(Conciencia Crítica)
Conversando con el escritor Alfonso Peláez
LA CÓSMICA QUERENCIA*
Aquel atardecer el SOL persistía con aguerrida presencia en plomada, pese a que ya la LUNA contorneaba coqueta su escultural redondez. Algo acontecía. ¿Acaso un desborde pasional de la Luna?. ¿Tal vez un tropezón del Sol?. ¿O simplemente querencia de ambos por los cielos de Celendín?.
Acostado entre almohadones, mi padre semejaba a un pequeño ovillo; pero con rostro apolíneo, acompañado de una presurosa sonrisa que se balanceaba en sus labios. Fue entonces que lancé la pregunta, cual meteorito.
- Papá, ¿es verdad que ya teniendo un pie en el barco rumbo a Europa, giraste en redondo y emprendiste el retorno a Celendín?.
Por un instante nuestras miradas fugaron, pero en seguida la suya eclipsó la mía; y con voz que se desgajaba con levedad argumentó:
- Sabes hijo, yo nunca eludí las aventuras, y menos a los diecinueve años. Sin embargo aquella vez alguna cósmica metafísica me anudaba al piso. Debió pasar algún tiempo para comprender la querencia.
Mi padre se impuso una pausa como queriendo atrapar imágenes que frágilmente rondaban en su mente. Con su mano derecha, anárquicamente, intentó llevar hacia atrás sus cabellos castaños.
- Hay personas – quedamente continuó – que viven su existencia camino al horizonte, son los hacedores de la histórica; otras personas potencian la vida en su mundo interior y se enraízan en las levaduras de la imaginación. Son los cultores del espíritu. Con ellos hago fila india.
Mi padre levantó estoicamente el mentón y agregó:
- Cada ser humano es diferente de otro; no disfrutamos igual las aventuras. Mucho menos enfrentamos con la misma mansedumbre la ventura de la muerte.
- Cierto, papá – dije a media voz.
- Y si bien no viajé a Europa en ese barco, lo hice después por rutas con mil bifurcaciones, con la imaginación y la literatura. En ocasiones traía Venecia a Celendín (su voz ahora parecía sostenerse de un invisible suspiro) otras veces llevaba Celendín a Estambul…
- Papá, papá – alcancé a decir.
Sus últimas palabras las arranqué delgaditas de sus labios, como si una a una las hubiese pulido. Sus facciones para nada congeniaban con la muerte, a la que seguramente su alma había emboscado, en complicidad con una apacible sonrisa.
Al cerrar mis ojos con fuerza inusitada brotaron luces de bengala, entonces pude ver a mi padre remontar los cielos; y cuando los abrí comprendí lo superfluo que sería preguntarle por las coordenadas. (hasta el próximo domingo, amigo lector)
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