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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

miércoles, 29 de junio de 2011

Nazario Chávez Aliaga y la literatura celendina: Alfonso Peláez Bazán




Nació en Celendín en 1906. Hizo estudios secundarios en los colegios Nacionales de Cajamarca, Trujillo, Chiclayo y Guadalupe. Profesor fundador del colegio Nacional “Javier Prado” de Celendín. Obtuvo en el Concurso Nacional de Cultura realizado el año 1946 el premio “Ricardo Palma”, con un importante trabajo intitulado “Querencia”. Periodista ágil. Colaborador de los diarios “El Perú” de Cajamarca, “El País” de Chiclayo y “La Nación” de Trujillo. Corresponsal de “El comercio” y “La Prensa” de Lima. Ha publicado los siguientes libros: “Tierra mía”, “Cuando recién se hace Santo” “Pueblos Bienaventurados”, “Incendio”.

LAS HUERTAS DE DON EUGENIO VERA


 Al llegar a la cumbre de un cerro –árido y quemante como todos los cerros que nacen en la cuenca del marañón y apuntalan las cordilleras de ambos lados– al ganar la cumbre decimos, aparece de pronto a la vista del fatigado viajero el paisaje, verde y ondulante, que ofrecen las huertas de don Eugenio.

 De las cansadas pupilas, bórrase al instante la visión gris e inmóvil de los cerros. Y se mete en la sangre una fresca sensación de alivio.

 Ligero y espontáneo vuélvese  el trote de las mulas.

 Una Sombra fantástica se va insinuando por las cumbres más altas. Nos estamos  acercando a la promisora estancia de Don Eugenio.

 Y cuando la sombra enorme llegue a nosotros y pase luego a escalar los cerros del otro lado, estaremos ya bebiendo el agua, fresca y cristalina del “ojo” de Jacapac.

 Jacapac es el raro nombre del hermoso llano donde están las huertas de don Eugenio. Rodeándolo, en jocundo desorden, cerros de formas y tamaños diferentes.

 Del más alto –de El Rumycanta– brota, entre carrizos y juncos, el agua que riega los naranjos de don Eugenio y apaga la sed del viajero.

 ¿Qué caminante dejó de pensar en el agua de El Rumycanta?

***

 Al pie de los limoneros y de los nísperos, las mulas, libres ya de sus engorros, se revuelcan placenteramente.

 La sombra fantástica va ganando la última “fila” del otro lado. Y un hálito de misterio empieza a subir de la tierra.

 Si la pronta aparición de estas huertas –el verde en todos sus tonos– prestó alivio a nuestras pupilas; si la sombra de los cerros apagó el fuego del camino; si el agua de El Rumycanta refrescó nuestras entrañas: la honda bondad de esta estancia nos muestra la gloria de Dios…

 Desde que nos divisaron por la travesía “larga”, don Eugenio, su mujer y sus hijos se estuvieron en la tranca para recibirnos. Ellos no sabían, desde luego, que éramos nosotros. ¿Acaso esperan ellos a fulano o sutano? No: ellos esperan al caminante.

 “Llegue, señor, a su casa”, es la frase sacramental.

 Luego, como un canon de hermandad, le ofrecen al huésped rubias naranjas. “Para el calor, señor. Son de la misma quebrada”.

 Junto al amplio fogón, don Eugenio, sus hijos Alberto y Demetrio y yo rodeamos una burda mesita. La cubre un albo mantel de tocuyo. Cuatro cucharas están simétricamente colocadas a los lados.

 –Acepte la “pobreza”, don Alfonso. Cariño no más le podemos ofrecer a nuestros huéspedes– me dice doña Manuelita, que así se llama la mujer de don Eugenio, al tiempo de poner frente a mí un humeante plato de caldo.

 Casi al mismo tiempo, su hija Hermelinda pone en el centro de la mesa una gran lapa de yucas sancochadas. Es el pan blanco y bueno de esta mesa.

 –Con “sus yuquitas”, “mi” don Alfonso. Son de las “cocinadoras” y “gustosas”. Este año, sabe, la tierra ha estado buena como nunca: ¡Qué “isleños” más grandes y sabrosos! ¡Y qué naranjas más dulces y jugosas! Una bendición de Dios “mi” don Alfonso –con voz que es dicha y agradecimiento, dice esta oración el noble viejo.

 Y yo encuentro que, en verdad, son incomparables todos los frutos de estas huertas pascuales.

 Hermelinda vuelve a llenar la gran lapa, y con encantadora sencillez, derrama la maravilla de su bondad:

 –Nos sentimos felices cuando un huésped nos honra con su confianza… ¿No, mamita?

 Como ahora, hija –se apresura a contestar doña Manuelita.

***

 A un lado de la puerta del cuarto principal hay un largo banco que se ve en el corredor fronterizo de todas estas cosas. Recostados a la pared –caña y barro– estamos cómodamente sentados don Eugenio, sus hijos y yo.

 Don Eugenio envuelve un cigarro en hoja seca de plátano para ofrecérmelo. En seguida, prepara otro para él. Alberto y Demetrio alistan también los suyos. Pronto quedamos envueltos en una como danza de arabescos.

 La conversación es llana y placentera. Se habla de caminos, pascanas, ríos, cerros… Se diría que un dios mitológico preside nuestro extraño sarao

 Sobre la cumbre más alta de enfrente se advierte un movimiento inusitado de nubes: blancas, anacaradas, violetas… En extrañas combinación  de formas y colores, van desapareciendo unas tras otras.

 El cielo, sobre la cumbre, va tomando la apariencia de un lago de ensueño…

 De repente, llena de candor, emerge la luna.

 A lo largo de la quebrada, la canción que nace entre juncos y cañas, se ha hecho honda y nostálgica.

 Con las caras encendidas, se acercan doña Manuelita y Hermelinda. Vienen a ofrecernos sendos jarros de aromático café.

 Y ahí, frente al cuelo, frente a la luna y las estrellas, frente a los altos cerros, frente a Dios, bebemos deliciosamente.

 Luego después, Doña Manuelita ordena:

 –Y ahora a dormir. A veces, mucha “luna” hace daño…

 Y sus palabras son mandato que se cumple al segundo.

***

Mientras todos duermen beatíficamente;
Mientras afuera caen los azares al beso de la luna;
Mientras el viento reza extrañas oraciones,
Yo entrego mi corazón al dolor del mundo.

***

 La rosada luz de la mañana está íntegramente en mis ojos. Un tanto aturdido, me incorporo sobre el lecho.

 Afuera se oyen ya voces frescas  y olorosas, voces que saben a miles silvestres.

 Después  del desayuno, don Eugenio y sus hijos alistan las mulas. Doña Manuelita y Hermelinda ponen naranjas en alforjas.

 –Para la niña Mariíta… para la niña Zoilita…para la otra niña.

 Impacientes empiezan las mulas a dar fuertes pisadas

 –Que todo se ventura, “mi” don Alfonso. Mis “respetos” para toda su familia.

 Alberto, al tiempo de abrazarme, me hace esta recomendación:

 –No olvide decir a sus amigos de la “provincia” que cuando viajen a la “banda“, recuerden que esta pobre choza.

 –Siempre hay grama al borde de la acequia y candela en tullpa– completa Demetrio.

 Las frases caen en mi alma como las estrofas de un canto desconocido

 Luego al paso presuroso de mi mula “Colorada”, en pierdo por un caminito bordeado de naranjos y limoneros.

 Horas después, antes de voltear la cumbre de El Rumycanta, miro entristecido las huertas de don Eugenio.

QUERENCIA

I

 Amarrado al tronco de un corpulento sapote -viejo hermano de la choza de don Juan Chalcahuana, devora el mohíno su porción de fresca grama. Don Juan¡valga Dios! cortó del borde de la acequia las plantas más verdes y lozanas.

 –Llévelo, pues, don Nemesio. Trato es trato. Ya sabe que todo de bueno tiene: manso, fuerte, bien avenido. En esta choza, señor, ¿quién podrá olvidarlo? Algo me consuela saber que pasa a buen "cristiano".

  Don Nemesio Garrido se apresura a desatar el lazo del macizo tronco.

 
Ojalá que todo sea cierto, don Juan.

  La mujer y los hijos de éste se van tras el burro hasta la tranca, que al abrirse y volver a  cerrarse, cruje extrañamente...

II

  El vocerío alegre de seis chicuelos y la bulla jubilosa de tres hermosos canes reciben una tarde a don Nemesio Garrido. Tras muchos días, vuelve de nuevo a casa.

  Todos reparan inmediatamente en el burro “mohíno.

 
Es un magnífico burro, hijos míos.

  Dos largas jornadas, atravesando la cuenca del Marañón, le han probado suficientemente a don Nemesio Garrido que, en efecto, dijo verdad don Juan Chalcahuana.

  Luego se abre la tranca del extenso potrero para dar paso al burro de suave pelambre y bonachonas orejas. Allí se entropará con un caballo huaicho, un burro paclo, una vaca condorilla y un toro casullo. Y la cena humeante, junto al fuego rezongón, espera a don Nemesio Garrido.

III


 Corrían los días. El gran burro mohíno soñaba en las tierras distantes y buenas… al tiempo que iba reconociendo todos los paraderos y todos los portillos.

  Y la oportunidad no se hizo esperar demasiado. Una mañana, por el portillo más fácil, el burro mohíno saltó afuera del potrero.

  Cuando don Nemesio Garrido, tras larga y afanosa búsqueda, encontró los rastros que hablaban, exclamó colérico:

 
Ah, era volvedor…

IV

  Tres días después llega don Nemesio Garrido a casa de don Juan Chalcahuana. Junto al gallardo sapote está el ínclito volvedor.

 
No me advirtió usted, don Juan, de tan fea maña…

  Y don Juan responde con firmeza:

 
No tuve ocasión de saberlo, don Nemesio. Era la primera vez que dejaba su querencia. Y quién iba a adivinar lo que había en sus adentros…

  Con lentos giros mueve la cola el inefable burro.

 
Me lo llevaré siempre. Antes, sin embargo, tendremos que “sacarle” la querencia. ¿Usted “sabe” eso, don Juan?

 
No… Pero ya me lo imagino… -responde afligido el viejo Chalcahuana.

V

  Y en efecto, al otro día, junto a la tranca, le “sacaron” la querencia al desventurado burro. Por los belfos, por los ijares, por las ancas, se la “sacaron” sangrante.

Fuerte mal éste de la querencia, don Juan. Mas con “esto” no hay burro que no sane… y hasta la vista, don Juan.

  Y partió don Nemesio, tirando de la ensangrentada soga, diríase que no un burro, sino una tragedia.

VI


  Dos días después, el caballo huaicho, el burro paclo, la vaca condorilla, y el toro casullo reciben de nuevo al burro mohíno. Se llenó de jubilosos gritos el extenso potrero.

  Por si acaso, don Nemesio Garrido, reparó todos los portillos.

.
  Todo hacía presumir que el burro mohíno ya no tendría más remedio que aceptar su suerte.

   Don Nemesio habló a sus hijos de su gran terapéutica contra el mal de la querencia.

VII

  Más nadie estuvo en lo cierto… Ocurrió la noche de San Juan… Había en el cielo extraños resplandores. Por los cerros distantes, veíanse las fogatas litúrgicas y el viento hablaba de raros sortilegios.

  En una contracción maravillosa de sus carnes, dio el gran mohíno un salto elástico, magnífico.

  Desde el otro lado del cerco, las viejas heridas sonrieron triunfalmente y una tarde tibia, de un claro día, se oyó de pronto, frente a la tranca de don Juan Chalcahuana, un largo y alborozado rebuzno.

Alfonso Peláez Bazán.

 De su libro "Cajamarca" Tomo V páginas 217, 218 y 218.

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