Por Julio Yovera B.
(A Álvaro, mi nieto)
Trece años
después que San Martín proclamara nuestra independencia, el 27 de julio de
1834, en una casa de Los Mercaderes de Piura, nació un niño que con el tiempo,
se convirtió en un marino valiente, pero, sobre todo, se convirtió
en un hombre justiciero y honrado.
Hoy, personas
de distintas condiciones sociales del país y del extranjero, que llegan a
la ciudad de Piura, dedican parte de su tiempo a visitar el museo de la calle
Tacna, nombre moderno que reemplaza al de Los Mercaderes, donde el pequeño
vivió en compañía de sus padres y hermanos. Así, rinden su homenaje a quien es
motivo de orgullo de los peruanos dignos.
Paita, el
puerto de cielo limpio y de luna clara, de mar sereno y de olas suaves, también
lo reclama como su hijo. Cuando se entra a esa discusión, el tiempo no cuenta,
y los argumentos son de nunca acabar.
El Paita de
aquel tiempo era un puerto conectado fluidamente con el mundo exterior, por eso
las embarcaciones iban y venían. El niño que quería ser marino, mirando más de
una vez el horizonte azul, fue asumiendo el propósito de embarcarse.
No cumplía aún
los 9 años cuando le dijo su progenitor:
—Quiero
recorrer el mar, dame permiso para embarcarme.
—¿Deseas
navegar?, preguntó, inquieto, el padre.
—Sí…—,
respondió resueltamente.
El padre no
aceptó, pero el niño insistió tanto que, finalmente, Don Juan Manuel permitió
que su hijo realizara su sueño. La madre Doña Luisa se mostró disconforme e
inquieta, pero, la serenidad del esposo y los rezos, le dieron calma y
despidió con besos y bendiciones al niño que se iba contento a surcar los
mares, cuando bien podría pasar sus días hurgando los olleros de los chilalos,
tumbando tamarindos, persiguiendo lagartijas o, si quería, pescar las lizas de
un río de temporada que estaba a poca distancia de su casa.
No estuvo
mucho tiempo en el mar. La embarcación en la que navegaba naufragó frente a las
costas de Colombia, y el pequeño tuvo que volver al hogar. Para la madre fue un
milagro, para el padre un buen pretexto. Ahí quedaría todo, pensaron, mas, el
niño no se dio por vencido. Al poco tiempo, insistió, y otra vez, logró
embarcarse. Durante 7 años recorrió mares, océanos y puertos. Llegó a conocer
el secreto de los arrecifes, de los témpanos y los anuncios de los vientos.
Cuando
llegó a la juventud ya era un viejo y curtido marinero. Ingresó entonces
a la Marina e hizo una brillante carrera. Se vinculó también a los avatares
propios de la vida ciudadana, lo que le trajo consecuencias. Fue dado de baja y
tuvo que desempeñar distintos trabajos pues el joven se había convertido en un
adulto con responsabilidades.
Llegamos al
año de 1879. Los grupos de poder de Chile tenían una nada simulada ambición
por el territorio y las riquezas naturales de nuestra patria y no se
detuvieron ante nada para obtenerlos. Primero le declararon la guerra a Bolivia
y después al Perú. Esta guerra sirvió para demostrarnos que existían
peruanos que no les interesaba el país y carecían de voluntad y coraje para
defenderlo.
El marino fue
llamado por las autoridades y ocupó su puesto en la armada. Se conoció entonces
en toda su dimensión la grandeza de este hombre. Asumió el mando del monitor
Huáscar, y con sus marinos, se convirtió en la esperanza de la patria y la
pesadilla del adversario.
Aparecía y
desaparecía con sus huestes. Cuando menos lo esperaban, como si saliera del
fondo de las aguas, sorprendía al enemigo. Los chilenos llegaron a creer que el
Huáscar estaba conducido por un fantasma.
No era un
fantasma sino un marino, que desde niño había conocido los secretos de los
océanos y que en el seno de un hogar piurano, sus padres le habían inculcado
valores como el amor a la patria y el respeto a la vida.
Cuando derrotó
a la escuadra chilena Esmeralda, como resultado del enfrentamiento, el
comandante Arturo Pratt, murió. El marino no se ensañó y no se apoderó de
ningún bien del vencido. Tuvo la nobleza de remitir a la viuda las prendas del
esposo y una carta en la que destaca el coraje del vencido. Ella, conmovida, le
respondió y lo llamó Caballero, haciendo alusión no a título o pergamino
alguno, sino a la nobleza de espíritu del peruano.
Nobleza que no
tuvo el enemigo, cuando el 8 de octubre de 1879, rodea, cerca, abate y se
ensaña con el Huáscar y sus ocupantes.
En una guerra la muerte es una posibilidad.
Así lo entendió nuestro héroe, sabía que en cada viaje se jugaba la vida. Un
principio de toda guerra es conservar las fuerzas propias y destruir las del
adversario. Porque lo sabía, dijo con absoluta serenidad y firmeza:
“Os puedo asegurar que si el Huáscar no
regresara victorioso, yo tampoco he de regresar”
Ese héroe que habló así y del que nos hemos
hablado se llamó Miguel Grau Seminario.
Su ejemplo
fue, es y seguirá siendo una fuente de valor y fortaleza para todos nosotros.
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