Por Salomón Lerner Febres
Desde hace unos tres años se ha fortalecido una tendencia a la impunidad en materia de violaciones de derechos humanos. Durante el anterior gobierno se llegó a proponer una norma que en la práctica implicaba sustraer de la justicia a militares perpetradores de graves crímenes y los tribunales comenzaron a desandar los pasos avanzados para hacer justicia a las víctimas. Así, por ejemplo, una sentencia sobre el llamado caso Los Laureles, referido a la desaparición forzada de tres personas en Tingo María, absolvió a los implicados afirmando que nada había sido demostrado, ni siquiera la desaparición misma de los ciudadanos afectados. Esa sentencia implicó un grave retroceso en los criterios para juzgar crímenes complejos, y en la práctica preparó el terreno para futuras absoluciones en casos del mismo género.
Lo señalado ha recibido hace poco una escandalosa confirmación con la sentencia que favorece a los miembros del Grupo Colina en casos paradigmáticos como el de Barrios Altos, al eliminar la calificación de esos crímenes como de “lesa humanidad”. No analizaremos las debilidades y sinrazones jurídicas de la sentencia. Tan solo el sentido común nos hace notar la torpeza de los jueces cuando afirman que no se puede considerar “población civil” a las personas asesinadas porque los miembros del escuadrón de la muerte tenían como intención matar a senderistas y sus víctimas eran “sospechosas” de ellos. Si hiciera falta más indicadores de la irregularidad de esa sentencia, bastaría recordar que ya tres jueces de ese mismo tribunal han señalando no estar de acuerdo con la eliminación de la calificación del delito como de lesa humanidad. Con esto enfrentamos un fallo sólo parcialmente avalado por dos de los cinco jueces que integraban el tribunal, fallo que ha sido, asimismo, criticado por algunos magistrados probos que se han ocupado en el pasado de hechos similares. (Caso Fujimori).
Lo ocurrido implica un inaceptable maltrato para quienes ya habían sufrido agravio: las víctimas. Estas, que todavía no acceden a medidas de reparación adecuadas, ahora deben experimentar también la burla del aparato judicial donde algunas cortes se muestran complacientes ante graves crímenes de corrupción, mientras de otro lado se avalan las muertes de personas por el solo hecho de ser “sospechosas” de terrorismo.
Es claro que si la inclinación a la impunidad se manifiesta de forma cada vez más desembozada, ello es porque quienes la impulsan tienen expectativas de éxito. Confían en que, más allá de las protestas públicas, el Estado hará poco o nada para evitar tales escándalos. Así la situación, cabe en ella una gran responsabilidad a los partidos políticos que se dicen democráticos. Sin una reacción pública de su parte, las organizaciones de la sociedad civil serán apenas escuchadas y las oportunidades de corregir el rumbo aparecen muy limitadas.
Apena decirlo pero pareciera que estamos viviendo el tiempo del olvido y de la represión de la memoria. Esto sucede en un país que hace diez años parecía decidido a afrontar con alguna honestidad y valentía su pasado. Existe una suerte de corriente que se limita a celebrar el éxito económico y la efervescencia cultural y publicitaria, como si eso fuera una forma suficiente de saldar las enormes deudas históricas que la sociedad y el Estado peruano tienen frente a sus poblaciones más excluidas. Experimentamos una reducción de la imaginación moral en nuestro país por medio de la cual cuestiones como la justicia, la ética, la tolerancia, el respeto y el reconocimiento, que deberían ser el fin de nuestra vida pública, han pasado a ser vistos como adjetivos. Los medios han usurpado el lugar de los fines, y eso nos ha conducido a una situación en la que se celebra cotidianamente el crecimiento de la riqueza sin preguntarnos qué es lo que cabe hacer con ella y qué clase de país debiéramos construir.
El avance de la impunidad es un elemento en este proceso. Recobrar el sentido o construir uno que sea sustantivo para el país implica restaurar una honesta discusión pública sobre los fines de nuestra comunidad nacional.
Lo señalado ha recibido hace poco una escandalosa confirmación con la sentencia que favorece a los miembros del Grupo Colina en casos paradigmáticos como el de Barrios Altos, al eliminar la calificación de esos crímenes como de “lesa humanidad”. No analizaremos las debilidades y sinrazones jurídicas de la sentencia. Tan solo el sentido común nos hace notar la torpeza de los jueces cuando afirman que no se puede considerar “población civil” a las personas asesinadas porque los miembros del escuadrón de la muerte tenían como intención matar a senderistas y sus víctimas eran “sospechosas” de ellos. Si hiciera falta más indicadores de la irregularidad de esa sentencia, bastaría recordar que ya tres jueces de ese mismo tribunal han señalando no estar de acuerdo con la eliminación de la calificación del delito como de lesa humanidad. Con esto enfrentamos un fallo sólo parcialmente avalado por dos de los cinco jueces que integraban el tribunal, fallo que ha sido, asimismo, criticado por algunos magistrados probos que se han ocupado en el pasado de hechos similares. (Caso Fujimori).
Lo ocurrido implica un inaceptable maltrato para quienes ya habían sufrido agravio: las víctimas. Estas, que todavía no acceden a medidas de reparación adecuadas, ahora deben experimentar también la burla del aparato judicial donde algunas cortes se muestran complacientes ante graves crímenes de corrupción, mientras de otro lado se avalan las muertes de personas por el solo hecho de ser “sospechosas” de terrorismo.
Es claro que si la inclinación a la impunidad se manifiesta de forma cada vez más desembozada, ello es porque quienes la impulsan tienen expectativas de éxito. Confían en que, más allá de las protestas públicas, el Estado hará poco o nada para evitar tales escándalos. Así la situación, cabe en ella una gran responsabilidad a los partidos políticos que se dicen democráticos. Sin una reacción pública de su parte, las organizaciones de la sociedad civil serán apenas escuchadas y las oportunidades de corregir el rumbo aparecen muy limitadas.
Apena decirlo pero pareciera que estamos viviendo el tiempo del olvido y de la represión de la memoria. Esto sucede en un país que hace diez años parecía decidido a afrontar con alguna honestidad y valentía su pasado. Existe una suerte de corriente que se limita a celebrar el éxito económico y la efervescencia cultural y publicitaria, como si eso fuera una forma suficiente de saldar las enormes deudas históricas que la sociedad y el Estado peruano tienen frente a sus poblaciones más excluidas. Experimentamos una reducción de la imaginación moral en nuestro país por medio de la cual cuestiones como la justicia, la ética, la tolerancia, el respeto y el reconocimiento, que deberían ser el fin de nuestra vida pública, han pasado a ser vistos como adjetivos. Los medios han usurpado el lugar de los fines, y eso nos ha conducido a una situación en la que se celebra cotidianamente el crecimiento de la riqueza sin preguntarnos qué es lo que cabe hacer con ella y qué clase de país debiéramos construir.
El avance de la impunidad es un elemento en este proceso. Recobrar el sentido o construir uno que sea sustantivo para el país implica restaurar una honesta discusión pública sobre los fines de nuestra comunidad nacional.
Fuente: Diario La República, domingo 12 de agosto de 2012
0 comentarios:
Publicar un comentario