Por Virgileo Leetrigal
Sentí el golpe ligero y decidí ignorarlo porque lo creí normal entre la aglomeración de la gente. Lo sentí por segunda vez, un poquito más fuerte o insistente. Giré mi rostro hacia mi izquierda, porque desde ese flanco se manifestaron ambos golpes; y mi mirada se topó con el rostro demacrado, pálido, barbudo y suplicante de un anciano que apoyaba su cuerpo esquelético en un par de muletas de madera. Solo entonces caí en cuenta que fue él, quien con la cabeza almohadillada de una de éstas, me había golpeado el muslo, para llamar mi atención. De inmediato me mostró una bolsa transparente y estampada, llena de caramelos de café; y me los ofreció con una palabra seca y asmática: ¡cómpreme!
Mientras mi esposa cuadraba cuentas con su casera que le vende pescado, entregué al anciano un par de monedas y le hice un gesto para indicarle que no requería los caramelos. “Gracias papay”, fue su afónica expresión, al tiempo que lanzó una mirada al cielo.
Segundos después, un niño de cuatro a cinco años llamó la atención del anciano, porque había plantado su mirada en la bolsa de caramelos. Yo, decidí seguir la escena con la mirada... Filosofaba, a la vez, acerca de la crueldad del sistema capitalista y su modelo económico neo liberal; que imperan e imponen tal abandono y pobreza vergonzosos a los más débiles e indefensos, en esa etapa de la vida llamada vejez... Y el anciano le habló al niño, al tiempo que le daba tres caramelos: “igual miraba yo a tu edad, y deseaba que alguien me regalara un caramelito. Prueba hijito. ¡Acacao!”. El niño lo recibió y el anciano continuó su marcha dificultosa; apoyándose en sus muletas, y buscando golpear a su próximo posible comprador.
El niño apresurado desenvolvió dos caramelos y se los llevó a su boca. Mientras los saboreaba y desenvolvía el tercero, apareció de la nada su encolerizada madre. Le asestó un severo golpe en las manos; al tiempo que le dijo: “te he dicho más de una vez que no se recibe nada de extraños”. Por efectos del golpe el caramelo y su envoltura fueron a parar en el piso sucio y mojado, que en estos días de invierno, muestra el mercado de la ciudad. El niño explotó en llanto. Y aprovechando que por eso tuvo que abrir la boca; la madre, hábilmente le introdujo dos dedos, extrajo los caramelos e igualmente los tiró al piso. Yo Creí que luego de esa acción la madre se calmaría, pero no fue así. Vi que se mostró decidida a continuar castigando a su vástago, para, según ella, escarmentarlo. Entonces decidí intervenir con vehemencia en defensa del niño; me puse entre él y su madre, obstaculizando el movimiento de las manos castigadoras.
—Usted es otro extraño y no se meta —dijo la enfurecida madre, luego de apenas mirarme.
— ¡No maltrate al niño! ¡Lo denunciaré si sigue! Se lo explicaré, yo lo vi todo —respondí con firmeza, pero bajando gradualmente la intensidad de mi voz.
La gente de los alrededores empezó a curiosear y centrar su atención en nuestro altercado. La mujer, consciente de esto, se calmó y decidió escucharme. Le conté cómo fue que el anciano le obsequió los caramelos a su niño y las palabras que éste había pronunciado. La mujer se calmó, se entristeció, se mostró sensible, y se llevó una mano a sus ojos humedecidos en afán de aplacar sus lágrimas. “Mi papá me contaba que de niño había vivido similares peripecias”, dijo.
Luego miré por encima de las cabezas de la gente, y a poco más de treinta metros ubiqué al anciano vendedor de caramelos que se desplazaba con mucha dificultad, lentamente. “Allá está el anciano. Es el que lleva muletas y bufanda”; dije, apuntándolo con mi índice derecho. “Gracias señor”, dijo ella, aceptando que también lo vio. Luego la mujer madre, se apresuró en buscar entre billetes y monedas en la caja de su negocio. Seleccionó un billete y algunas monedas; y cogiendo de la mano al niño, ya calmado, fue tras el anciano.
Igual seguí a la mujer con la mirada. Decidí filmar con mi teléfono móvil la escena de su encuentro con el anciano. Lo abordó y gesticuló para comprarle toda la bolsa de caramelos y se dio la transacción. La mujer se despidió del anciano palmeándole la espalda y diciéndole algo. Luego retornó, portando en una mano la bolsa de caramelos; el niño, contento y saltarín, se agarraba de la otra. Enfoqué por unos segundos al anciano y pude captar el instante en el que levantaba un billete hacia cielo como diciendo: “! Gracias señor! Aún no me has abandonado del todo”.
La mujer se desaceleró al pasar junto a mí; me miró, sonrió y dijo: “Discúlpeme por todo, señor”. El niño solo me miró y sonrió; pero lo hizo de modo tan prolongado que caminó con la cabeza girada hacia atrás, y sin importarle chocarse con alguien que venía en sentido contrario.
Son de las imágenes, miradas, y expresiones más preciosas que he captado en mi vida.
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