Por Ernesto More
(Conferencia pronunciada en las Universidades del Cuzco y Arequipa, el 15 y 29 de octubre de 1954, respectivamente)
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No sé cómo el crítico José María de Romaña García, en la Revista Estudios
Americanos, editada en Sevilla, pueda sostener la siguiente tesis: “Siendo
inseparables español y católico, no está fuera de lugar nota: la pasión
española de Vallejo, que llega hasta a poblar sus delirios últimos, solo
casualmente, geográficamente, por una relativa coincidencia de mentalidad
social, se centra en la España Roja; pero es evidente que su pasión va recta
hacia la España auténtica y eterna”. Este crítico parece ignorar que Vallejo
había estado en España infinidad de veces antes de la instauración de la
República y jamás, ni personalmente en sus versos, había manifestado una pasión
especial por España. Es innegable que esa pasión se prendió en él por vía
política, primero, cuando asiste al advenimiento de la República, después de
haber estado dos veces en Rusia, y luego, con verdadero frenesí, cuando
contemplaba el desgarramiento de España que había de acabar por desangrarlo a
él. Es aquí donde el hombre y el poeta se confunden en uno solo. Toda una
inmensa capacidad de dolor, su infinita sed de sufrimiento encuentra repentina
aplicación. Los poemas contenidos en su obra España aparta de mí este cáliz son los gritos y los alaridos del
hombre ante la muerte y la injusticia. No tienen marca de gabinete silencioso:
llevan más bien el acento de la calle, de la fábrica, de la trinchera, del
pueblo representado en sus grandes facetas creadoras. Señala muy bien Monguió
que de “la emoción producida por la guerra de España y por los dos viajes que a
la Península hizo César en mil novecientos treinta y siete, procede el choque
psíquico que abrió las fuentes vivas de la poesía a su atormentado corazón.
Vallejo vio en la resistencia del pueblo español a la agresión de que era
objeto, la posibilidad de una victoria de ese pueblo, , tras la cual, rotas sus
cadenas, pudiera aplicarse a las tareas de hacer su vida más dichosa, cumpliéndose
así en tierra hispánica un comienzo de la realización de la esperanza del
poeta: la realización de la dicha en esta tierra, la alegría en el trabajo, la
liquidación del dolor de vivir triste y aherrojado”. La enseñanza perdurable
que nos deja Vallejo, el fenómeno que no debemos jamás perder de vista, la
fuerza milagrosa de su poesía residen en el hecho vivo y ejemplar de su
reencuentro con su Musa, a través de la vía política y social. Si queremos
honrar a Vallejo, honrarlo vitalmente, debemos reflexionar sobre este fenómeno
de infinita trascendencia para un pueblo como el nuestro, presa de un atroz
indiferentismo político. No recuerdo quién dijo que el último acto de un hombre
ilumina todo el camino recorrido por él. O lo oscurece. Si Vallejo hubiera
muerto el año 1927, su poesía podría ser clasificada dentro de los anaqueles
dedicados a la poesía pura. Pero después de los Poemas Humanos y de España
aparta de mí este cáliz, “extrahumana de la gran fuente del cholo”, según
expresión de Gonzalo More en la carta que escribió a su amigo, el Dr. Manuel
Jesús Chávez Lazo, amigo, a su vez, de Vallejo. Desde ese momento trascendente,
toda la poesía de Vallejo es recorrida por un tremendo sentimiento de justicia
y por un inquebrantable afán de sacrificio por el bien social. Es aquí donde
está toda la explicación de ese verso famoso: “En suma no poseo para expresar
mi vida sino mi muerte” Y la muerte de Vallejo, no fue el fenómeno de la
extinción orgánica. No se ha llegado a saber siquiera de qué murió. La muerte
en Vallejo, es todo un proceso extrañamente vital, un período en que el poeta a
la luz de la oscuridad de lo desconocido, identificó su espíritu con el gran
hecho universal de su siglo. “Su cadáver estaba lleno de mundo”. Y lleno de
mundo nadie muere.
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