Por Jorge Díaz Herrera
1
El
portón plomo de madera y algo desastillado, con su cerradura de llave
grande y puño de bronce y la placa antigua aún legible junto a la placa
nueva, y el patio de cemento y las habitaciones espaciosas y altas,
empezando por la sala, todas con el piso entablado, y los cuartos de la
servidumbre abarrotados de cosas inútiles y telarañas y la cocina al
fondo con las paredes húmedas y enmohecidas al otro lado del cuarto del
batán, y el corral hasta la otra calle y el sauce y el pozo clausurado y
ella en el dormitorio escribiendo, con el pulso tembloroso por los
años, en un retazo de cartulina blanca: SE VENDE, y el
recuerdo de los recuerdos de su madre, que a la vez eran recuerdos de la
abuela y también recuerdos suyos, y el bullicio de los rumores que
traía el viento por las claraboyas y toda esa cantidad de historias
derramadas, como agua sobre tierra seca por los rincones de la casa, y
la humedad solitaria de ahora y ese viejo miserable insistiendo en
comprársela por menos de la mitad de su precio, sin tener en cuenta que
la casa siempre fue casa de gente decente, a la que podrían acusarla de
lo que quisieran pero jamás de ladrona, y los ojos de los retratos
mirándola altiva como siempre y por eso, aunque le doliera más que todos
los dolores juntos, ella prefería vender la casa antes de pedir un solo
centavo a nadie porque, eso sí, le podrían achacar todos los males que
les antojasen, pero el de ser limosnera nunca, porque así debería ser y
así sería, por algo ella había sido hija de quien era.
2
Hacía
ya más de media vida que doña Amelia, en medio de la orfandad traída
por la pobreza, iba de uno a otro lado desempolvando con un plumero de
otros tiempos la vieja casona y taponando los huecos de los ratones. el
sentarse bajo la claraboya a descifrar las voces que traía el viento
solo logró distraerla algunos años, después lo olvidó para siempre. La
preocupación de luchar contra el polvo y de interpretar sus sueños no le
dejaba tiempo para otra cosa. Y presintió que pronto se moriría y
empezó a alistarse para el viaje. Zurció sus ropas blancas que le
serviría de sudario y escribió una carta a su hermana tanto tiempo
ausente, pidiéndole un lugar en el mausoleo de la familia. La
impaciencia en que la sumió la espera de la respuesta la llenó de
sofocantes palpitaciones. No supo cuánto tiempo esperó, pero murió
esperando, sin enterarse de que su hermana, al leer la carta, estalló
gritando: no contenta con la comida que todos los días le hago llegar
para no dejarla morir de hambre, todavía tiene la sinvergüencería de
causarme problemas hasta después de muerta, sabiendo bien, como tuvo que
saberlo, que el mausoleo está repleto y que allí no queda espacio sino
para una sola persona.
El
rosal por que guardaba menos esperanza floreció y el otro, no obstante
las muchas ramas que le crecieron, solo llegó a dar unos botones que
nunca lograron abrirse y Hermelinda sembró en su lugar un girasol, que
murió pronto sin saber que es una flor. Después fueron una dalia, una
amapola y una enredadera, y Hermelinda quedó convencida de que ese sitio
del jardín tenía mala suerte. Y mandó poner en él una piedra grande de
formas sugerentes, que la humedad del invierno cubrió de un musgo coposo
como algodón verde que di un sin fin de florcitas moradas, y se
convirtió en la parte más linda de mi jardín. Y el viejo rosal enfermó y
Hermelinda, para evitar que contagiara al musgo y sus flores lo echó
arrancándolo de raíz, y el musgo, solo Dios sabe cómo son las cosas,
empezó a secarse hasta que la piedra quedó pelada como antes. Y
Hermelinda fue perdiendo el gusto por las flores e hizo levantar una
habitación más en el lugar del jardín para que la casa gane un poco de
espacio. Y alquiló los cuartos interiores a un matrimonio joven, yo me
vengo a vivir en la parte donde era el jardín y un cuartito más, para
una mujer sola es suficiente. Y así se acostumbró a pasárselas casi
todas las horas de su vida balanceándose en una mecedora de Viena,
mientras tejía, en el lugar donde no florecieron el rosal, ni el
girasol, ni la dalia, ni la enredadera y donde las florcitas moradas del
musgo, que parecía que nunca iban a morir se secaron para siempre.
Jorge Díaz Herrera.- (Celendín, 1941) es un escritor de amplia y reconocida trayectoria. Su obra literaria es múltiple y ha merecido numerosas e importantes d istinciones. La crítica especializada considera a Díaz Herrera como uno de los más fecundos autores peruanos, cuyo singular estilo y variedad temática han develado los mundos más diversos: honda penetración sicológica de sus personajes, estilo breve e incisivo, humor que conlleva hondas reflexiones sobre los enredos del destino.
Viajero y profesor universitario por los países de América y Europa. A su prosa singularmente cuidada se suma la riqueza de su experiencia vital, que le da a su creación literaria un acento de autenticidad propio de las obras maestras. (Fuente: Obra del autor Las Almas de Magnolio / Editorial San Marcos 7 2011)
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