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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

domingo, 5 de enero de 2014

Narrativa: Walter Lingán (*), La mansión del Shapi y otros cuentos : Semana Santa / 2 y La escuela

Semana Santa / 2.

A la memoria de Pedro Huilca (Dirigente obrero, asesinado en 1992 por el grupo paramilitar “Colina”) y Jesús Páez (Dirigente obrero y barrial, desaparecido en 1977 durante la dictadura de Morales Bermudez).
A la lucha del pueblo cajamarquino en defensa del agua, la vida y la dignidad.

Un grupo de trabajadores, campesinos y amigos se encontraban cenando. De pronto golpearon la puerta. Todos se quedaron en silencio, a la expectativa, mientras la madre de Pedro abría la puerta. Apenas giró el picaporte, los soldados, empujando a la anciana, tirándola al suelo, atropellándola, ingresaron a la casa en busca de los dirigentes medioambientalistas de Cajamarca. A patadas rompieron todo a su paso. A los gritos de terroristas les ordenaron ponerse de pie contra la pared.
Tranquilo, con gafas oscuras y las manos a la cintura, entró el capitán Carlos. Su mirada oculta recorrió el recinto.

—¿Quién de ustedes es Jesús, terroristas de mierda?
Nadie contestó. El capitán Carlos, con ese semblante de maldito, de asesino, se acercó a uno de los campesinos. Le colocó la pistola en la cabeza.
—¿Cómo te llamas tú, terrorista conchatumare?
—Pedro —casi demudado, contestó el hombre.
—A ver, Pedro —suavizando la voz—, dime ¿quien de todos estos terrucos es Jesús?
A lo lejos se escuchó cantar tres veces a un gallo y Pedro Quesquén negó conocer a un tal Jesús, dirigente ambientalista de Cajamarca, llamado soezmente terrorista por el omnipotente uniformado. Un golpe secó lo derrumbó al suelo y la bota del militar, estrellándose en su cara, ahogó un quejido. Dos invitados más fueron brutalmente ultrajados. Cuando Jesús Mendoza, sopesando la situación, quiso entregarse, Judas Chirinos se acercó a Jesús y le dio un abrazo.
—Este es el hombre que ustedes buscan —le dijo al capitán Carlos.
—¿Así que tú eres el famoso Jesús? ¡Te vas a arrepentir de haber nacido, terrorista, hijo e’ puta!
El capitán Carlos lo cogió de los cabellos y le torció la cabeza hacia atrás, le encajó un rodillazo en el vientre y lo remató con un golpe de pistola en la cabeza. Jesús cayó al suelo como un pesado bulto, no tuvo tiempo de dar el más mínimo quejido de dolor.
—Ya saben —les dijo a sus soldados—, a este me lo llevan y así, como en Madre Mía, me lo crucifican para que aprenda a no meterse donde no lo llaman.
Los soldados arrastraron a Jesús Mendoza hasta la calle y lo subieron a una comioneta sin placas. Le sacaron los zapatos y los botaron diciendo que ya no los necesitaba más, luego lo amarraron de pies y manos. El vehículo, como alma en pena, surcó la ciudad de norte a sur llevando su preciada carga. En una casa perdida entre bosques y enormes peñascos se detuvieron y bajaron al prisionero. Nuevamente a rastras lo llevaron al interior de la vivienda y lo bajaron al sótano.
El médico militar comprobó que seguía vivo. Entonces lo amarraron a una mesa hecha de palos y le colocaron una corona de electrodos en la cabeza. Un soldado le metió en la boca un trapo empapado en vinagre para silenciar todo grito posible. La primera descarga eléctrica lo hizo saltar sobre la mesa del suplicio, se le destemplaron los músculos y chirrió su dentadura. No pudo controlar los esfínteres y el mal olor se extendió en toda la sala. Asqueado el médico militar ordenó a los soldados que limpien la cochinada. Luego, otro de los soldados vino con cuatro enormes clavos.
—¿Para que es eso? —Preguntó el médico militar.
—Jefe —contestó—, el capitán Carlos ha ordenado que lo crucifiquemos para que haga honor a su nombre.
—Enfermo de mierda, ¿y seguro quiere también que le pongamos una corona de espinas y lo llevemos al cerro Santa Apolonia? En fin, a mí que chucha me importa. Entonces, ¡clávenlo de una vez!, conforme les ha ordenado su jefe.
Los clavos como rayos de fuego perforaron las extremidades de Jesús Mendoza. Sus gritos estremecieron el recinto, en el momento que el trapo con vinagre escapó de la boca. Sus gemidos de dolor eran balbuceos lastimosos.
—¿Por qué no mejor me matan de una vez?
—Estás muy huevón —dijo el Capitán Carlos que acababa de entrar—. ¿Quieres que te matemos para que resucites después de tres días?
Los torturadores, acompañando al capitán Carlos, echaron a reír estruendosamente.
—¿Por qué me hacen esto? ¿Qué mal les hice? —Preguntó Jesús Mendoza haciendo acopio de todas sus fuerzas
—Conchudo de mierda, te pasas todo el tiempo pregonando igualdad, justicia social, levantas a la gente contra el progreso, en defensa del agua y la vida. ¿No eres acaso el inventor de ¡Conga no va!?
Atormendado o compadecido, un soldado le clavó la bayoneta en un costado. La sangre se apuró a borbotones y Jesús Mendoza cerró los ojos martirizado por intensos dolores. Un sueño urgente lo introdujo en una de las lagunas de Celendín. Desde lejos su padre le tendía una mano inalcanzable. “Hijo mío —le dijo el anciano— yo no te he abandonado”. Mientras el agua cristalina lo cubría, un coro de gritos distantes de ¡Conga no va! ¡Conga no va!, lo acompañó hasta el fondo de la laguna.
El capitán Carlos ordenó que despertaran al prisionero con un baño de agua fría y, diciendo dijo, ¡cuídenlo, carajo, no dejen que se nos muera rápido! Abandonó el recinto de torturas pues debería acompañar a su esposa a la misa de resurreción en la iglesia de Belén.
María Magdalena, enterada del secuestro de Jesús por los militares, fue en busca de María, madre del joven dirigente cajamarquino, para ir en su busca y exigir su libertad. Poncio Valdés, jefe de la soldadesca, lavándose las manos, les manisfestó que ese asunto no era de su incumbencia.
De pronto el cielo se nubló y en pocos minutos una tremenda tormenta sacudió a la ciudad.

La escuela

Mi escuela funcionaba en una casa vieja y tenía un patio pequeño. Por todo sitio las paredes se desmoronaban que a veces imaginaba que un día ¡pandangán! la casa se venía patas arriba. Tenía dos pisos y las escaleras de madera estaban pintadas de marrón. Cuando subíamos al segundo piso las escaleras se sacudían, crujían como si fueran a romperse. Por las barandas a veces bajaban las arañas que habían tendido sus telarañas en las esquinas bajo el techo.
Mi escuela no era una escuela reconocida ni por el gobierno ni por el ministerio de educación. Era una escuela, digamos, ilegalmente legal, o sea, el pueblo la reconocía como su escuela. Se fundó por iniciativa de un grupo de padres de familia y dos jóvenes maestras recién egresadas de la Escuela Normal de Cajamarca. En ese tiempo el gobierno no se fijaba si en los pueblos alejados de la capital habían muchachos con ganas de estudiar. Al poco tiempo se hizo una fiesta para reunir dinero para la delegación que viajaría a Cajamarca, y si fuera necesario hasta Lima, así diciendo se decía, a solicitar el reconocimiento de nuestra escuela.
Es sabido que quienes gobiernan piensan que una caja de balas es más barata que una de tizas. Entonces, como el ministerio no daba nada de nada, cada alumno tenía que llevar su propia carpeta. Mi tío Absalón, conocido como El Bulecas, me hizo una linda carpeta con un cajoncito bajo el asiento para guardar los útiles escolares. Pero yo sólo tenía un cuaderno y un lápiz que los llevaba en una alforjita que la tejió mamá. En esta escuela sólo aprendíamos el abecedario y a multiplicar y por eso no teníamos una biblioteca. Entonces uno de mis tíos diciendo decía que “pa’ trabajar en el campo no se necesita ser letrado”. A mí no me gustaba trabajar en la chacra, yo quería ser poeta y por eso me apuraba en aprender a leer y escribir.
Mi escuela no tenía servicios higiénicos y había que aguantarnos de hacer pipí hasta llegar a casa. Esa era la razón por lo que mamá todas las mañanas antes de salir de casa diciendo decía: “Harás pis antes de ir a la escuela”. Una vez una chica se hizo pis en su carpeta y cuando sonó la campana anunciando el recreo, ella no quería moverse de su asiento. Al ver el pocito que la orina había formado entre sus pies, supe porque no quería salir a jugar, entonces diciendo le dije: “No importa, Rosita, yo tampoco tengo ganas de salir al patio, hace frío”. Y jugamos a los sueños. Soñamos que íbamos a la capital sentados en la parte alta de un camión del Champa Mario, el sol hiriendo nuestros ojos y el viento chicoteando los cabellos de Rosita.
Para el 28 de julio, las fiestas patrias, se organizaban actividades culturales para resaltar el heroísmo de quienes se sacrificaron para dejarnos una patria sin amos ni esclavos. Nos dieron la tarea de aprender poemas a la libertad y a los héroes de la independencia, hacer teatro, cantar o bailar. No sé de dónde diablos saqué la poesía que me puse a recitar: América, / no puedo escribir tu nombre sin morirme. / Aunque aprendí de niño, / no me salen derechos los renglones; / a cada sílaba tropiezo con cadáveres, / detrás de cada letra encuentro un hombre ardiendo, / y no puedo ni cerrar la a / porque alguien grita como si se quedara dentro...[1]
Ante los primeros versos se produjo un silencio entre los “notables” que estaban sentados en primera fila. Mi maestra me miró inquieta, pero yo, orgulloso, levanté la voz y seguí: ¡Amargas tierras, / patrias de ceniza, / no me entra el corazón en traje de paloma! / ¡Cuando veo la cara de este pueblo / hasta la vida me queda grande!
Mi voz, convertida en ventarrón, en trueno estallando en el patio frío de la escuela, reventó huracanes y tempestades: ¡Pobre América! / En vano los poetas / deshojan ruiseñores. / No verán tu rostro mientras no se atrevan / a llamarte por tu nombre, / ¡América mendiga, / América de los encarcelados, / América de los perseguidos, / América de los parientes pobres! / ¡Nadie te verá si no deshacen /este nudo que tengo en la garganta!
De un salto el jefe de la policía me cogió de un brazo y me bajó del estrado, zarandeándome, casi por los aires, me llevó al aula donde, asustada, esperaba mi maestra.
—¡Tenga cuidado con lo que le enseña a sus alumnos, señorita, espero que no se vuelva a repetir!
La maestra sin decir nada me acarició el cabello.
Así aprendí que era muy peligroso ser poeta y decidí convertirme en chofer como El gordo Yeckle.





[1] “América, no puedo escribir tu nombre sin morirme” poema del escritor peruano Manuel Scorza (Lima, 1928-Madrid, 1983).


(*) Walter Lingán es actualmente miembro de la Nueva Junta Directiva del Gremio de Escritores del Perú.

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