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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

lunes, 25 de agosto de 2014

Vallejo, en la encrucijada del drama peruano (V)

(Conferencia ofrecida por Ernesto More en la Facultad de Química de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en diciembre de 1966)


(…)

¿Qué cosa significa —dirán ustedes— Vallejo en todo este proceso triste, en esta dramática trayectoria de un pueblo? Respondemos que es cosa curiosa que los que tengan que revelar la esencia misma del Perú, sean los peruanos ausentes por siempre de la Patria. Así fue Garcilaso de la Vega, cuya vida, en un lapso de más de 40 años, discurrió lejos de sus lares, y cuyos huesos yacen en la Mezquita de Córdova, quien debía revelar a la conciencia del mundo lo que fueron los Incas, lo que fue su propio pueblo, revelación que se hizo cuando todo fue destruido.

Y Vallejo, lejos de su país desde 1923, y cuyas cenizas reposan en el Cementerio de Montrouge desde 1938, viene a ofrecernos, en su balbuceo poético terrible y en su vida de continua ascensión al Calvario, la figura más impresionante, el símbolo más completo y vital del Perú. Es un hombre desgarrado por la suerte y el destino de toda una nación y de todo un pueblo. Su muerte misma fue una crucifixión misteriosa, porque él no murió viendo la crucifixión de España, y por estarla viendo. Murió de ver crucificar a España y de ver cómo el Perú seguía enfardelado como momia, al margen de los sucesos históricos del mundo, exactamente como ahora.

Si se quiere comprender la poesía de Vallejo, tenemos que examinarla en las cenizas de su patria, porque como bien decía Louis Parrot en el prólogo de los poemas de de Paúl Eluard: "...Lo que desea el poeta es que todas las torres de marfil más sólidamente protegidas, se derrumben —y ahora mismo—, pero lo que reclama, ante todo, es que la poesía, que debe ser la voz misma de un país, su palabra íntima, la expresión de su existencia espiritual, sea libre, si se quiere que sea auténtica". No es extraño, pues, que en un poeta revolucionario como Vallejo, la suerte del Perú se reflejara en su vida y en su obra como una lupa. Es la radioscopia del Perú. Y la hizo sin que él mismo se lo propusiera. Tenía soplo de león y era un hombre inerme, tal y como lo vio y conoció y amó Larrea. Conocía a fondo el castellano, habiendo escrito en este idioma versos de perfecta factura, que Tirso o Quevedo hubieran firmado gustosos, como es el soneto "Intensidad y altura", clásico entre los clásicos. Pero, sin embargo, en todo lo suyo deja infiltrarse la sombra de otro idioma, el tono de otra lengua. Hay algo que está por decirse que vale o más que lo dicho. En sus poemas hay abismos, distancias y contrastes que sólo el Perú conoce. Como el indio, él se alimentó con hambre. Vallejo percibió sus entrañas poéticas cuando dijo: "Porque no debemos olvidar que, a lo largo del proceso hispanoamerizante de nuestro pensamiento, palpita y vive y corre, de manera intermitente, el hilo de sangre indígena, como cifra dominante de nuestro porvenir".

Y como "la autoctonía —como él también lo dijera— no consiste en que se es autóctono, sino en serlo efectivamente, aunque no se diga". Vallejo, para ser un representante digno y auténtico, y no únicamente literario, sino total, del Perú, no necesitaba escribir sobre Amazonas, el Huascarán; sobre Túpac Amaru o Grau. Tampoco necesitaba escribir sobre Stalingrado o sobre Lenin para ser poeta revolucionario. Su autoctonía surge emocionalmente de su identificación y su amor al hombre peruano. Vallejo ha desechado todo lo que es convencional. Su laboratorio está en la consideración del hombre. No es un indigenista, un quechuólogo. Es el poeta que descubre la esencia del ser peruano para amarla y revelarla con fuerza singular y tremenda. Su drama comienza al tener conciencia de que ha de expresar en castellano el drama el drama y el dolor indios, sabiendo que al solo restallido del vocablo peninsular, ha de ahondarse la llaga, la matadura que corroe desde siglos la memoria de una raza sacada de su quicio. La amalgama quechua—española, la fusión de dos pueblos, hecha en vivo, sin vuelta posible a los orígenes maternos, tiene algo de ese dolor dulcísimo que se sorprende en esos imposibles amores serranos, y que Vallejo, con maestría e intensidad incomparables, apunta en "Fabla Salvaje", cuando describe las inexplicables torturas de Balta, que han de llevarlo con fatalidad de pesadilla a hacer sufrir a Adelaida, la mujer que él adora, y que a él mismo acabarán por llevarlo a la muerte.

Nadie ha descrito, como Vallejo, en dos pinceladas, en dos profundos golpes de cincel, el amor serrano:

"¡Cómo lloran las mujeres de la sierra! ¡Cómo lloran las mujeres enamoradas, cuando cae el granizo y cuando el amor cae! ¡Cómo toman un pliegue de la franela, descolorida y desgarrada en el diario quehacer doméstico, y en él recogen las calientes gotas de su dolor, y en él ven largo rato, las restregan, como probando su pureza, mientras percuten los truenos, de tarde, cuando el amor infla sus pezones, que sazonara el polen del dulce, americano capulí; los alza a gran altura y los deja caer y otra vez los levanta!".

Lo más importante, a mi juicio, en esta emocionada descripción de la vida peruana, es el descubrimiento que hace Vallejo del tercer personaje que parece estar presente siempre en los asuntos peruanos.
Es así como, al quejarse de su marido, Adelaida no se dirige a él, sino a tercera persona, figura típicamente serrana.

—"¡Qué he hecho yo! —continúa—. ¡Me bota de ese modo!"

Tal se quejan las mujeres de las sierras cuando se quejan del hombre a quien aman. Creyérase que entre ambos, cuando el dolor arrecia y arrecian los vientos contra los peñascos eternos, hay un tercer corazón invisible, el cual se patentiza entonces ante sus almas y preside sus destinos. A ese corazón se dirige ella ahora, de pie, entre las tinieblas de la tarde, recogiendo sus lágrimas entre las tinieblas de la tarde, recogiendo sus lágrimas entre los pliegues de su falda sencilla y estropeada".

Vallejo capta ese tercer corazón que flota sobre el caos anímico peruano. Recoge y proyecta los sentimientos de los demás. Está presente en el drama. Nadie lo ve, pero todos lo invocan. Es el tercer corazón en el proceso dramático de la creación del alma peruana.



(...)


Páginas 137, 138, 139 y 140 del libro Vallejo en la encrucijada del drama Peruano de Ernesto More.

Caricatura: ROSANA LÓPEZ-CUBAS I LIMA EN ESCENA! (Lamula.pe)

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