Dentro de cada uno de nosotros hay un pequeño monstruo, aparentemente inofensivo, pero que si lo dejamos crecer se convierte en nuestro amo.
Él está atento y nos canta al oído la historia de nuestras habilidades y perfecciones. "Nadie es mejor que tú", parece decirnos. Este impertinente sujeto nos impide otorgar créditos o glorias a los otros, nos pide más y más ser el centro de atención de cuanta situación se presente. Este pequeño y gigante ser, es nuestro ego.
Para él, nadie es más hábil ni inteligente que nosotros mismos. Interrumpe sin ninguna cortesía y quiere se considerado el centro del mundo. Siempre está esperando, agazapado, un instante de silencio de su interlocutor para salir con frases comparativas: "a mí me sucedió algo peor, fíjate que...", "eso no tiene ninguna importancia, yo lo hice en una ocasión y...".
Es decir, sólo su historia es la importante.
Cuántas veces nos hemos topado con personas así, y lo único que logran es dejarnos una sensación de frustración. Si todo es ya conocido, si él o ella saben y solucionan lo que les estamos contando, ¿para qué contarles nada?
Este señor ego, cuando ha crecido desmesuradamente, es nuestro peor enemigo. De tanto reclamar atención es posible que se quede solo, alabándose en silencio, creando distancia con su entorno. Al final habremos perdido la oportunidad de ser escuchados y lo que es peor no habremos disfrutado con las confidencias, alegres o tristes, que tanto podrían habernos enriquecido.
Sería tan fácil y tan saludable escuchar las cuitas o acontecimientos de los que nos hacen participes, y convertirnos en escucha del otro. Cada quien tiene algo interesante que contar, démosle su tiempo, su oportunidad, y así la conversación fluirá de manera espontánea en la que cada integrante adquirirá importancia. En suma, lo único que lograremos con esta acititud egocéntrica es ser evitados, porque nadie quiere tener frente a sí a una enciclopedia de la vida.
Mañana, cuando alguien se acerque a nosotros y nos cuente algo que para él (o ella) es sumamente importante, contengamos el deseo de interrumpir y otorguémosle nuestra atención tal como nos gustaría nos la otorguen a nosotros. Mantengamos una actitud de expectativa ante lo que nos cuenta y al final..., por favor, no le cuente su historia. Redondee la conversación con unas palabras sensatas, si es necesario, críticas, pero siempre en relación con lo que el otro ha hablado. Será usted buscado por su prudencia, y téngalo por seguro, no faltará la ocasión para que, en otro momento, esa misma persona sea su apacible oyente. Al fin y al cabo, todos somos capaces de vivir experiencias únicas. ¿Por qué, entonces, ese constante deseo de minimizar las ajenas y encumbrar las propias? ¿Es que con esta errónea actitud somos más importantes?
Él está atento y nos canta al oído la historia de nuestras habilidades y perfecciones. "Nadie es mejor que tú", parece decirnos. Este impertinente sujeto nos impide otorgar créditos o glorias a los otros, nos pide más y más ser el centro de atención de cuanta situación se presente. Este pequeño y gigante ser, es nuestro ego.
Para él, nadie es más hábil ni inteligente que nosotros mismos. Interrumpe sin ninguna cortesía y quiere se considerado el centro del mundo. Siempre está esperando, agazapado, un instante de silencio de su interlocutor para salir con frases comparativas: "a mí me sucedió algo peor, fíjate que...", "eso no tiene ninguna importancia, yo lo hice en una ocasión y...".
Es decir, sólo su historia es la importante.
Cuántas veces nos hemos topado con personas así, y lo único que logran es dejarnos una sensación de frustración. Si todo es ya conocido, si él o ella saben y solucionan lo que les estamos contando, ¿para qué contarles nada?
Este señor ego, cuando ha crecido desmesuradamente, es nuestro peor enemigo. De tanto reclamar atención es posible que se quede solo, alabándose en silencio, creando distancia con su entorno. Al final habremos perdido la oportunidad de ser escuchados y lo que es peor no habremos disfrutado con las confidencias, alegres o tristes, que tanto podrían habernos enriquecido.
Sería tan fácil y tan saludable escuchar las cuitas o acontecimientos de los que nos hacen participes, y convertirnos en escucha del otro. Cada quien tiene algo interesante que contar, démosle su tiempo, su oportunidad, y así la conversación fluirá de manera espontánea en la que cada integrante adquirirá importancia. En suma, lo único que lograremos con esta acititud egocéntrica es ser evitados, porque nadie quiere tener frente a sí a una enciclopedia de la vida.
Mañana, cuando alguien se acerque a nosotros y nos cuente algo que para él (o ella) es sumamente importante, contengamos el deseo de interrumpir y otorguémosle nuestra atención tal como nos gustaría nos la otorguen a nosotros. Mantengamos una actitud de expectativa ante lo que nos cuenta y al final..., por favor, no le cuente su historia. Redondee la conversación con unas palabras sensatas, si es necesario, críticas, pero siempre en relación con lo que el otro ha hablado. Será usted buscado por su prudencia, y téngalo por seguro, no faltará la ocasión para que, en otro momento, esa misma persona sea su apacible oyente. Al fin y al cabo, todos somos capaces de vivir experiencias únicas. ¿Por qué, entonces, ese constante deseo de minimizar las ajenas y encumbrar las propias? ¿Es que con esta errónea actitud somos más importantes?
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