Por: Franz Sánchez
Intentando establecer un récord mundial, la plaza de
toros de La Feliciana, en el barrio de Sevilla (Celendín- Perú), me ha
demostrado contundentemente, haberlos roto todos.
Es la más grande plaza, que he visto en todo. Para
dejarlo claro, este coso taurino es inmenso en muchos aspectos:
Es el único construido de maderos, para
cuya elaboración se talan miles de eucaliptos que sostienen a más de 10 mil
personas por tarde, dentro de un radio de 70 metros. En una actividad que se
repite cada año, en las mismas fechas (julio y agosto), las cifras toman
dimensiones considerables al sumar un lustro de corrida y restar, ninguna
vocación expresa de reforestación. Toda actividad humana sin un plan de
contingencia adicional, puede degenerar en desbalance de la biodiversidad,
hablamos de salvar los pocos bosques que quedan y a los animales que los
habitan.
En una breve mirada alrededor del pueblo notaremos que nos
restan algunos bosques, pero pelados,
secos, sin vidas (que valga el plural). El archivo fotográfico del pueblo
confirma que a lo largo de este tiempo, los planos verdes de la campiña que
circundaba la ciudad, ahora lucen pelados y estériles, obviamente por
actividades de depredación y consumo sin medida (incendios forestales y
actividades madereras)
Me parece un pésimo mensaje a la niñez y juventud, sin
planes ni programas de reforestación (en medio del cemento aniquilando las
áreas verdes) construir el ruedo taurino de madera más grande que existe, sin
sembrar nada.
¿Quién puede contra la tradición? Ojalá hiciéramos
también nuestra tradición la reforestación, como una actividad transmitida de
padres a hijos (en este un mundo que ha causado el reto del nuevo milenio:
atenuar los efectos del calentamiento global)
La plaza taurina de Sevilla (recalco… en
Celendín) es la más grande en exhibición de incultura, de intolerancia, de
desperdicio, de contrastes, de miserias. En ella, y sin mucho esfuerzo, se
puede observar sujetos ebrios jugando con su vida desde lo alto de los palcos,
arrojando cerveza sobre la cabeza de los demás, y en el más asqueroso de los
casos, evacuando fluidos de sus organismos.
En medio de la fiesta “brava”, la gente
se grita, insulta, pelea, y roba. Aquí se demuestra el grado de intolerancia de
esta indigente sociedad. Personas que no pueden verse ni en pintura, coinciden
en el mismo palco (como para un cuadro costumbrista), en la misma banca (unidos
por la sangre)… y entonces se arma el
zafarrancho. Los vendedores irrumpen trepando sobre las personas, y los pillos
cierran la faena a costas de los incautos.
Cuentan que en la época del virreinato,
los hombres y mujeres de alcurnia pidieron que se presente un espectáculo
exótico, en la famosa plaza de Acho. Y así fue se trajo un león africano, y se
presentó con bombos y platillos “el enfrentamiento entre el león y un toro
bravo”. La gente colmó las boleterías, y cuando hubieron ingresado cayeron en
decepción pues el toro y el león tan solo se miraban de lejos. La concurrencia
empezó a gritar: ¡estafa!, entre empellones y pedidos de devolución de las
entradas, se armó una trifulca que dio como resultado una soberbia paliza
dentro de las tribunas. Un sabio caricaturista, plasmó el instante dibujando al
león y al toro abrazados en medio del ruedo, observando la pelea, y agregó una
viñeta a modo de pensamiento que decía “quiénes son los animales”.
Mientras que en el campo, un pan duro remojado en leche
es verdadero salvavidas. En Sevilla (nombre alienado de La Feliciana), las oportunas
autoridades reparten naranjas que luego la gente arroja sobre el picador, con
insolencia y arrogancia ante la pobreza.
Para mí, y entiéndase a título personal, la plaza de
toros de La Feliciana en Sevilla (y en Celendín, insisto), es el más grande
espectáculo de humillación pública no solo de animales, sino también de
humillación al hombre y mujer del campo.
Se construyen “barreras” (tendidos al nivel de la arena),
formados por palos gruesos en horizontal, que resulta una especie de gran java
de hacinamiento, o de “cuyero” exclusivo para los campesinos. Y cuando comento
esto, noto a las personas de la ciudad, ofendidas, ultrajadas e indignadas por
mis palabras. Ellos argumentan que “a los
campesinos no se les obliga ir a la barrera”.
Yo insisto: ¿hemos obligado al alcalde y a su séquito de
adulones a que vayan al palco oficial?
No, sin embargo, saben ellos que su estatus prohíbe a sus
nalgas el asiento en “barrera” (buscar comodidad para la carnicería)
¿Alguien verá un día, al “culto” regidor con su familia, aplaudiendo
la barbarie desde barrera?
Yo no, pues no comparto el morbo.
Hay buenos celendinos, que dan orgullo, que son
profesionales de respeto, hombres y mujeres de éxito. Sin embargo nada de eso
vale, si su intolerancia es más grande que su corazón, si cobijan prejuicios,
si discriminan, si son racistas o especistas.
Los malos celendinos, o sea los menos, buscan en su
abolengo diferenciarse del oriundo, inventando noblezas, estirpes europeas o
portuguesas. Cuando más que andar buscando sangres nobles deberíamos
perfeccionarnos como celendinos endémicos, ese es un verdadero reto.
Respetar al hombre y a la mujer del campo, sería de la nobleza
dorada, pues ellos reconocen y respetan sus orígenes, mientras que los
confundidos mestizos revisan siempre su sangre, queriendo hallar lo que más les
convenga.
El atentado contra los animales es salvajismo puro, no
tiene ninguna comparación artística con las creaciones que conmueven lo más
sensible de nuestra humanidad. En ecuador, gracias al referéndum de Rafael Correa,
la matanza pública de animales, está prohibida. A eso debería adicionársele el
veto, al escarnio y a la burla hacia los demás seres vivos.
Mahatma Gandhi decía: “La grandeza de una nación y
su progreso moral pueden ser juzgados según la forma en que trata a sus
animales”.
Al
final de la tarde, con el sol ocultándose se descubre la realidad, la gente se
va satisfecha (eructando sufrimiento ajeno) luego de clamar por sangre sino del
toro (la del torero). La plaza más grande del mundo, es también el más grande muladar:
bolsas plásticas, papeles, cáscaras, más basura…más miseria.
Si
alguna vez a alguien le interesó estudiar sociológicamente a la provincia, tendría
que visitar la plaza de toros de La Feliciana en Sevilla (Celendín, reitero) a
finales de julio. La muestra a escala de una sociedad donde algunos lejos de
reflexionar, se sienten orgullosos de sus miserias, que ven arte en donde
existe brutalidad.
Será
por siempre un tema reincidente, recurrente en mis columnas y artículos, toda
vez que no se tenga el mínimo respeto por la vida (de todo ser), por el
entorno… Y sobre todo por nuestra Tierra, insistiremos.
Cambiar
la mentalidad para un nuevo mundo. No es más un pedido, sino una exigencia.
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