Por Palujo.
.I
Samy (*)
Samy de pequeñín |
En esta caótica Lima, muchas veces y por más buen carácter que tengas,
regresar del trabajo a casa te hace llegar con un genio de los demonios.
Ustedes saben a lo que me refiero. Felizmente, y es uno de los motivos
por los que escribo esta nota, esos tiempos terminaron para mí.
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Sin siquiera sospecharlo, la felicidad que hoy embarga mis días al llegar a casa, la trajo la esposa de mi cuñado Luis. Algunos dicen que mis 52 años me hacen pensar de esta manera. Yo creo que no.
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María Elena, es el nombre de la esposa de mi cuñado Luis; tiene un hermoso departamento en el distrito de Jesús María. Ella y su esposo casi no están en su domicilio durante todos los días de la semana.
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Fue un amor a primera vista. Llegaron a visitarnos a Las Flores del distrito de San Juan de Lurigancho, donde resido, una tarde del mes de setiembre, hace más de dos años. El único que tenía la cara seria era Gabriel Fernando, su hijo de nueve abriles. Junto a ellos llegó Samy; aunque, en esos momentos, aún no tenía nombre.
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Cuando lo vimos caminar por la casa, fue realmente un embrujo. Toda la familia lo quería acariciar y reía mirando cuando el paticorto andaba a paso de gallina con la rosquilla de su cola sobre su espalda y con las orejotas colgadas como si llevara puesto un chullo de lana de “alpaca bebe”.
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Lo dejamos por quince días, nos dijeron. Los días pasaron volando; y, cuando llamaron para averiguar cómo se encontraba Samy, un coro de voces respondió: ¡Está bien; y está feliz!
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Samy, en casa de mi cuñado, se había portado mal. Había destrozado sandalias, zapatos, zapatillas y hasta un pequeño pero costoso mueble de cuero de cocodrilo.
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Las llamadas se repitieron por varias semanas. María Elena y Luis querían asegurarse si Samy se adaptaba a la familia y viceversa. Así fue. Moviendo la cola y dando saltos, Samy comenzó a recibir a cada miembro. Ni bien se percataba de que alguien llegaba, iba en busca de cualquier objeto y, llevándolo en su hocico, lo invitaba, muy graciosamente, a jugar. Será por ello que por unanimidad fue bautizado con el nombre de Samy, una palabra quechua que quiere decir felicidad.
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A medida que iba creciendo el pelaje de Samy se ponía brilloso y acentuaba su color (marrón, negro y blanco); pero también crecían sus travesuras y engreimientos que, poco a poco, se pudieron controlar.
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Sin siquiera sospecharlo, la felicidad que hoy embarga mis días al llegar a casa, la trajo la esposa de mi cuñado Luis. Algunos dicen que mis 52 años me hacen pensar de esta manera. Yo creo que no.
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María Elena, es el nombre de la esposa de mi cuñado Luis; tiene un hermoso departamento en el distrito de Jesús María. Ella y su esposo casi no están en su domicilio durante todos los días de la semana.
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Fue un amor a primera vista. Llegaron a visitarnos a Las Flores del distrito de San Juan de Lurigancho, donde resido, una tarde del mes de setiembre, hace más de dos años. El único que tenía la cara seria era Gabriel Fernando, su hijo de nueve abriles. Junto a ellos llegó Samy; aunque, en esos momentos, aún no tenía nombre.
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Cuando lo vimos caminar por la casa, fue realmente un embrujo. Toda la familia lo quería acariciar y reía mirando cuando el paticorto andaba a paso de gallina con la rosquilla de su cola sobre su espalda y con las orejotas colgadas como si llevara puesto un chullo de lana de “alpaca bebe”.
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Lo dejamos por quince días, nos dijeron. Los días pasaron volando; y, cuando llamaron para averiguar cómo se encontraba Samy, un coro de voces respondió: ¡Está bien; y está feliz!
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Samy, en casa de mi cuñado, se había portado mal. Había destrozado sandalias, zapatos, zapatillas y hasta un pequeño pero costoso mueble de cuero de cocodrilo.
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Las llamadas se repitieron por varias semanas. María Elena y Luis querían asegurarse si Samy se adaptaba a la familia y viceversa. Así fue. Moviendo la cola y dando saltos, Samy comenzó a recibir a cada miembro. Ni bien se percataba de que alguien llegaba, iba en busca de cualquier objeto y, llevándolo en su hocico, lo invitaba, muy graciosamente, a jugar. Será por ello que por unanimidad fue bautizado con el nombre de Samy, una palabra quechua que quiere decir felicidad.
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A medida que iba creciendo el pelaje de Samy se ponía brilloso y acentuaba su color (marrón, negro y blanco); pero también crecían sus travesuras y engreimientos que, poco a poco, se pudieron controlar.
Samy a los tres años |
II
Chiquitín
Chiquitín
Chiquitín |
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La experiencia con Samy hizo que la familia estuviera de acuerdo en acoger a este nuevo integrante. Creo que toda persona que tenga una mascota comprenderá que esta reacción no es un exceso de sentimentalismo. “Es un acto de amor que encierra la vida misma”.
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El día en que María Elena y Luis decidieron dejar a Samy, lo hicieron con todas las de la ley: con su respectiva Tarjeta de Atención Médica firmada por un veterinario, donde se anotan todas las vacunas correspondientes y, aparte de su edad, de su peso, de su raza y tamaño, también se apuntan las enfermedades y su respectivo tratamiento, si los hubiera, durante su vida. La Tarjeta de Atención Médica, como ustedes imaginarán, es una pequeña libreta igual a la que los humanos usamos para atender nuestra salud en cualquier hospital.
El nuevo cachorro estaba flaco, desnutrido, lleno de pulgas y parásitos; por lo que, aparte de visitar al veterinario y abrirle su Tarjeta de de Atención Médica, se lo tuvo que mantener separado, por varios días, de Samy.
La atención de la familia giró alrededor de la pequeña mascota. ¿Dónde está el chiquito? ¿Dónde se encuentra chiquitín?, preguntaban todos al llegar.
Por estas preguntas que repetían la palabra chiquitín, el cachorro quedó con ese nombre, para siempre.
Al comienzo, a consecuencia de la llegada de Chiquitín, nadie prestó atención al comportamiento de Samy; pero, cuando observamos que no era ajeno a este hecho, ya que nos perseguía a cada momento y quería ver qué es lo que ocasionaba tanto alboroto, todos, absolutamente, se deshicieron en explicaciones: “Es tu hermanito”, le decían. “No te preocupes a tí también te queremos”, le hablaban acariciando su lomo.
Ante tanta deferencia, Samy, parecía razonar de esta manera: “No es nada, el cachorro necesita de cuidados, no hay problema”. E incluso, a veces, se acercaba y trataba de oler, con su húmedo hocico, a Chiquitín que permanecía durmiendo, envuelto en suaves paños, dentro de una pequeña caja de zapatos.
Fueron días de mucha preocupación. Todos temíamos que Samy maltratara a Chiquitín; pero, felizmente, la tranquilidad llegó cuando Chiquitín comenzó a caminar y observamos que Samy lo perseguía y cuidaba como un verdadero padre. Samy lo acariciaba con las patas, lo dejaba que montara sobre su barriga y hasta lo empujaba con el hocico y hacía caer con suma delicadeza sobre el piso. Ahora que ambos están mayores, vemos que esa consideración continúa. Cada vez que Chiquitín lo sorprende bebiendo agua, Samy deja que introduzca su hocico en el plato, hasta que haya saciado su sed.
Chiquitín es un perruno de pelo grueso, crespo y color crema. Tiene los ojos pequeños y mirada que enamora. Milagros, mi sobrina, le enseñó a saludar con un beso en la boca. Desde entonces, cada vez que alguien llega, no descansa hasta sentir la frescura del rose de su hocico con los labios o, en mi caso, con mi frente.
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Chuiquitín y Samy |
En realidad, en casa, no sabemos si ellos nos cuidan o nosotros los cuidamos a ellos; pero de lo que si estamos seguros es de que, sin su compañía, nuestras vidas ya no serían las mismas.
C. Zuckmayer, guionista cinematográfico y escritor alemán, dijo en cierta oportunidad que “una vida sin perro es un error”. Otro escritor, del que en estos momentos no recuerdo su nombre, afirmó: “qué hermoso sería morir acariciando a tu mascota”. Yo agregaría, a esta última aseveración, lo siguiente: ...y que, en esos instantes, te lamiera las orejas y los cachetes.
(*) Samy.- En quechua se escribe Samin y quiere decir felicidad o esperanza. Cambiamos su escritura por nashos.
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