Por Alexander Saco (*)
El asesinato de los delfines rosados en la Amazonía muestra
nuevamente
la arrogancia del humano frente a las demás especies, que tienen igual o
más derecho que el nuestro a habitar el planeta.
Ello porque
ninguna especie animal ha llevado a la Tierra al borde del colapso
ambiental, que si se llegará a producir haría inviable nuestra
continuidad y la de los demás animales. La nuestra es una especie
peligrosa para el planeta, pues a pesar de que conoce la magnitud de sus
errores, no es capaz de repararlos seriamente, como lo evidenció el
fracaso de la cumbre de Copenhague.
Pero no sólo son los delfines
rosados, sino una serie de hechos que se repiten y muestran semejanzas
no tan obvias en prácticas de distintos países. Eso se hace visible por
ejemplo en la autorización que brinda el Estado de Canadá para perpetrar
la matanza de alrededor de 300 mil focas al año, debido a que sus
pescadores aducen la misma razón que los que mataron a los defines en la
selva peruana: que las focas o los delfines no los dejan realizar sus
labores. Pero si lo observáramos de forma inversa, los animales podrían
tranquilamente querer aniquilar a toda la humanidad porque hemos
extinguido miles de especies, interrumpimos arbitrariamente sus ciclos
vitales y cercenamos su libertad.
El problema no es cultural, en
el sentido que los peruanos seamos más salvajes que los canadienses o
que los daneses, que también masacran focas casi como un deporte; el
asunto es más profundo y tiene que ver directamente con el
antropocentrismo, que es una teoría y práctica que coloca al humano como
centro del universo, lo cual a todas luces es de una arrogancia
insuperable.
Así, el humano ante sí y por sí, ha construido todo
un sistema de valores y de relaciones con la naturaleza, desde el que
todo debe servir para sus diversas necesidades, y no ha procurado
establecer un equilibrio para mantener una relación aceptable con el
ambiente y demás animales.
Mono desnudo 1967
No
cabe duda de que el humano es el animal más emparentado con los simios.
Desmond Morris lo estudió magistralmente en su libro El mono desnudo
(The Naked Ape, 1967), en el que coloca al humano en una dimensión de la
que pretende separarse: la de ser analizado desde su condición animal,
de la que es un primate sin pelo que lo proteja. Esa perspectiva es la
que urge recobrar, para así ubicarnos en un contexto en el que cada vez
es más obvio que deberemos rescatar e interpretar el saber no sólo de
las culturas que más buscaron armonizar con lo natural, sino de la
propia cultura y sociedades animales.
Ello lleva a preguntarnos
qué es la animalidad y a contradecir el uso que se hace de ésta palabra,
en el sentido de atribuir al humano que comete un acto violento o
indigno conductas animales, diciendo: es un animal. Lo cierto es que los
animales sólo matan en defensa propia, por reacción frente a un recorte
de su libertad o por hambre. Mientras el humano mata por celos, por
envidia, por dinero, por poder, por territorio, por xenofobia, por
placer, por amor, por propiedades, por petróleo o hasta se escuda en el
arte para matar toros. Además, nuestra propia organización no sólo
elimina muchos animales, sino que lleva muerte a los propios humanos, lo
que contrasta con la protección que las sociedades animales dan a sus
miembros. Por eso cuando un humano comete una acto brutal lo que cabe es
identificar su humanidad, no su animalidad.
Se calculó en la
década de los ochenta que en promedio cada veinte segundos un humano
mataba directamente a otro; dato que hoy debe ser más alto aun. Puede
que el humano mate más fácilmente porque en la mayoría de los casos no
requiere mucho esfuerzo, ya que la tecnología le permite apretar un
gatillo o con un botón lanzar un misil. Sea como fuere, hemos
automatizado la muerte del humano por el humano y del animal por el
humano; lo cual lleva también a pensar alternativas a las cadenas de
consumo alimentario en las cuales nos desenvolvemos.
Humano
bueno
Pero no se trata de presentar sólo nuestro lado
cuestionable, sino de llamar la atención justamente debido a que el
humano ha sido y es capaz de producir desde su inteligencia y particular
pensamiento, acciones y obras sublimes que lo conectan con el universo.
Mientras más grande una acción, mientras más noble, más natural se hace
el humano. Esa capacidad y potencialidad positiva es la única que puede
ir aminorando la otra cara del humano, que aniquila y destruye sin
reparo, independientemente de su origen nacional, étnico, cultural o
social.
Como dijo hace poco Stephen Hawking, deberíamos evitar
el contacto con extraterrestres porque éstos de llegar al planeta lo
harían para succionar recursos naturales, entre los cuales podría estar
nuestra propia carne. En esa lógica los animales y las plantas estarían
en todo su derecho de evitar el contacto con los humanos, que durante
milenios nos dedicamos a utilizarlos sin límite ni coherencia, como si
fuésemos los dueños del universo, cuando ni siquiera somos libres para
hacer con nuestras vidas lo que nos parezca.
Naturaleza
humana
Morris, que es zoólogo, con sagacidad explora por
nuevos caminos las características de la naturaleza humana habiendo
advertido que tanto los antropólogos como los psiquiatras y
psicoanalistas, han estereotipado sus observaciones, los primeros debido
al estudio de culturas primitivas, casi extinguidas y atípicas y los
segundos al tomar como objeto de estudio especímenes forzosamente
anormales o fracasados en algún aspecto.
OTROS PLANETAS: La lógica de Hawking es simple y convincente. No es la primera vez que sostiene la posibilidad de que exista vida en otros planetas o lugares del universo, el cual, señala el científico, tiene más de cien billones de galaxias, cada cual con cientos de millones de erstrellas, de las cuales apenas conocemos algunos planetas parecidos a la tierra.
Fuente: Diario La Primera. (*) Colaborador.
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