Nacemos con una maleta bajo el brazo. En ella vamos guardando todos los recuerdos, aquéllos que han marcado nuestros momentos de alegrías y también de tristezas.
Y
nuestra vida transcurre y llega el momento en que pareciera que ya no tenemos
lugar donde refugiar tantos y tantos eventos que nos dejaron verdaderas
cicatrices.
¡Con
qué facilidad traemos a la memoria todo aquello que nos causó dolor! Es como si
existiera una especie de autocomplacencia en decirnos a nosotros mismos: mira,
todo esto pasaste, aquí perdiste a un ser querido, aquí la ingratitud. Y revivimos
esos momentos y volvemos a sufrir por algo que solo debería ser un recuerdo
más, casi una anécdota de nuestra vida.
¿Y
qué de aquellos momentos que fueron verdadera fiesta para nuestro espíritu? ¿En
qué lugar de nuestro subconsciente se esconden las sonrisas, las complacencias,
el deslumbramiento?
Absolutamente
nadie ha dejado de experimentar, en algún momento, el instante aquél en el que
la vida se brindó en toda su generosidad y sintió el gozo de ser humano y
partícipe de la belleza, el amor, en una palabra, de la felicidad.
Pero
somos por naturaleza ingratos. No nos damos cuenta que la vida es sumamente
breve y que la suma de todos esos instantes fueron los que nos alimentaron en
la travesía. Nos olvidamos de buscar en el último rincón de nuestra maleta, y
tomar entre las manos, con un gesto de agradecimiento, todos los sentimientos
buenos que encontramos, las personas nobles que en algún momento se cruzaron en
nuestro camino, la majestuosidad de la
naturaleza.
La
vida es muy corta para llenarla de pesares y temores. Los sueños, las
ilusiones, los proyectos, los retos, no tienen fronteras si nos entregamos a
ellos con la mente y el corazón abiertos.
Autor: Anónimo
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