Puede parecer sencillo pero es uno de los grandes retos de la vida: lograr perdonar, poder olvidar. Somos tan frágiles, y nuestras ilusiones son tantas veces traicionadas, que en el rencor y el resentimiento nos podemos encontrar como en casa. O más exactamente en una cueva oscura donde no entra la luz, y por eso mismo, estamos a salvo de una decepción ulterior. Entonces, renunciamos a la ilusión por temor a vivir otro desengaño.
El otro día hablaba con un amigo que, años después, me volvía a contar lo mucho que su padre lo había decepcionado. Al oírlo me daba la impresión de que su vida se hubiera quedado detenida en ese momento, cuando tenía 15 años, y, según él, su padre le dio la espalda, quedándose entonces sin guía, haciendo todo lo necesariio para arruinarse la vida. Y ahora mi amigo tiene 60 y su padre hace tiempo que murió; sin embargo, eso no cambia mucho las cosas pues se sigue contando a sí mismo idéntica la historia. La de un muchacho abandonado, traicionado en las ilusiones que su propio padre le había hecho creer.
Esta dificultad (o incapacidad) para perdonar lo ha dejado anclado en el pasado. En la añoranza de tener otra vez 15 años pero con un padre protector que lo guíe hacia el horizonte que le ofreció, allí donde encontraría su realización personal. Pero, me repite, el egoísmo de su padre, su abandono, malogró sus sueños. En algún momento no se sacrificó por su hijo y se fue dejándole como carga una madre que no podía consigo misma. Quedó, entonces, atrincherado en el rencor y el resentimiento en los que, no necesita decírmelo pues es visible, vive hasta ahora. La amargura es el trasfondo anímico que acompaña su vida cotidiana. Y la vida se le hace larga y tediosa, y la alegría se le viene furtiva, misteriosamente, y tampoco le dura mucho. Quizá también porque su padre predicaba que por cuestiones de orgullo y sabiduría no se debe perdonar. Le gustaba sentenciar: si alguien te falla en algo importante esa persona debe morir para tí. Le pones una lápida y adiós. Y eso fue lo que hizo mi amigo con su padre, salvo que no pudo ni ponerle una lápida, ni, tampoco, decirle adiós. Ni siquiera logró expresar todo el resentemiento que le guardaba. Entonces, aunque la relación con su padre se enfriara no se cortó, y él lo acompañó, con más odio que amor, hasta el fin de sus días. Durante mucho tiempo tuvo la esperanza de que su padre le pediría perdón algún día, pero ese día ansiado nunca llegó.
Me conmovió mucho la historia de este amigo, tan preso de la desilusión como para no dar otras oportunidades a la vida. Insistiendo siempre en su infortunio, en su dolida condición de víctima erreparable. Quizá le falto coraje para perdonar sin exigir el arrepentimiento que, claro, facilita mucho, pues la admisión de culpa implica una suerte de resarcimiento parcial. Y es que al implorar por nuestro perdón, el arrepentido sufre por el mal que nos hizo. Y eso satisface nuestro deseo de justicia y venganza. Pero aun así, perdonar es muy difícil pues significa deshacernos del odio que llena el vacío dejado por la ilusión perdidas. Será por ello que Jesús insistió tanto en recomendar el perdón, pues es la manera de quedar libres para volver a amar. Y además, el perdón que hoy damos es el que mañana podremos recibir. Y viceversa: el que hoy recibimos es el que mañana ya estamos comprometidos a ofrecer.
Pero esta historia, tan personal, se parece en mucho a la historia del país. Muchos viven, o vivimos, maldiciendo la invasión (o conquista) del Imperio de los Incas. Responsabilizando al colonialismo de todos los males habidos, y por haber, en el Perú. Pensando, además, en que estamos perdidos sin remedio, pues el curso autónomo de nuestra historia quedó desviado para siempre. Entonces, en cierto sentido, como comunidad, estamos fijados a nuestra adolescencia y por más que estemos ad portas de cumplir 200 añios de vida republicana, seguimos entrampados en la amargura. Esperando venganza, perdón, arrepentimiento. Aún estamos sin la reconciliación profunda, sin la mutua aceptación que nos permita saber quiénes somos realmente. Y, claro, se puede vivir sin amar pero eso es muy poquito.
Fuente: Diario El Comercio en reflexiones que se asemejan a nuestra historia.
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