Por Mario Peláez

Así, tanto el grito rebelde como la feliz sonrisa son genuinos nutrientes de la conciencia, por tanto son los cimientos de nuestra identidad. Sin embargo, los Estados, las cúpulas religiosas y los currículos de estudio enlodan la identidad, sumando “a ciegas”, sin criterio de selección y dosificación, factores como el color de la piel, el territorio, la religión, el idioma, la costumbre, y que pronto se convierten en portadores de mortales virus: en xenofobia, en racismo, en machismo, en exclusión: en segregación. Finalmente en nacionalismo ramplón, en fanatismo religioso y patrioterismo. Ninguneando así el mejor patrimonio de la humanidad: la diversidad cultural.
La provincia de Celendín es un ejemplo singular, especial en varias conductas (y conste que estoy ahorrando adjetivos, cuidando de no caer en alabanza pueblerinas). Los celendinos con pasión viven lo propio y con pasión gustan de lo que viene de otros lares. Por eso en Celendín no se conoce la exclusión, el racismo. Aquí sabores, creencias, fiestas, idiosincrasias desarrollan con la pluralidad cultural. Una de las razones de esta formidable conducta social tiene que ver con el espíritu siempre en ebullición del celendino: de trotamundo, de “pies impacientes”, de ciudadano universal, con afecto cotidiano, acompañado de fina ironía. Celendinos hay por todos los confines del mundo. Nunca rompen el cordón umbilical con la patria grande, por eso se van y regresan, se van y regresan. Como dice el poeta Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.
No hay duda, el Perú es la suma de las patrias grandes de todas las regiones. (Hasta el próximo domingo, amigo lector)
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