Por Manuel Sánchez
Aliaga (*)
Desde que estuvo cerca, la campana del bazar
del mismo nombre, empezó a doblar con el toque característico acostumbrado por
los templos católicos para anunciar alguna muerte importante.
Ilustración de Jorge Chávez Silva |
¿Acaso era el preludio de su próxima derrota
en las ánforas, o anuncio de la antipatía sentida por el vecindario lugareño
hacia el candidato al Parlamento Nacional que rodeado de nutrida comitiva hacía
su ingreso a la capital provinciana desde el distrito vecino, localidad de su
nacimiento?
Era el día señalado de común acuerdo por los
tres postulantes a la curul (con la esperanza de inclinar cada uno a su favor
el voto popular, aquel año de la primera mitad del siglo veinte), para hacer
conocer sus propuestas a plantear en la Cámara de Diputados en bien del
desarrollo de ese rincón olvidado de la sierra peruana al que aspiraban
representar.
Su respectiva plataforma política debían
hacerla pública desde los balcones del Palacio Municipal, razón demás para que
los indecisos y curiosos se agolparan desde las primeras horas de la mañana en
la Plaza de Armas. Los partidarios de cada facción contendiente iban a
constituir el grueso de la muchedumbre y llegarían al lugar de la cita
acompañando a su respectivo candidato.
El de la mayoría pertenecía a un nuevo
partido que por ese entonces era considerado de tendencias revolucionarias,
socialistas, y peor todavía, de una muy bien encubierta extracción comunista,
habiendo logrado aglutinar a la esperanzada masa popular, siendo por lo tanto
mal visto, con desconfianza y temor por la oligarquía nacional, donde están
incluidas las menos poderosas, aunque influyentes, orgullosas y encopetadas de
las provincias, acaudilladas siempre por algún hacendado o profesional de
familia burguesa medianamente acomodada, en busca de mejor porvenir o
notoriedad.
Hoy se escucha decir que cuando décadas
después esa organización política llegó al poder defraudó las esperanzas y
expectativas del sufrido pueblo, porque la ciudadanía tuvo la oportunidad de
constatar el ascenso social y económico de las cúpulas dirigentes que, fatuas,
envanecidas, soberbias, y echando al olvido sus principios doctrinarios, sus
promesas, tergiversaron los ideales de sus auténticos gobernantes y sectores
políticos. También vieron a los de menor rango trajinar tras su personal
acomodado y, por supuesto, el de sus familiares y de sus más cercanos
allegados.
Pero volviendo a los sucesos ocurridos en
aquella época, seguía en preferencia, por el número de sus partidarios y su
experiencia de Estado, el personaje principal de esta historia.
En la actualidad, perfectamente, podría
ubicársele como representante del llamado “centro”.
Por los sucesos que se desencadenaron y
parafraseando al genial Hemingway, le denominaron el candidato de “por quien
dobló la campana”.
El tercero no contaba y estaba respaldado por
una escasísima minoría considerada de extrema derecha.
No es difícil entonces inferir que el
propietario del establecimiento comercial “La Campana” pertenecía a la facción
mayoritaria y el porqué de su mal recibimiento al paladín de nuestra historia,
daría, la campana repicó a rabiar como para misa de fiesta o recibimiento de
obispo bajo palio, al estilo de aquel entonces.
Para entender mejor el ánimo reinante en
aquellos momentos, es necesario advertir que la enemistad surgida entre ambas
poblaciones (capitalina y distrital) obedecía al anhelo de la segunda de
erigirse en capital de una nueva provincia, desmembrando la ya constituida,
puesto que para ello tendría que arrebatarle por lo menos cuatro o cinco de sus
distritos. Razón más que suficiente para que nuestro personaje encontrase
resistencia en los capitalinos –sin interesar a qué tendencia política
estuviesen afiliados- por su tácita y cerrada oposición a las pretensiones
provinciales propuestas por el candidato como principal moción de su campaña,
basándose en que su distrito tenía derecho a independizarse de la sujeción
administrativa y económica existentes,
fundamentos que eran recibidos con expectativa por sus coterráneos y hacia los
que, naturalmente, los de la capital provincial sentían justificada aversión.
Estos solapados recelos mutuos y la
conciencia de no ser bienvenidos, basándose en la latente enemistad que en
épocas normales nadie dejaba traslucir, en vez de hacerles desistir en el
intento de llegar al punto del trascendental encuentro, los enardecía y
alentaba a proseguir en las marcha para cumplir con su objetivo, porque, en el
fondo, los integrantes del cortejo tenían esta vez la seguridad de ver
realizados sus propósitos y sueños largamente acariciados, si lograban inclinar
a favor del triunfo de su candidato, el voto de los indecisos.
Pero la mala suerte del personaje iba en
aumento conforme avanzaba al lugar de la histórica cita, aumentando en la misma
escala las diferencias y rencores entre sus seguidores con sus adversarios.
En efecto, en la siguiente cuadra, desde uno
de los balcones, arrojado por una delirante antagonista, le cayó un manojo de
alfalfa, como simbolizando el presente que eso y no un ramo de flores se
merecía, comparándolo tácitamente con un asno. Sin embargo, sin dejarse
intimidar, antes bien, orgulloso, presumido y envalentonado por los vítores de
sus correligionarios, enhiesto en su bien enjaezado corcel, el experimentado
político avanzaba encabezando el compacto grupo de jinetes que al estilo de las
películas de cowboy exhibían sendos revólveres al cinto, destellantes los
cañones al resplandor del sol, y de aguerridas mujeres de a pie que llenaban
sus faldas de piedras, arrancándolas de las calles embaldosadas, en calculada
previsión del inevitable enfrentamiento que, de seguro, se iba a desencadenar
en el corazón mismo de la ciudad.
A cada minuto la situación se tornaba peligrosamente
tensa, pues, más adelante, una señora, partidaria del candidato mayoritario, le
lanzó certera una corona, no de laurel como se la otorgaban a los poetas
triunfadores griegos, sino de la consabida alfalfa que logró coronarlo por un
segundo, resbalando luego por su rostro que ahora sí se encaramó por la ira
deprimida.
Para colmo, ya en la Plaza de Armas, más
atrevida y grosera, una de las más fanáticas y consumadas derechistas le arrojó
vilmente orines que por suerte se dispersaron con el viento, rociando a la
muchedumbre como si fuese agua bendita en nuevo bautizo, o la perfumada usada
en las fiestas de carnaval. Fue la gota que rebasó el vaso.
Los ánimos se soliviantaron, haciendo
fracasar la concentración general.
En vez de los discursos estentóreos,
jocundos, vibrantes, imaginados escuchar, sonaron ensordecedores los disparos
de las armas de fuego, a propósito hechos al aire con ánimo amedrentador,
seguido del zumbido de las piedras que lo cruzaban en todas direcciones,
hiriendo a cuantos hallaban a su paso, desconcertando, desordenando y
sorprendiendo a la muchedumbre inerme que corría en busca de refugio y
protección.
A tropezones, cayendo unos sobre otros,
levantándose, huyendo a toda prisa, en contados minutos el ombligo de la ciudad
quedó desierto.
Finalmente se vio a retrasados, desprevenidos
e indefensos citadinos, empujar, abrir y cerrar puertas tras sí; atravesar
veloces las calles vecinas escapando confusos de las cabalgaduras que los
perseguían, y a los hombres de a caballo haciendo restallar los látigos en el
suelo, en las paredes y, a veces, en las espaldas de los fugitivos.
Satisfecha la venganza, borrada así la
afrenta, retornó por donde había entrado la multitudinaria comitiva que
acompañó aquella mañana al preclaro, aunque controvertido y para siempre
recordado candidato, que semanas después, luego de escrutadas las ánforas, constataría
que el doblar de la campana fue el mal augurio, el heraldo anunciador de su
derrota.
(*) De su libro Pláticas del viento - Celendín Julio 2009
Pláticas del viento ilustrado con un bello cuadro de Alfredo Rocha Segarra |
Manuel
Sánchez Aliaga.-
Nació en Celendín (Cajamarca) en 1938. Estudió primaria en la Escuela 85 (hoy 82391)
y secundaria en el Colegio Nacional “Javier Prado” (“Coronel Cortegana”) de su
ciudad natal. Sus estudios superiores los realizó en la Universidad de
Educación “Enrique Guzmán y Valle”, La Cantuta, allí recibió también formación
teatral; ese aprendizaje lo capacitó para dirigir y actuar en “El bouquet” y
“El baño” (Pantomima) y “Ayar Manco”, “Ha legado un inspector”, “Clave2”
(Teatro), tanto en Celendín como en Cajabamba, Huamachuco, Chachapoyas.
Fue profesor de aula en la Escuela donde
aprendió las primeras letras, posteriormente laboró como docente en el
Instituto Pedagógico “Arístides Merino”.
Se desempeñó como Presidente del Consejo de
Vigilancia de la Cooperativa Magisterial en Cajamarca, y como Supervisor de
Educación en la jurisdicción de Miguel Iglesias, Chumuch y Cortegana.
Dirigió el semanario “Ecos” (1963), el
quincenario “El Golpe” (1965), la revista mensual “Marañón” (1971- 1974).
Presidió la Sociedad Cultural “Pedro Ortiz Montoya”, el Comité Bodas de Oro del
colegio “Cortegana”, los Comités Pro Electrificación y Bicentenario de la
fundación española de Celendín; y en reiterados periodos el Centro Cultural
Celendín.
Ha presentado en su ciudad los libros de
Francisco Gonzáles, Miguel Garnett, Einar Pereyra Salas, Tito Zegarra Marín,
entre otros. Prologó Cráneos profundos
de Jorge Wilson Izquierdo (1970), Perdón
Celendín de Ramón Ortiz Chávez (2008), Celendín
en la cuenca del Marañón de Tito Zegarra (2008) y un Ensayo de Gustavo
Aliaga Díaz.
Manuel Sánchez Aliaga es un persistente y
reconocido promotor de las expresiones artísticas, literarias y culturales en
Celendín.
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