Por Santiago Roca
Hay que dar gracias a los Santos y Mollohuanca a lo largo y ancho del país porque con su firmeza están contribuyendo a encauzar el surgimiento de una “nueva minería” que en el pasado el Estado no ha podido instaurar acorde con los intereses del país. Digo podrían, porque el proceso recién empieza y hay que poner los temas sobre la mesa.
El trato a la inversión en los últimos 20 años ha sido del más amplio libertinaje. El Estado para atraer a los inversionistas se ha desvelado en otorgarles exoneraciones tributarias, seguridad jurídica, granjerías y protección indiscriminada, sin solicitarles nada a cambio. Los inversionistas deciden a su buen saber y entender cómo se insertan en el tejido económico y se relacionan con las comunidades e inclusive con el propio Estado en su objetivo legítimo de obtener las mayores utilidades por dólar invertido. El Estado les ha dejado la cancha libre, sin haber previamente estructurado un conjunto de reglas e incentivos que aseguren que, mientras ellos se embarcan en sus objetivos particulares, estos coadyuven en forma clara y coherente con los principales objetivos nacionales.
No es raro entonces que en este entorno de libertinaje a muchos inversionistas les interese muy poco generar valor agregado, enseñar y transferir conocimientos o multiplicar la cadena de valor de otras actividades vinculadas o complementarias. Menos aún, generar empleo decente o preocuparse por las externalidades económicas y sociales dañinas de su propia actividad.
Una nueva conducción estratégica del Estado es clave para resolver el entrampamiento. Se necesita que el Estado entienda que la inversión, sobre todo en minería y recursos naturales no renovables, requiere de ciertos condicionamientos y de su monitoreo constante y permanente. El Estado debe definir políticas e incentivos que sean coherentes y privilegien solo aquella inversión que mejor coadyuve a los objetivos nacionales. Por ejemplo, si los objetivos estratégicos más importantes del país son la industrialización y la inclusión social, no basta predicar discursos acerca de ello sino lograr que se concreten políticas que coadyuven a lograr que los inversionistas: i) agreguen valor e industrialicen, ii) aumenten la competitividad, iii) obtengan licencia social, y iv) aseguren que los beneficios extraordinarios de la inversión se compartan entre la empresa, el Estado y la comunidad. La realidad ha demostrado que nada de esto surge espontánea y voluntariamente por obra y gracia de los inversionistas.
En vez de las políticas de los últimos 20 años, se necesita, por ejemplo, políticas públicas que: i) eliminen los “services” en la minería y aseguren todos los beneficios sociales a sus trabajadores, ii) promuevan la transferencia y creación de tecnología, iii) articulen la empresa con otros negocios de la localidad, iv) incentiven la compra de insumos locales y nacionales, v) eliminen las exoneraciones tributarias a los que no cumplen con la licencia social, vi) coloquen IGV a las exportaciones que no añaden valor agregado, vii) preserven el medio ambiente, viii) compartan las utilidades extraordinarias (sobreganancias) del negocio con el Estado y la comunidad, y ix) respeten la vida y la humanidad, entre otros.
Estas deben ser parte de las nuevas reglas del juego en la explotación de los recursos naturales no renovables, debiéndose transformar el obsoleto e inadecuado contrato social establecido en los últimos 20 años.
El trato a la inversión en los últimos 20 años ha sido del más amplio libertinaje. El Estado para atraer a los inversionistas se ha desvelado en otorgarles exoneraciones tributarias, seguridad jurídica, granjerías y protección indiscriminada, sin solicitarles nada a cambio. Los inversionistas deciden a su buen saber y entender cómo se insertan en el tejido económico y se relacionan con las comunidades e inclusive con el propio Estado en su objetivo legítimo de obtener las mayores utilidades por dólar invertido. El Estado les ha dejado la cancha libre, sin haber previamente estructurado un conjunto de reglas e incentivos que aseguren que, mientras ellos se embarcan en sus objetivos particulares, estos coadyuven en forma clara y coherente con los principales objetivos nacionales.
No es raro entonces que en este entorno de libertinaje a muchos inversionistas les interese muy poco generar valor agregado, enseñar y transferir conocimientos o multiplicar la cadena de valor de otras actividades vinculadas o complementarias. Menos aún, generar empleo decente o preocuparse por las externalidades económicas y sociales dañinas de su propia actividad.
Una nueva conducción estratégica del Estado es clave para resolver el entrampamiento. Se necesita que el Estado entienda que la inversión, sobre todo en minería y recursos naturales no renovables, requiere de ciertos condicionamientos y de su monitoreo constante y permanente. El Estado debe definir políticas e incentivos que sean coherentes y privilegien solo aquella inversión que mejor coadyuve a los objetivos nacionales. Por ejemplo, si los objetivos estratégicos más importantes del país son la industrialización y la inclusión social, no basta predicar discursos acerca de ello sino lograr que se concreten políticas que coadyuven a lograr que los inversionistas: i) agreguen valor e industrialicen, ii) aumenten la competitividad, iii) obtengan licencia social, y iv) aseguren que los beneficios extraordinarios de la inversión se compartan entre la empresa, el Estado y la comunidad. La realidad ha demostrado que nada de esto surge espontánea y voluntariamente por obra y gracia de los inversionistas.
En vez de las políticas de los últimos 20 años, se necesita, por ejemplo, políticas públicas que: i) eliminen los “services” en la minería y aseguren todos los beneficios sociales a sus trabajadores, ii) promuevan la transferencia y creación de tecnología, iii) articulen la empresa con otros negocios de la localidad, iv) incentiven la compra de insumos locales y nacionales, v) eliminen las exoneraciones tributarias a los que no cumplen con la licencia social, vi) coloquen IGV a las exportaciones que no añaden valor agregado, vii) preserven el medio ambiente, viii) compartan las utilidades extraordinarias (sobreganancias) del negocio con el Estado y la comunidad, y ix) respeten la vida y la humanidad, entre otros.
Estas deben ser parte de las nuevas reglas del juego en la explotación de los recursos naturales no renovables, debiéndose transformar el obsoleto e inadecuado contrato social establecido en los últimos 20 años.
Fuente: Diario La República, viernes 29 de agosto 2012
0 comentarios:
Publicar un comentario