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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

lunes, 9 de mayo de 2011

Historias reales y..., de la otras: La máscara y el "shucaque"

Escribe Jorge A. Chávez Silva




El año pasado, en plenas fiestas patrias, me encontraba en Trujillo, en el aprieto de viajar a Celendín, y trataba de encontrar a algún paisano para hacer más ameno de lo que de por sí es el viaje. Entre los gritos de los llamadores y la prisa e impaciencia de los viajeros por abordar los ómnibus, descubrí el rostro inconfundible de mi amigo Cirilo Cruzado, un antiguo compañero de estudios. Estaba casi calvo, pero la ñata y las mejillas chaposas eran inconfundibles. Por eso le decíamos "Pomito de mercurio" en el colegio. Cirilo es encañadino.

-Por un tris no fui shilico -dice, jocoso-, pero me he casado con una celendina.

Después de atravesar la cuenca del Jequetepeque y de trasponer Cajamarca, ya casi llegábamos a su pueblo natal, La Encañada, y admirábamos los bellos parajes de La Pampa de la Culebra, con sus vaquitas "pedreadas" y los "adelantos" modernos que han sido posibles gracias a las migajas que dejan las mineras que operan en los alrededores.

A lo lejos se veía un hermoso estadio de fútbol en plena construcción. Su campo ostensiblemente verde semejaba una mesa de billar. Ante mi interés, el rostro de mi amigo coloreaba aún más de ufano, parecía "pishgo en su nido". Cuando nos acercamos me fijé en el nombre del estadio y no pude menos que sonreír ante el peregrino rótulo que le habían puesto: "Estadio Azteca". ¡Qué presunción!, dije para mis adentros.

Seguimos admirando las "obras" a medida que avanzaba el ómnibus y mi impresión inicial se confirmó tras cruzar la pequeña Plaza de Armas y enfilar por la carretera que lleva a mi pueblo. Desde la cuesta se podía divisar, en la parte baja, un hermoso coso taurino, que ni siquiera Celendín tiene. Cirilo, sin embargo, empalideció cuando nos fijamos en el nombrecito que le habían zampado, escrito en estrambóticas letras: "Plaza Monumental de México".

Sonriente, me volví hacia mi amigo:

-¿Quihúbole, mano?

Ni él ni yo ya no podíamos más. Mientras subíamos la cuesta desde la que se vislumbraba La Encañada como un pueblito de nacimiento, mi cara, más que burlona, hizo mella en Cirilo, quien, muy amoscado, me preguntó:

-¿De que te ríes?

-De lo huachafos que son tus paisanos, ponerle esos nombres a su estadio y a su plaza de toros- y mi risa, ahora franca, iba in crescendo

-¡Qué pues hablan los shilicos de huachafería...! -me espetó en el colmo de la amargura-. ¿Acaso ustedes no le han cambiado de nombre a muchos lugares de su tierra? Al Huauco, ¿no le han puesto Sucre? A Lucmapampa la llaman ahora Jorge Chávez; a Huacapampa, José Gálvez; y, aguanta, a La Feliciana, ¿no le dicen ahora pomposamente Sevilla? ¿Se creen que son españoles? ¿Y a Colpacucho, no le han puesto El Rosario? Y no sigo porque de aquí te bajan muerto del "shucaque".

Era cierto. Toda esa andanada de acusaciones me había puesto de punta los pelos, los últimos que aún me quedaban. ¿Sería uno de los síntomas del tan temido "shucaque"? Cuidado, que el "shucaque" es la vergüenza reblandecida. A partir de entonces íbamos en silencio; Cirilo miraba obstinado el verde-marrón paisaje de la jalca y yo maldecía interiormente a los ridículos, pretenciosos y mendaces que habían cometido la mala acción de cambiarle de nombre a esos lugares entrañables.

Maldecía a esos mequetrefes mentales que nunca habían llegado a entender que los nombres originales eran más hermosos y válidos que los impostados porque encierran, en su dulce sonido, una historia, una explicación contundente de la vida y una honda poesía telúrica. Definitivamente, pensé, esos cambios de nombre no sólo denotaban incultura sino una inseguridad profunda, un complejo psicológico, una insatisfacción con respecto a lo que se es... Cambiar de identidad significa embozarse el rostro para no mostrarnos tal cuales somos. Es ir por la vida exhibiendo una careta ridícula que sólo puede producir sonrisas despectivas en aquellos que sí saben quiénes son, que se aceptan como son y que no se avergüenzan de ello. Y es precisamente este tipo de gente el que ama realmente a su patria, a su terruño, el que de verdad lo lleva grabado a fuego en su corazón...

Ya en Celendín, esa noche no pude dormir. Me latían las sienes y me dolía horriblemente la cabeza. Mi madre, que es toda amor, me preguntó muy preocupada:

-¿Qué te pasa, hijito, no puedes dormir?

-Creo que tengo jaqueca, mamá.

-¿Jaqueca? ¿Qué es eso? "Shucaque", dirás. Voy a traerla a doña Rudecinda para que te lo saque...

Esa noche, algunos pelos suplementarios abandonaron definitivamente mi cabeza, dejándome aún más expuesto a las inclemencias del sereno. Fui víctima pues del "shucaque" y de las horas insomnes que dediqué a pensar en la huachafería y en sus devastadores estragos en la fisonomía de mi pueblo y, sobre todo, en la horrible imagen mental que algunos quieren dar de él.

Esa noche tuve una pesadilla, soñé que un candelejón le había cambiado el nombre a Celendín y le había puesto "Nueva España"...

1 comentarios:

Scdno. SILVA URQUÍA. dijo...

Tenemos un país con grandes problemas sociales, como los de falta de identidad y autoestima. Esto incitó e incita a quienes sufriendo de eso, llegaron y llegan a dirigir los destinos de nuestros pueblos, a copiarse en vez de crear, a repetir en vez de innovar y a conformarse en vez de cambiar.
Si en el tiempo de su viaje, nuestro amigo Jorge A. Chávez Silva, se hubiera dado cuenta que el distrito pro minero de La Encañada se apropió de cientos de hectáreas de territorio sucreño y celendino, desde Cumullca hasta Sendamal el shucaque lo hubira matado.

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