Por Mario Peláez
En el sentido más liviano de la palabra, de ésa que nace con el solo aliento, estoy agradecida de la vida. De todas mis edades, con sus altas y bajas. Aunque no deja de causarme zozobra la futura celada del tiempo. Pero como repito a mis hijos, mi desanimo, y a ratos pesimismo, rápidamente lo supero evocando mi niñez, los años de la “pecosa Simone”, como me llamaban en la escuela, o de la “precoz Simone” decía mi madre.
Ya no importa cómo sucedieron los hechos, y cuáles sus efectos, importa como hoy los recuerdo, en el momento en que acampan en mi conciencia.
Transcurría la década de los setenta: la guerra fría estaba en su punto; los hippies definían el paisaje citadino; el gobierno de Velasco Alvarado enloquecía a la aristocracia; Lima glotona se gratificaba como el Perú. Pero también la carrera espacial acaparaba las conversaciones.
A pesar de que tenía 8 años recuerdo bien las discusiones de mi abuelo paterno, “Don Porfirio”, con el Dr. Montalvo, quien una vez a la semana pasaba por casa. Entonces decíamos, “nuestro médico de cabecera”.
-Esta sí es proeza científica que dignifica al ser humano y que desmiente nuestro origen animal; y de paso cuestiona la afirmación de los comunistas que dizque alunizaron con su perra Layka- chillaba mi tío Aurelio.
Yo siempre me encontraba como clandestina en una esquina de la sala, usurpando la conversación de los adultos.
-Abuelo – irrumpí audazmente sin darle oportunidad a que intervenga el doctor – quiénes son los comunistas.
Mi padre abrió los ojos como loco y sentenció
-Ve de inmediato a llamar a tus hermanos para que saluden al doctor, y no demores.
Mi madre desde el umbral tomó partido por mí: “espero que el juicio final o el apocalipsis no tengan rostro de mujer”.
Esa fue mi primera pregunta y mi primera rebeldía, pues no me moví de la sala a pesar de los afanes de mi padre. Años después entendí que nosotras las mujeres vivimos cercadas por impalpables murallas: por gestos inapelables; por miradas dobles; y por voces sin pentagrama que los cobije. Por eso mismo, me digo ahora, las mujeres debemos consolidar nuestro yo social, más que el otro yo de la individualidad.
En casa los roles y escenarios estaban aritméticamente establecidos. Mi padre, de escasa sonrisa, como si siempre estuviera posando para la cámara, tenía la palabra definitiva en todo, y obviamente monitoreaba la vida diaria desde la cabecera de la mesa; mi madre lideraba la cocina y demás interiores, pero, eso sí, hacia denodados esfuerzos por no ser invisible; mi hermana Analuz tras las faldas de ella; mis hermanos, Felipe de 10 años y Roberto de 9 siempre jugando en la calle y con la palabra justa para prolongar su ausencia, además de nunca saber dónde dejaban sus cosas; y yo en todos los rincones de mi mente y de la casa.
No recuerdo un solo permiso para pasar una tarde en casa de alguna amiga. Mi padre decía que yo era desobediente y descuidada. El carácter de él tendía al alza; nunca pudo entibiarlo. Pero aquella vez desbordó “como un huayco”, comentó a media voz mi madre.
Estábamos en la sala-comedor. Como siempre el doctor. Montalvo y esposa y sus dos hijos de la edad de mis hermanos; el alcalde y esposa y su hija de mi edad. Desde luego los niños almorzábamos en mesa aparte. A esa edad poco nos interesaba las palabras de los adultos y menos las nuestras a ellos.
Cuando la conversación de “temas importantes” se agotaron y los bostezos irrumpieron, se le ocurrió al alcalde preguntarnos (con su clásica voz de alcalde) “qué deseábamos ser cuando seamos grandes”. Todos sonrieron. Ocasión que me permitió saber que los niños sí tenían espíritu.
- Haber tu Renancito, dijo la esposa del alcalde
- Yo astronauta
- Yo bombero - gritó Matias
- Enfermera - precisó María Rosaura
Las miradas se congelaron viniendo hacia a mí.
- Y tú Simone que deseas ser– me preguntó el alcalde
- Yo quiero ser varón, pero sin bigote. – dije gritando.
Al instante se borraron las sonrisas. Entonces la “vergüenza familiar” se abrió con paso marcial.
En la noche (supuestamente dormidos los críos) mi padre dijo a mi madre con timbre poco amistoso. “A partir de hoy debes doblegar la vigilancia a Simone, y nada de concesiones. Que papelón el que nos hizo pasar. Viste la cara del alcalde. Y no me vengas con discursos feminista”.
Apagó la luz del velador. Estoy segura que mi madre apenas lo escuchaba. A mí el sueño tardaba en llegar, no eran minutos de insomnio sino de magia y sin el pulgar en la boca. Más bien una dulzura se agolpaba en mi corazón. Yo me desquitaba en la escuela con preguntas a mis profesoras, a muchas no les gustaba, o jugando con los chicos y a veces peleando con mis amigas que llevaban en su mochila una Barbie con lindo vestido que le había regalado Ken. También me desquitaba leyendo cuentos.
Pero era en mis sueños donde me imponía a discreción, sobre todo soñando despierta. Soñaba que ponía en aprietos a mi padre, preguntándole: “papi por qué las niñas no tienen pipi”, o “papi qué tamaño es el universo”. Sin pretender, como dice el poeta, que el niño sea el padre del hombre, y sin historia de que arrepentirse.
Como si adivinara mi padre mis sueños y pensamientos, al día siguiente reiteraba a mi madre aquello de la disciplina. Y ella, no tengo duda, se reía en sus adentros, sabía que lo que yo quería era los privilegios de mis hermanos.
II
La abuela Simone reiteraba que se casó con la vigilancia patrialcal. “El tiempo siempre será futuro, sin que nadie encare su amnesia”.
-Felizmente su padre fue una persona reflexiva – dijo Simeone a sus hijas – esto facilitó que los criáramos sin importar el color rosado o celeste de sus ropas, y si jugaban con yases o pelotas. Queríamos que el mundo se expanda por igual para todos ustedes.
- Otra vez mamá con el mismo rollo – alegó Felipe con tono apacible.
- Les digo esto, una y otra vez, no por chochera, sino porque quiero que llegue a los oídos de sus maridos y mujeres. En especial de Raúl que parece papá del medievo.
- Por suerte Rusita tiene una excelente profesora – argumentó Analuz.
Días antes la abuela Simone fue advertida que celebrarían el cumpleaños de su nieta junto con el suyo. “será un día espléndido mamá”.
Simone por supuesto no creía en el corsi y ricorsi, en el eterno retorno, del que hablaba el filósofo Vico. Ella decía, “no es bueno negar la dialéctica, como tampoco que la memoria sustituya a la historia, que sería como mirarse al ombligo o de estirar gratuitamente los límites de la realidad”. Pero, pero inexorablemente sucedieron los hechos.
Aconteció fulgurante, como si el tiempo hubiese sido clonado.
En efecto, celebrábamos los siete años de mi nieta Ruth y los tantos y tantos míos, y debo confesar que sentí ráfagas de emoción, de incontaminada emoción propia de los siete años. Estuvieron presente la familia en pleno, más dos profesoras de mi nieta, algunos adultos más y la pandilla de niños que se desplazaban por todos los rincones.
Aconteció minutos antes de cortar la torta y cantar el “cumpleaños feliz…”
Parada en la silla y abriendo de par en par sus ojos negros mi nieta me devolvió la mirada; y aviva voz dijo:
- Abuela Simone ¡regálame un pipi!, como el que tiene mis amiguitos.
Entonces despuntó un frenético segundo de silencio, pero enseguida todos rieron a mandíbula batiente, chispeante como pequeñas luces de bengala… (Hasta el próximo domingo, amigo lector)
(* ). Mi simbólico homenaje a Simone de Beauvoir, una de las mentes más lúcidas de Occidente. Mi personaje se enorgullece de llevar su nombre
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