recién elaborada, y abortos de ganado, que enterraban junto al “ojo” de las linfas.

Los meses solían cambiar en Tauka y Konoc como la misma faz de la tierra, determinando la actividad y las costumbres. En julio y agosto las chacras se mostraban ocres al recibir el arado, y los campesinos permanecían, entonces, curvados, manejando la esteva. En los meses siguientes, cuando brotaba la semilla, creciendo después, los hombres se perdían como laboriosos gusanos al pie de los tallos. Venían las cosechas y con ellas otras modalidades de trabajo. Los campos se convertían en hermosos tendales donde secaban los choclos, las papas, la quinua. Y los agricultores reían, cantaban y continuaban ocupados a pleno sol y viento.

La coopetración regnícola, practicada no sólo dentro del mismo ayllu, mantenía el espíritu de solidaridad y ayuda con los vecinos. Los Tauka y Konoc se daban la mano en envidiable desinterés. Era frecuente escuchar:

—Hoy barbecha el Simón Lukaca.

—¿El konino?

—¡Aja! Es el mismo. El pobre está solo. Sus hijos no han regresado todavía de los valles.

—¿Vamos a ayudarlo?

—Vamos todos.

Y las tortuosas callejas de Tauka quedaban despobladas.

2

Cuando Fidel Oblitas, notable del distrito y funcionario perpetuo de la administración pública, compró solares de cultivo, limítrofes con ambas comunidades, la noticia causó descontento.

Regordete, rubicundo, de mediana estatura, frisaba en los cuarenta años de edad. Se le temía y odiaba en el lugar de su residencia y en las aldeas cercanas porque valiéndose de todo pretexto les despojaba de menestras y animales domésticos, por los que, a veces, para que no lo consideraran una autoridad abusiva, pagaba centavos. Las aves de corral, borregos y puercos servían para llenar la mesa de los compadres influyentes en la política, pero también iban con destino al camal y al mercado.

Como era el único que sabía leer y escribir correctamente resultó imprescindible para el desempeño de cargos oficiales. Si no estaba de juez, lo nombraban alcalde o gobernador y, en algunas temporadas, acaparaba las funciones “con amplia visión patriótica y comercial”, como solía manifestar a sus íntimos, en medio de las borracheras, soltando risitas de conejo.

Claro está que en su brillante carrera administrativa no faltaron la maledicencia, las quejas ni los memoriales denunciando despojos, latrocinios y abusos. Pero, ahí estaban los amigos y socios de Fidel Oblitas, para acallar acusaciones. Además, en previsión de contingencias, observaba la costumbre de hacer bautizar a sus tres menores hijos, una y otra vez, sirviendo de padrinos los funcionarios de la provincia o de la capital, que reemplazaban a lo subrogados, quienes ante los pródigos obsequios del compadre, no podían menos que apoyarlo.

Ahora, como zorro hambriento, había trasladado su ambición precisamente a los linderos de Tauka y Konoc. Los comentarios en las reuniones no podían ser halagueños.

—Fidel Oblitas ha de vivir en Socya y comprará el terreno colindante con el puquial.

—No creo. Remigio Cruz no puede venderlo; pertenece a sus hijos, que están ausentes.

—Don apolinar asegura haber presenciado la venta en la otra semana nomás.

—¡No me digas! Y ¿entones?

—Entonces, con cualquier pretexto se apoderará de Santo Puquio.

—Uy… Imposible, tayta.

—¿Por qué no?

—Es que somos dos ayllus unidos y contra nosotros nadie podrá.

—¡Nadies!

Pero antes que salieran los comuneros de su asombro, Fidel Oblitas ensayó con suerte el primer golpe.

Una mañana el agua bajó turbia y no se le pudo emplear en usos domésticos. Venancio Kuri y Candelario Warayo, auxiliares del Personero de Tauka, se dirigieron a indagar la causa, encontrando a Cleto Mamani y a dos más que abrían una acequia en sentido opuesto a la existente.

—Don Cleto ¿qué hacen? —preguntó Kuri, alarmado.

—Lo que ves. El niño Fidel nos aconseja que es mejor que el agua entre directamente a Konoc, por éste lado —contestó, y co mayor empeño hundió el pico en el nuevo acueducto, actitud desafiante que fue seguida por los otros.

Los auxiliares actuaron de inmediato. Tenían que defender el porvenir de sus cosechas; conservar, sobre todo, la tradición, distribuyéndose en la forma acostumbrada el caudal de la fuente. Bien se veía que Oblitas los empujaba a dividirse.

Cuando los familiares de Kuri y warayo fueron a buscarlos, Churoc arriba, los hallaron agónicos, como perros apaleados en el borde de la acequia.

3

Y Tauka ardió en irreflexiva ansiedad de venganza, hábilmente alimentada desde Socya. Las maquinaciones para terminar con la pacífica convivencia de los pobladores de ambas comunidades, continuaron desarrollándose con siniestra maestría. Los mojones que señalaban los límites del pastizal de Konoc, aparecían destruidos o reemplazados por otros colocados en el dominio de los de Tauka, o viceversa. Ya era una llama, ya una oveja, una vaca, de uno u otro bando, que amanecía degollado en chacras y cerros, lo que avivaba la inquina y el ansia de recíproco desquite. Terminaron por agredirse en los caminos.

Félix Puma, venerable anciano, de regular talante y abundosa barba blanca, era acaso, el único que, con su autoridad de Personero y su experiencia, trataba de evitar estas inútiles hostilidades y derramamientos de sangre. El, que en su mocedad, fuera testigo de la absorción de ayllus por los latifundistas y gamonales, estaba convencido que aquí obraban las manos del nuevo vecino de las alturas.

Como Personero de Tauka convocó la mañana de un lunes a reunión de la comunidad. Los pututos dejaron escuchar, porfiadamente, su bronco mensaje. Cuando estuvieron todos, junto a la capilla, expuso el motivo de la convocatoria y, sin rodeos, señaló al culpable de la enemistad entre Tauka y Konoc, haciendo ver que con esa lucha fratricida se favorecía los propósitos de Fidel Oblitas. Los llamó a la cordura y al entendimiento.

Un murmullo de aprobación aleteó en la fresca mañana. El anciano, con su sabiduría y su prudencia, lograba imponerse. Pero allí estaba Ruperto Cruz, quien sentía más que amistad por el mestizo, despecho hacia Mercedes, la hija del Personero, porque rechazaba sus desesperados requerimientos amorosos. Se le presentaba pues la oportunidad de vengarse en el padre.

—¡Este es un viejo mentiroso! —afirmó levantando la voz para ser escuchado por la multitud—. Nos quiere hacer fregar con esos piojosos koninos porque lo han comprado. Mi padre lo ha visto muchas veces bebiendo chicha en la capital con esos desgraciados. Este viejo es un traidor. No le hagan caso.

Como el galope de torada enfurecida, creció el rumor de voces en contraste con la mañana que había descubierto un cielo azul y tranquilo.

—¡Falso! —rugió Puma—. ¡Falso es lo que dice este hijo de mala entraña! Tú eres el mentiroso, el traidor de nuestro ayllu, porque eres sirviente de ricos. ¿Es malo compartir chicha con cristianos como nosotros? ¿No fue tu padre el que vendió a Oblitas el terreno colindante con el puquial? —de un salto se puso frente a Cruz, lo asió por los cabellos y lo abofeteó. Ambos rodaron abrazados, intentando herirse.

Los espectadores, sin saber qué partido tomar, se apresuraron a separarlos. En ese momento apareció Mercedes. Al ver a Remigio Cruz buscó piedras para arrojarle, obligándolo a huir con los ojos llenos de rabia, sangrando por la nariz.

—No es nada, Merciku. No es nada. ¡Basta ya! —explicó el anciano—. Vámonos y que éstos se revienten por brutos y cobardes.

La multitud quedó desconcertada, agitándose en la plaza.

4

El nuevo año se desmoronó sobre estas comunidades con despiadado sol y viento. Las lluvias no llegaban. En los andenes y lugares cultivables de las laderas y mesetas, amarillearon, muy pronto, los débiles brotes.

La inminencia de la sequía no los atemorizó hasta que descubrieron que las aguas del puquial iban disminuyendo. Pocas semanas después, en la acequia que supliera con ventaja la ausencia de las descargas pluviales, corría una cantidad insuficiente para abastecer las necesidades de los hombres y los animales.

Al comienzo, una y otra comunidad trató de aprovechar para reanimar los plantíos, originándose sangrientas e infructuosas peleas a lo largo de la acequia. El líquido que lograban obtener se perdía en el trayecto, antes de llegar a las parcelas. Después vino el abandono, el conformismo desolador y suicida.

Allí donde antes creciera la grama cubriendo de verdor las planicies, se veía sólo raíces secas. Llanos y quebradas adquirían tonalidad de ceniza. Los surcos, como fantásticos alvéolos desdentados, se agrietaban más y más. Y en medio de este panorama de aridez, los árboles y arbustos, que aún se mantenían de pie, semejaban esqueletos en actitud de imploración. Había sed, calor, fiebre, desde el límpido amanecer hasta el ensangrentado crepúsculo.

Por las noches el viento gemía en los campos devastados. Toda la naturaleza se quejaba entonces; las hojas, arrastradas por los remolinos; el polvo, que cubría el horizonte; los campesinos, debilitados por la falta de alimento, esperando un milagro en el interior de sus chozas; los perros, horriblemente multiplicados y con la piel adherida a los huesos, que vagaban en pos de humedad y desperdicios aullando, siempre aullando, como el corazón del hombre.

5

Félix Puma salió con dirección al manantial, pues quería indagar. Tal vez se le revelaría algún secreto; quién sabe un remedio para esa calamidad. El dulzor de la coca le daba buen augurio. Caminó resoplando.

¡No! ¡No podía ser! ¡Sus ojos lo engañaban! De esa represa, formada en la base de la peña, brotaba ínfima cantidad, dando la impresión de que iba a secarse totalmente, de un momento a otro. “¿Por qué? ¿Por qué? —se preguntó tembloroso— ¿Acaso en nuestras casas o en las fiestas comunitarias nole hacemos su ofrenda? Nunca lo olvidamos. Y ahora cuando el sol castiga los sembríos, cuando las lluvias y las esperanzas están ausentes, el puquio nos abandona”.

Se acercó para mirar mejor el “ojo”. El agua ebullió entonces, como de un surtidor, obligándolo a retirarse rápido para evitar que le escupiera por irrespetuoso y le causara sarna o hinchazón de cuerpo.

“Está volviendo al seno de Pachamama. Tal vez disgustado de nosotros, de nuestra malquerencia con los koninos, se está yendo a otra parte”. Miró el cielo en busca de protección, de nubarrones, de tempestad; pero estaba limpio, sereno. Ladera abajo, donde se achataban por la distancia Tauka y Konoc, el sol reverberaba. Un silencio pesado colmaba el horizonte, y sólo de vez en vez se podía escuchar el quejumbroso balido de ovejas y cabras que triscaban con inútil afán.

Bajó despacio a los polvorientos campos. La sequía le golpeaba en los ojos, en el corazón, en su alma resignada. Sudoroso y cansado ingresó al poblacho y, yan en la plaza, se dejó caer sobre un poyo. Los taukinos, sabedores de su viaje, se habían congregado a esperarlo.

—¡El puquio se está secando! Quizá para mañana no nos dé ni una gota —dijo. Y apoyando la cabeza en ambas manos se sumió en mutismo exasperante.

Cundió la alarma. Todos hablaban:

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿Y qué comeremos?

—Moriremos de sed, pues.

—¡Y de hambre, de fiebre, de locura!

—Pobrecitos nuestros hijos.

-Nuestros animalitos.

—¡Bah, los animalitos! ¿Qué será de nosotros?

—¡Maldita sequía!

—¡Malditos nosotros!

Abatimiento y confusión los destrozaban. El puquio, la única esperanza que aún quedaba para resistir la sequía, los estaba abandonando a su propia suerte. ¡Estaban perdidos!

Apresurados se retiraron a sus chozas, dejando a Félix Puma que picchara su soledad y derrota.

6

Por varios días ya tañían en Konoc las campanas de la capilla. La insolación y los bruscos cambios de clima habían originado epidemias. Los enfermos sufrían un corto período de fiebre y luego, en pocas horas, vomitando sangre negruzca, se quedaban rígidos, secos como los troncos.

Eran dos, tres, las víctimas que a diario emprendían viaje sin retorno, sobre parihuelas, bajo un cielo canicular.

Los familiares seguían la procesión fúnebre llorando a coro, como acompañándose de una tonadilla monótona que desesperaba.

Esta vez le había tocado el turno a Timoteo Wanka, el anciano más querido de la localidad. Y todo Konoc se echó al sepelio: las mujeres, cubierta la cabeza por rebozo negro; y los varones, con poncho de franja enlutada.

Después de sepultarlo, se dirigieron a la puerta de la capilla para consumir cañazo proporcionado por los dolientes. Escanciaron varias botellas y la embriaguez fulminó a lo débiles. Entonces, en pequeños corrillos, hablaron de sus dolores y amarguras, y en la remembranza de los muertos se comentó la sequía y el agotamiento del puquial.

El sol se hundía en las altas cumbres y el vieto empezaba a levantar espirales de polvo, cuando se acercaron dos hombres. Integradios a la concurrencia, dijeron que venían de un lejano pueblo y que se encontraban bucando varios toros que habían sido robados de la hacienda donde eran pastores. La noche anterior, contaron haber permanecido en la alturas de Socya, habiéndose asustado por haber oído conversar a lo cerros.

—¿Verdad que oyeron conversar a los Apus?

—Así es —afirmaron.

—¡Cuenten…! ¡Cuenten!

-Mentaron al puquio –repuso uno de los forasteros, alzando la voz como para que todos lo escucharan. Y continuó: -Como no podíamos bajar debido a la oscuridad, nos quedamos. Sería medianoche cuando desperté sobresaltado al oir una voz gruesa que salía de la punta de aquel cerro. La voz preguntó: “¿me oyes, Apu Puka Moko?” “Sí, contestó, contestó el otro cerro, te oigo”. Yo me moría de miedo, mientras tanto. Entonces, el primero volvió a hablar, lo juro que lo escuché: “Este puquio seha de secar para siempre si no le pagan con el cuerpo de una doncella, joven y hermosa”.

—¡Espanto! —exclamaron. Había expectación en esos rostros cetrinos.

—Así es —corroboró el compañero—; creo que él no ha tenido pesadilla. A mí también me pareció advertir, al despertarme, como voces que salín de la sepultura. Serían los apus.

La revelación sobrecogió de temor y a la vez colmó de esperanza a los koninos. ¡Pagarle con una doncella! Claro, había que hacerlo. Así volverían a fecundar los yermos campos y la semilla renovaría el milagro de la vida. ¡Cómo no se les ocurrió antes!

—¿Con quién, pues?

—¿María Tunque? Está preñada.

—Eugenioa Kispe “conversa” con Sebastián Tito.

—No hay nadies en nuestro pueblo.

—Nadies ya.

—Todas están viejas o cargadas de hijos como chanchas.

—¡Nadies! ¡Nadies!

Ruperto Cruz, que se había allegado a Konoc, al poco tiempo de la riña con el personero de Tauka, y mantenía relaciones maritales con una konina, insinuó:

—En Tauka, sí hay. La hija de Félix Puma.

—¡Merciku!

—Es linda y muy honrada. El delirio del viejo Puma.

—Imposible. Los taukinos no lo han de permitir. Es la más querida del ayllu.

—¿Y qué —insistió Cruz—, acaso ellos no sufren lo mismo que nosotros?

—Verdad. Vamos todos.

—Por las buenas o por las malas.

Y encoraginándose en su misería se vaciaron por el ondulante sendero del Puika Moko.

7

La turba irrumpió en casa del personero cuando éste, ajeno al peligro, sorbía el plato de la cena. Mercedes, al reconocerlo, se refugió detrás de su padre.

Tufo de coca y cañazo expelía la masa apretujada en la puerta. Pugnaban por entrar todos.

—Puma, queremos a tu hija —habló uno, acallando el vocerío.

—¿A mi hija? ¿Qué tiene que hacer con ustedes, perros de puna?

—¡Debemos pagarla al puquio!

—Sí, tayta. Es nuestra salvación.

—Danos a Merciku.

—¡A Mercikúuu…!

Féliz Puma se puso a temblar en esa atmoósfera densa. El insolente pedido le provocó nerviosas carcajadas. Luego, empezó a sentir en los oídos zumbido enloquecedor… Y, con extraordinaria velocidad, recordó su pasado, su viudez amarga después de muerta Josefa al dar a luz a Mercedes, quien ahora compensaba la ausencia dejada por su esposa.

El llanta de la hija lo sacó de ese estado como de sopor, y se enfrentó a la muchedumbre. “Noo, no estoy sólo. Seguramente ya se reúnen para ayudarme los taukinos”.

—¡Vayan a pagarle con su madre! —tronó—. ¡Salteadores! ¡Asesinos! —Y sacudiendo por el poncho al que estaba a su lado, lo abofeteó.

Crecía el bullició. Los koninos estrecharon el círculo en que lo tenían acorralado al personero y a la muchacha, a quien, repetidas veces, intentaron arrebatar.

—¡No! ¡A mi hija, no! ¡Máteme a mí, herejes… brujos! —cogió un azadón y repartió golpes, gritando: —¡Afuera salvajes! ¡Afuera! ¡Afueraaaa…!

Y buscó angustiado, por encima de las cabezas de los invasores, la presencia socorredora de los taukinos. “¿Cómo? ¿Ellos también están engrosando la masa? ¿Están haciendo causa común con los enemigos?”, se preguntó desconcertado, mientras los otros urgían a viva voz:

—¡Apuren! ¡De una vez al viejo!

—¿Ya? ¡Al viejo!

—Cójanla, zonzos.

Lograron sacar del cuarto a Mercedes, quien de tanto llorar, gemía apenas. Pataleando, resistiéndose, tuvo que marchar.

Puma se desprendió de los brazos que lo sujetaban, y bramando corrió tras de la hija; pero al trasponer el umbral recibió una pedrada en la cabeza, y cayó redondo como un árbol centenario abatido por el rayo.

¿Cuánto tiempo opermaneció en el suelo? No lo podía precisar. Humedad viscosa, salobre, le chorreaba por la cara y el cuello. Bruscamente retornó el sentido del suceso: ¡Su hija!

—Mercedes… Merciku…

Sólo el eco le contestó. La noche, clara y estrellada, se desnudaba en el poblacho.

—Mercedes… Merciku…

—Oj… oj … oj… —respondió el gruñido de un puerco.

Corrió de un sitio a otro, todavía atontado, y luego, desde un promontorio, pudo divisar a la muchedumbre que se encaminaba hacia las laderas. La terrible evidencia de lo que iba a suceder lo dejó comoparalizado.

Convocando las fuerzas que lo abandonaban, retornó a su vivioenda. Salió armado de un hacha y se perdió en la cuesta dejando un rastro de perros que ladraban y aullaban a su paso.

8

Llegaron al paraje y rodearon el puquial. Mercedes, con los cabellos desgreñados y las pupilas saltadas por el terror, era sostenida pues nopodía ya quedarse en pie. Y cuando rasgaron sus vestidos, lo mismo que aves de presa, para consumar el sacrificio, reaccionó implorando perdón, llorando a gritos. Pero fue en vano. El viento parecía aullar también entre las peñas.

Ya la tenían en vilo para introducirla al manantial, pero dos que removían afanados el “ojo” para darle conveniente profundidad, lanzaron una exclamación de sorpresa. ¡Los picos habían dejado al descubierto el orificio de una tubería!

Como un raudal de luz penetro en la conciencia de koninos y taukinos la verdad de los hechos. Qué explicable y lógico se les mostraba ahora todo lo acontecido. Cierto que había disminuido el agua a consecuencia de la sequía; pero Oblitas se llevaba el resto a sus propiedades, y luego de utilizarlo hacía que se sumiese en elpedregoso cauce de un río seco. El golpe definitivo le había fallado.

—¡Nos han engañado como a niños! —dijeron los comuneros casi a una voz.

—Hagámos justicia. Vamos a castigarlo.

—Vamos ¡hermanos! —repitieron koninos y taukinos.

Ruben Sueldo Guevara.- Poeta, cuentista y crítico cuzqueño.

Obra: Panorama actual de la literatura cuzqueña (Cuzco, 1949); y Narradores cuzqueños (Cuzco, 1958). Madrugada de Puños, Poe­mario inédito, 194548.

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