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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El Apocalipsis de los tocadores de calipso

Por David Hernandez

El de Walter Lingán, escritor peruano residente en Alemania desde hace más de quince años, bien puede ubicarse en una lista de nombres fantasmas de escritores peruanos, y también latinoamericanos, dispersos por el mundo, por Europa, por Alemania. Algunos ejemplos serían sus compatriotas Alfredo Pita y Mario Wong en París, Alfredo Bryce Echenique entre Lima y Madrid, Julio Mendívil en Colonia, Sui-Yun en Wiesbaden, o para ser más rotundos, Mario Vargas Llosa en Londres. Se va volviendo casi ley impostergable ("nadie es profeta en su tierra") que la mayoría de escritores peruanos tengan que escribir su obra fuera de su patria, o al menos que parte de su vida transcurra en el extranjero.


Sobre los pros o contras de escribir en el extranjero no tenemos nada que agregar. La única verdad, a la hora de las horas, es que el escritor produzca algo bueno, de calidad, ya sea en la más perdida aldea de su patria o en el más cosmopolita café de Montmartre. El exilio o el insilio son cuestiones secundarias en la literatura. Así, Walter Lingán es lo que podríamos llamar un escritor del exilio si usáramos cánones profesorales. Su obra ha sido producida en su totalidad fuera del Perú: El lado oscuro de Magdalena (novela, 1996) y Por un puñadito de sal (testimonio, 1993).

Este año, El "Curueño", un editor con agallas de la ciudad de los leones en España, decidió apostar por tres narradores latinoamericanos residentes en Alemania. Su editorial "Ediciones del Curueño" (edC) lanzó en la recientemente pasada Feria Mundial del Libro de Francfort del Meno los libros de estos nuevos escritores, entre ellos el libro de narrativa de Lingán: Los tocadores de la pocaelipsis, y el libro de cuentos de Julio Mendívil: La agonía del condenado. Escribo libro de narrativa porque me parece que los relatos de Lingán son verdaderos homenajes a las palabras y aunque contienen los elementos clásicos del cuento, es preferible releerlos y leerlos como simples relatos, cargados de una prosa poética que contagia los sentidos y de una ironía fina (como la flor de la canela) que acaparan la atención del lector.

En Walter Lingán el cuento por el cuento no funciona. El lector queda atrapado por la verdadera fiesta de la palabra que constituye cada uno de sus relatos. Aunque independientemente puedan considerarse, ¡además!, cuentos. Bien por Lingán en este aspecto. Su prosa es fluida, su facilidad para exorcizar los demonios internos que lo atormentan a través de la literatura (o litera-hartura) es formidable. Aunque a veces cierta desidia en el trato temático, cierto forzamiento de situaciones, ganen la partida en dos o tres de los relatos que constituyen este volumen publicado por Ediciones del Curueño.

Aunque ya sabemos que las esquelas y los epítetos son posteriores a la creación artística, veo en los relatos de Lingán elementos suficientes para ubicarlo en una corriente cercana al dirty realism en su versión latinoamericana. Su prosa tiene odio contra todos, pero rezuma amor por los cuatro costados. Es hiriente, es jodedora, es cabrona e incluso insulta, sin embargo, una pizca de ironía bien puesta, la salva de ir a parar al cajón de la basura. Y es que el realismo sucio se alimenta de eso: de las costras, los miasmas y la misma mierda de la sociedad de consumo. Y Lingán, latinoamericano de una perdida aldea de Cajamarca y residente en una de las ciudades del Imperio, Colonia, sabe darle el toque de maestría a su prosa para guardar la sobriedad de la literatura. No es el desenfado por el desenfado ni la protesta del niño disconforme. Sus relatos guardan distancia, están bien elaborados. Lo cual habla mucho de la disciplina del escritor, que, a fuerza de comas, puntos y comas, palos y zanahorias, aún tiene mucho camino por delante. Veamos como ejemplo este párrafo de su cuento Era un panal de rica miel:

"...Por eso hay que morir de gozo en esta vida y si después San Pedro nos niega la entrada al cielo, ya no importa. ¿Conoces la historia del pelao ese más pendejo que Jaimito? Dicen que el pelao murió y se fue al cielo. Después de un par de meses de puro rezo, paz, silencio y la güevonada esa de la castidad, sintió curiosidad por conocer el infierno. Pidió una audiencia a Dios y le planteó el asunto, quien como siempre no se hizo el del culo estrecho y le dijo que cuando quisiera le podía sacar una visa para ir al infierno. Sin tanto trámite, o sea, pucha, más fácil que salir de Cuba para Miami, le sellaron su salida rumbo al infierno... El mismo diablo lo recibió y le mostró el vacilón: puteríos con mujeres más chéveres que en los sex-shops, salsódromos y tragos hasta decir basta, o sea, pues, la vida entera ahí en el averno. Entonces, sin querer queriendo, le pidió al Diablo la posibilidad de poder quedarse a vivir, porque la estadía en el cielo era más aburrida que en Alemania después del carnaval... Regresó al cielo y sin esperar un minuto pidió una visa de residencia en el infierno... Apenas llegó al averno lo encadenaron, lo torturaron, lo violaron y lo metieron en las calderas de Pero Botero... Se quejó ante el Jefe Supremo del infierno de todas las maldades a que lo habían sometido sus súbditos... Ah, le dijo el Diablo, una cosa es el turismo y otra la migración." (Pág. 24-25)

Los relatos cortos que están en el libro guardan una sobriedad tal, que bien pueden figurar desde ya en cualquier antología del cuento breve. Veamos esta pequeña joya que cierra el libro: Los sueños de un pez: "El pez soñó con una laguna de aguas azulverdosas. La laguna, desde su altura, vigilaba la vida de la ciudad que se erigía bajo unos cerros de crestas coloradas. Si el pez se movía, la laguna se rebalsaba, volcaba los cerros y la ciudad desaparecía. Al despertar, el pez tuvo miedo de moverse, entonces siguió durmiendo." (Pág. 168-169). A cualquier conocedor del cuento breve universal le viene de inmediato a la memoria al leer este relato de Lingán, el brevísimo cuento de Augusto "Tito" Monterroso: "Cuando despertó el dinosaurio todavía estaba ahí." El pez de Lingán prefiere sin embargo seguir durmiendo.

Es válido entonces proclamar que la función de la literatura estriba precisamente en eso: seguir durmiendo para despertar los monstruos de la fantasía y la ilusión, sin dejar de tener los pies sobre la tierra, las aletas sobre las aguas de la laguna o las patas sobre el pantano del pleistoceno. Con sobrada razón apunta El Curueño en la contraportada de Los tocadores de la pocaelipsis: "Es peligroso asomarse a este volumen de relatos. Por él deambulan los temores de Europa y las fantasías de América. Es peligroso asomarse a estas páginas en las que Walter Lingán tantea los límites de la razón y la paranoia. Es peligroso dejarse cautivar por la prosa de un autor llamado a ser uno de los grandes de nuestro tiempo." Y es que la prosa-rosa de Lingán se lee y se deleita como esa música antillana, el calipso. Se va desgranando por nuestros ojos como un eucalipto florido, desgranando colores y sonidos más allá de la cutre realidad, más cerca del sueño y la fantasía

Los tocadores de la pocaelipsis (Cuentos) Walter Lingán, edC, León (España), 1999. 173 pág. 29,00 DM ISBN: 84-95403-02-1

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