En 1957, cuando
tenía 44 años de edad, Albert Camus fue galardonado con el premio nobel de
literatura. A este gigante verdadero de las letras y del humanismo, el sistema
y sus engreimientos no lo habían corrompido. Intacto como Sartre, Camus jamás
se sintió parte de ninguna victoria ni escriba de ningún poder. Por eso pudo
escribir este maravilloso discurso leído ante la academia Sueca, una pieza literaria
y moral que definió a su autor como alguien que, en la cima de la fama y
adulado por los poderosos, pudo decir que el escritor, por definición, “no
puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia sino de quienes la
padecen”.
LA MISIÓN DEL ESCRITOR
Por Albert Camus
Albert Camus: legendario defensor del escritor como testigo que no miente |
Al recibir la distinción con que vuestra
libre academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto
que mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.
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Todo hombre, y con mayor razón todo
artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo.
Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con
lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven todavía rico sólo de dudas,
con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo
o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un
galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo
podría recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores,
algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo
tiempo, su tierra natral conoce incesantes desdichas?
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Sinceramente he sentido esa inquietud
y ese malestar. Para recobrar mi inquietud y este malestar. Para recobrar
mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto
generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo apoyo de mis
méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a
lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he
forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque sólo sea
en prueba de reconocimiemto y amistad, os diga, con la sencillez que me sea
posible, cuál es esa idea.
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Personalmente, no puedo vivir sin mi
arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el
contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y que me
permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una
diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres
ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga,
pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más
universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas
porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su
diferencia sino confesando su semejanza con todos.
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El artista se forja en ese perpetuo ir
y venir de sí mismo a los demás; equidistantes entre la belleza, sin la cual no
puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso los
verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar,
y sin han de tomar un partido en este mundo, este sólo puede ser el de una
sociedad en la que según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez
sino el creador, sea trabajador o intelectual.
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Por lo mismo, el papel del escritor es
inseparable de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio
de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo
hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la
tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque
consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si lo consintiera. Pero el
silencio de un prisionero desconocido, basta para sacar al escritor de su
soledad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los privilegios de su
libertad, no olvidar ese silencio, y trata de recogerlo y reemplazarlo para
hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.
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Ninguno de nosotros es lo bastante
grande para semejante vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida,
obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de poder
expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva,
que le justificara a condición de que acepte, en la medida de lo posible, las
dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y
el servicio de la libertad. Y pues su vocación es agrupar el mayor número
posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que,
donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas
personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos
difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la
resistencia a la opresión.
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Durante más de veinte años de una
historia demencial, perdido sin recurso, como todos los hombres de mi edad, en
las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que
escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a
escribir. Me obligaba, esencialmente, tal como yo era y con arreglo a mis
fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura
y la esperanza. Esos hombres -nacidos al comienzo de la primera guerra mundial,
que tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y
los primeros procesos revolucionarios, y que para poder completar su educación
se vieron enfrentados luego a la guerra de España, la segunda guerra mundial,
el universo de los campos de concentración, la Europa de la tortura y las
prisiones -se ven obligados a orientar sus hijos y sus obras en un mundo
amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que
sean optimistas. Hasta que llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin
dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de
desesperación, han reivindicado el derecho y el deshonor y se han lanzado a los
nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de nosotros, en mi país y en
el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de
una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos
catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara
descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.
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Indudablemente, cada generación se
cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrías
hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se
deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan revoluciones
fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías
extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben
convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio
y de la opresión, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor,
restaurar, partiendo de sus amargas inquietudes, un poco de lo que constituye
la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en
el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el
imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra
el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la
servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura y reconstruir con
todos los hombres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta
generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por
doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta
en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado al momento, sabe
morir sin odio por ella.
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Es esta generación la que debe ser
saludada y alentada donde quiera que se halla y, sobre todo, donde se
sacrifica. En ella, seguro de vuestra segura aprobación, quisiera yo declinar
hoy el honor que acabáis de hacerme.
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Al mismo tiempo, después de expresar la
nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero
lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha,
vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra
sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y la
belleza; consagrado, en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que
intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la
historia.
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¿Quién, después de esos, podrá esperar
que el presente soluciones ya hechas y bellas lecciones de moral? La verdad es
misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es
peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos
fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros
desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en
conciencia, proclamarse predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir
una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la
dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia
explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente me ha ayudado a
comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de
todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les
toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y
esperanza de volverlos a vivir.
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Reducido así a lo que realmente soy, a
mis verdaderos límites, a mis deudas y también a mi fe difícil, me siento más
libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción
que acabáis de hacerme. Más libre también para deciros que quisiera recibirla
como homenaje rendido a todos los que, participando en el mismo combate, no han
recibido privilegio alguno y, en cambio, han conocido desgracias y
persecuciones. Sólo me resta daros las gracias, desde el fondo de mi corazón, y
haceros públicamente, en prenda de personal gratitud, la misma y vieja promesa
de felicidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente,
todos los días. (*)
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Fuente: Semanario Hildebrant en sus trece, viernes 10 de diciembre del 2010
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Fuente: Semanario Hildebrant en sus trece, viernes 10 de diciembre del 2010
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