Por Mario Peláez
Hacía intenso frio en la ciudad, mucho más en el auditorio por el
lenguaje lleno de abstracciones y oraciones asépticas que iban y venían y
tronaban. Marcelo Velxis, escritor, tenía puesto un abrigo de color
negro y una bufanda gris, su rostro cariacontecido expresaba
puntualmente su ánimo, apenas participaba en el conversatorio.
—Tanto las premisas como las conclusiones son concatenaciones de
símbolos dibujados en el aire que buscan afanosos materializarse en las
redes neuronales del cerebro— afirmaba el neurofisiologó mexicano Andrés
Molero, acompañándose de un perezoso lenguaje corporal— Sí, agregó, las
neuronas nunca dejan de romper viejas articulaciones y desarrollan
otras nuevas.
A Velxis le llegaban las palabras como sensaciones
en cámara lenta, sordas y afiebradas, que disputaban un lugar en su
cerebro con apremiantes preguntas y tristezas, relacionadas a la
“violación” y embarazo de su menor hija. Malestar que crecía por el
oportunismo con que se consumaron los hechos; y peor -se dijo- si
frustraban sus estudios.
—No sé si estemos preparados
emocionalmente para darle la bienvenida —dijo el físico Jean Melsin, su
voz aflautada convertía el sonido de la z en sonido de la f; tenía el
entrecejo al acecho y disertaba con teatralidad— tengan en cuenta que en
esta etapa la criatura depende totalmente de nosotros, su independencia
depende del algoritmo, de la innovación exponencial de la inteligencia
artificial.
En el cerebro del escritor Velxis germinaban
sentimientos contradictorios, “con casi seis meses de embarazo —se dijo
enojado— cómo es posible no darnos cuenta, peor su madre; y entonces
recordó los comentarios de ella, sobre lo bien que le asentaba a
Mercedita esos kilitos de más. Tamaña estupidez, murmuró.
—Ahora
sin más postergación se debe elaborar una regulación —precisó el
antropólogo forense de rostro ascético— antes de que sea tarde, antes de
que escape al control humano; y debe elaborarse considerando que el
pensamiento es únicamente actividad neuronal, donde la lógica apenas
tiene presencia. De allí que el ordenador, engreída criatura de la
inteligencia artificial, esté programado para actuar como una red de
neuronas cerebrales. Y que genéticamente solo requiere del clic…
De pronto, el escritor Velxis decidió preguntar si en el campo de la
inteligencia artificial ya podría hablarse de autoaprendizaje, pero
sintió que vibraba el móvil, miró la pequeña pantalla y dejó que siga
vibrando. Era su esposa. Él sabía lo que diría: “no olvides tu
responsabilidad de padre, la edad de Mercedita, de apenas 16 años, y que
Carlos Fuentes, violador y compañero de estudios había cumplido 18
años, entonces pasible de ser castigado por los tribunales, además
dejaron de ser enamoraditos hace tiempo”…
—No perdamos de vista —advirtió el biólogo— el vertiginoso avance de la inteligencia
artificial en Alemania y Estados Unidos. El nuevo pariente, el señor,
don Robot, el nuevo homo sapiens que a la fecha goza de autonomía;
aunque todavía requiere de nosotros para tareas más complejas.
Ahora el escritor lucía menos inquieto, y asentía con la cabeza las
palabras del biólogo. Se sentía soberano de sus sentimientos y
decisiones. El sufrimiento —meditó— es circunstancial, en cambio los
afectos son perdurables.
Por la forma de estar sentado y la
cabeza metida entre los hombros se pensó que el físico dormía. Todo lo
contrario, irrumpió a viva voz asegurando que la criatura ya estaba
tocando las puertas de los hogares y centros laborales.
—El nuevo
pariente, como bien le llama el ilustre doctor Ferri, ha llegado a
liderar, y decidir por sí mismo, sin necesidad de programarlo.
El frio se había replegado, quién sabe, buscando entristecer otros escenarios.
Motivado por algún rezagado sentimiento, el espíritu del escritor
Velxis se activó. Imágenes y sentimientos desfilaban presurosos. Recordó
los versos de Octavio Paz, “una muchacha y un muchacho/ comen naranjas,
cambian besos/ como las nubes cambian sus espumas”. Vió llegar a
Mercedita al mundo, estrenando su llanto, con el pulgar en la boca. Y
tuvo tiempo para meditar que somos perdedores, y solo lo sabemos cuándo
envejecemos; felizmente contamos —reflexionó— con un antídoto, nuestra
inmortal sonrisa de cuando éramos niños; pero no recordó quién aseveró
que “el niño es el padre del hombre”.
Al fondo, como desterrado,
fumaba con fruición el periodista invitado del diario “El País” de
España, Edwim Feijó, vestía extravagante y lejos de él algún aire
beatífico.
Se puso de pie, y con envidiable ironía, sostuvo que
no pasaría mucho tiempo para que los comportamientos se inviertan, y los
robots nos den la bienvenida. Por de pronto —dijo eufórico— no la pasan
mal: no sufren enfermedades ni dolores, al diablo con el cáncer; no
tienen pesares por la perversión del medio ambiente y los derechos
humanos, el amor y el erotismo son arcaicas relaciones de la
posmodernidad. ¿No ven ustedes en los robots a nosotros? —preguntó
acompañándose de una pícara mueca. No —agregó, finalmente— no hay en
mis palabras pesimismo antropológico. El destino de nuestra especie no
es cierto, sino incierto. Así los hechos el robot puede ser el macho
alfa, con su decálogo bajo el brazo, y la comunicación reducida a
interacciones digitales.
El escritor Velxis hizo una pausa
mental, al sentir que una querencia avivaba su espíritu, y sonriendo,
como cuando era niño, deletreó un nombre...
En sus ojos asomó un
brillo coqueto y tierno, que a lo mejor buscaba, la eternidad en ese
instante… (Hasta el próximo domingo, amigo lector)
0 comentarios:
Publicar un comentario