El atelier número 15 que ocupábamos con mi hermano Carlos, en
el número 3 de la calle Vercingetorix, largo de diez a doce metros por algo así
como seis metros de ancho, y con el techo cubierto de cristales sucios, estaba
esa noche —noche de navidad— profusamente iluminado con una docena de velas y
repleto de artistas peruanos.
Nuestro atelier, con estar al centro de Paris, carecía de
alumbrado eléctrico. Allí, las botellas vacías servían de candeleros. Ni qué
decir que los candeleros nos sobraban. Al centro de la enorme pieza había
estufa de fierro con su gran chimenea y su hornillo, el cual era cubierto o
descubierto con una tapa redonda, según se quisiera o no utilizarlo como
cocina. Esa noche había encima del hornillo una cacerola de imponentes
proporciones, llena de vino tinto y de rodajas de limón. El cholo Vallejo, a
quien siempre le gustaba preparar el ponche, o “cconi”, para decirlo con la
palabra quechua que solíamos usar con frecuencia para acercarnos más a la
tierra, la mano derecha calzada en un guante amarrillo, y con ademán
cómicamente sacerdotal, daba vueltas al líquido y estrujaba los limones,
probaba de vez en cuando la composición y agregaba más vino o más azúcar, de
acuerdo con su experimentado paladar andino. Y mientras el dulce cholo oficiaba,
Chicata, el arequipeño, con su guitarra criolla, rasgaba marineras, huaynos y
yaravíes, que la tropa bailaba pañuelo en mano, todos echados en los
camastrones que había bajo el altillo.
A Vallejo le gustaba al morir aquel aire: “Al río de la
Huanchaca / me voy a mandar a echar / para que no vea ni sienta / ni sepa lo
que es amar…”. Entonces, cantaba, zapateaba, giraba sobre sí mismo, mientras
lágrimas le rodaban por sus mejillas, como el aguacero de su tierra, sin que
tratara de detenerlas. A mi hermano Carlos le encantaba ese huayno que dice: “lorito
de la montaña, / lorito de la montaña; / con su caperuza verde, / con su
caperuza verde…” Lo curioso y admirable es que estos cantos, salidos del fondo
mismo del Perú, eran los que se cantaban en aquel ambiente internacional. No se
conocían aún en Lima, pero ya eran coreados en Paris por un grupo cosmopolita,
integrado por varios españoles (el poeta Juan
Larrea, el admirable Celtibero,
cuyo apellido siempre desconocí, y el notable escultor catalán Armengod), por lo menos un mexicano, Antonio Riquelme, muchacho de prodigiosa
sensibilidad; el chileno Walker,
gentleman y calvo; alguna que otra vez su compatriota, el poeta Huidobro, que solía estar acompañado de
la bella Jimena. Agréguese a ello, la
compañía de alguno que otro alemán, alguno que otro ruso, blanco por si acaso,
y se tendrá una idea de lo heteróclito de la reunión, la cual cobraba unidad
admirable cuando se bailaba o cantaba el huayno o la marinera.
Estábamos en lo mejor de la fiesta cuando sonaron tres golpes
enérgicos en la puerta. Sin cesar de bailar, todos gritaron a una: ¡Adelante!
Se abrió la gran puerta, y con gran sorpresa de todos apareció nada menos que Haya de la Torre. Detrás de él estaba
Eudocio Ravines, su lugarteniente de confianza a la sazón. Haya, que iba con el
ánimo de enganchar adeptos, al ver que todos seguían danzando, apenas hubo
cesado la rueda, improvisó una filípica. Descontentos con el baldazo de agua fría
que aquello significaba para la fiesta, saltaron en son de polémica Chicata y
Juan Larrea. Ambos bandos desplegaron su sabiduría, y la discusión no habría
tenido fin, si a Vallejo no se le hubiera ocurrido la idea de servirle a Víctor
Raúl un gran vaso de vino caliente, en el que flotaba, como inútil salvavidas,
la rosácea rodaja de limón. Haya vaciló, quiso rechazar el ofrecimiento,
balbuceó no recuerdo qué cosa, y es cuando Vallejo, Larrea y todos nosotros, a
una, como si hubiéramos estado de acuerdo, gritamos: “Aquí no habla y no es
escuchado sino el que tiene copa en mano…” . Haya bebió la mitad, y
comprendiendo que había perdido la partida, dando media vuelta sobre sus
talones, y siempre acompañado por su tropa, salió desgarbado, mientras Vallejo
entonaba reciamente: “Al río de la Huanchaca / me voy mandar a echar…”.
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