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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

viernes, 2 de febrero de 2018

(CUENTO) LA DERROTA DEL LOBO FEROZ …

Por Mario Peláez.


Él vivía en una calle con paredes decoradas a lo lumpen, con manchas de orines cual figuras geométricas y dibujos de penes y vaginas lujuriosos, calle engañosa, a la espalda del antiguo local del Ministerio de Educación de diecisiete pisos, hoy convertido en estación judicial.

Pero fue en el portón de la Casona de la Universidad de San Marcos donde nos encontramos. Apenas nos reconocimos. Qué difícil es acceder a los viejos rostros. Nuevos de alguna manera. “Hola Jorge Portales, desde los tiempos bíblicos no nos vemos”, me dijo aireado su saludo con una sonrisa. Y yo, “qué gusto, qué sorpresa, mi estimado Carlos Gutiérrez”.

- Supongo que estas entrando a la Casona. Lamento no quedarme hasta el final del evento. Es hora de recogerme. Anota mi dirección, visítame – dijo.

Con la mirada y la mano apuntando a la mole de diecisiete pisos ratificó la dirección.

- Te visito, seguro que te visito. Oportunidad para repasar nuestras vidas. Sobre todo de la época que estudiamos en el Pedagógico, allá en el Cuzco.

Nos abrazamos con laxitud. Como corresponde a dos cuerpos flácidos. Y seguro que también en él perduró unos minutos hervores de un extraño estado de ánimo, algo relacionado con la levedad del tiempo, de difícil paladeo.

Pasaron los días, las semanas, los meses. Un tiempo indefinido, y no asomó indicio alguno que me recuerde el encuentro y mi compromiso de visitarlo. Mucho menos recordar que a Carlos Gutiérrez le quitaron la beca de estudio en el Pedagógico, por liderar justos reclamos; y que faltó compañerismo para defenderlo, especialmente de mi persona en tanto dirigente.

¿“A dónde va la memoria?. ¿A dónde van a refugiarse los hechos vividos?. ¿”Qué dios malo los conduce”?, me pregunto siempre que requiero de algún recuerdo.
Una gestión en el Tribunal Constitucional que llevaba meses, de esas que quitan años de vida y lesionan la dignidad, me llevó, por la Avenida Abancay cuesta arriba, y fue entonces que de súbito me acordé de Carlos Gutiérrez y de mi promesa.

En efecto. 

Su habitación quedaba en el tercer piso de un lúgubre edificio de cuatro pisos, al interior del departamento 306. Estuve a punto de dar media vuelta, pues estime que las visitas sorpresivas generan inconvenientes.

“Las más de las veces, las formalidades se esfuman al instante, y es posible que Carlos no recuerde nuestro encuentro”, pensé preocupado.

- Busca al profesor Gutiérrez – me preguntó con voz chillona una robusta mujer desde el otro extremo del pasadizo – toque fuerte, el profesor está enfermito.

Un buen rato transcurrió para que Carlos abriera la puerta, y gracias al auxilio de la mujer. Los demás inquilinos no se encontraban. 

El rostro de Carlos lucía demacrado, más bien funerario; en sus mejillas escuálidas vagaba una rala barba y un bigotito para adivinarlo. Al verme, su mirada se iluminó de sorpresa.

En su habitación (dormitorio y comedor) todo brillaba. Un olor a naftalina predominaba. En una esquina, sobre una mesita, se amontonaban los cuadros que pintaba a carboncillo, a un costado reposaba un charango. 

Había quietud, silencio, pero no soledad, advertí 

- Toma asiento por favor – me dijo acercándome la silla – y gracias por el jamón y el pan para acompañar el cafecito. Ahora no ando bien. Creo tener todos los males. Pero ahí voy empujando los días, aunque con poca calle, calles muy violentas.

Yo trataba de focalizar mi mirada en un solo punto, como queriendo mirar para mis adentros. No me sentía autorizado para mirar libremente. Creía que al hacerlo desnudaba su precariedad. “Después de todo la vida se reduce a lo que ven los ojos”, pensé con pueril pragmatismo.

- Efectivamente, ahora las calles son peligros mortales – contesté con tono manso. 

- Sí, igual la televisión con sus obesos noticieros. Yo solo prendo el televisor para no olvidar cómo se apaga. Igual cuando abres el periódico y prendes la radio – dijo con convicción, acompañado de una leve sonrisa. 

“Cuánta razón”, me dije, pero solo alcancé a decir.

- Otro tanto en el cine, y los estadios.

- Ahora una opresión recorre las oquedades de todo el cuerpo, hasta cuando suene el teléfono, el timbre de la casa, el despertador, cuando ves al policía en tu esquina, o cuando anuncian mensajes a la nación. Lo cual suma un cinismo expreso, de misericordiosa ayuda… Ya no hay ética cotidiana

Su voz era opaca, pero de una sonoridad potenciada por el lenguaje de sus manos.

- Así es – dije sumándome a sus reflexiones, y agregué – primero se instala el miedo y luego la violencia se vuelve cotidiana y hogareña, ajena a toda épica.

Percibí que Carlos había acampado en algún viejo recuerdo, tenía el ceño fruncido y el mentón altivo. 

- Pero también son peligrosas las sorpresas – dijo levantando la voz y mirándome. Hizo una larga pausa, y ya con tono conciliador agregó – No hay razón para agriar los mejores tiempos. Es una obligación refrescar y defender las mejores vivencias que ahuyenten la soledad; y enfrenten al lobo feroz. A mí no me asusta la muerte, generosa forma de volver a la tierra transformados en una nueva semilla.

Ningún desabrido gesto enturbiaba sus palabras.

- La próxima vez que me visites te leeré algunos poemas míos hechos de palabra llana - dijo, ruborizándose.

“Sin duda él tiene la compañía del arte. Gran experiencia que hace soportable la vida tediosa, ordinaria”, medité; y prometí.

- Formidable, no me lo pierdo. Recuerdo que en las actuaciones culturales del Pedagógico tu poesía siempre estaba presente.

“Al fin regresaste memoria de mierda”, agregué para mí.

- Conservo algunas poesías que escribí cuando estudiamos allá en el Cuzco; otras en estos tiempos y que se han juntado. Ahora te leeré un trozo. Que me gustaría sea como mi recordatorio o epitafio:

CIERTO. NO ESTOY AQUÍ. ¿ACASO SE ACABÓ EL FUTURO?

Nos despedimos persuadidos de que ya no habrá una segunda visita. 

De pronto un gesto altivo se instaló en su rostro, como si su viejo cuerpo hubiera recepcionado al niño que retorna por sus venerables canas. 

A veces el azar decreta hechos que ni la imaginación puede imaginar.

Cruzamos miradas sostenidas y sonriendo celebramos la derrota del lobo feroz

(Hasta el próximo domingo, amigo lector)

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