Por Tito Zegarra Marín
Distrito Jorge Chávez (Celendín) |
Pasada
la fiesta tradicional de San Isidro Labrador, patrono espiritual del distrito
de Sucre, Moisés Rojas y amigos, me pidieron los acompañe en una visita de
campo hacia el sitio El Criollo (distrito Jorge Chávez, Celendín). Gustoso
acepté y la programamos para el jueves 19 de mayo. Buen tiempo se anunciaba y mejor
la disposición del grupo: Moisés Rojas Aliaga, Gonzalo Mujica Muñoz, Edison
Mendoza Morales, Walter Machuca, Idelso Zegarra, Elisa Horna Sánchez (única
dama) y el suscrito.
El
Criollo es un colorido y apacible paraje campestre ubicado sobre un corto
desnivel de las ramificaciones andinas al extenderse a los ríos Cantange y
Marañón, mayormente accidentado, con pocas tierras cultivadas, sin agua y
contadas viviendas, lo cual me hizo pensar en tantos lugares y comunidades
visitados con similares características de precariedad y abandono. Dentro de
esos terrenos, sabíamos de la existencia de una importante mina o veta de yeso
a la que nuestros maestros de escuela nos llevaban para agenciarnos de ese
material y utilizarlo en trabajos manuales. También hicimos memoria de
las ricas chirimoyas que de allí procedían.
Partimos
a las 8:30 am de la localidad de Jorge Chávez, donde nos proveímos de parte del
refrigerio. A pocos minutos, les expliqué que estábamos atravesando por el abra
de menos altura (2560 msnm) que se tiene en la provincia para descender hacia
la cuenca del Marañón, por el que también pasaba el antiguo camino que
descendía al pequeño valle La Atuyunga, bordeaba el río Cantange y la pampa de
Combayo hasta llegar a Huanabamba, uno de los puntos de conexión con los
pueblos orientales. Ese camino fue utilizado con regularidad hasta 1965, en que
el puente colgante fue arrasado por las caudalosas aguas del Marañón; a la vez,
se construyó la carretera Balzas - Púsac.
Pronto
nos sorprendió la calidez de un nuevo clima, agradable y soportable, y no tan
lejos, divisamos los azulados contrafuertes andinos de la cordillera central,
donde se asentaron y desarrollaron los antiguos pueblos de los chachapoya.
Seguimos caminando y fue difícil ubicar la veta de yeso que al parecer ya no se
explota, vimos más bien, algunas tierras cultivadas en la parte baja y en mayor
cantidad en La Atuyunga y La Morada, pequeños valles adyacentes a ambos lados de El Criollo, a donde (una hora
promedio) llegamos sosegados y contentos, registrando muchas vistas y embebidos
por la belleza y tersura del paisaje.
Desde
allí contemplamos la elevada colina que ya la habíamos advertido a través del
recorrido, y avanzando un poco más nos pareció estar al pie, de ese espléndido cerro
casi solitario al borde del Marañón, conocido
como “Punta Grande”, porque siendo inmenso da la impresión de terminar en punta.
En ese instante un gran deseo invadió mi cabeza: llegar a la cima y observar límpidamente el recorrido del
Marañón y visualizar el legendario camino (Cápac Ñan) que se desplazaba desde
J. Chávez hasta Huanabamba. Lo miramos detenidamente y no dudamos en escalarlo.
La pendiente era algo extensa, de relativa
verticalidad, terreno áspero, raleada vegetación y carente de huellas peatonales; pero no nos
amilanó. Los amigos jóvenes ascendieron a paso firme, confiados en remontarla
en poco tiempo. Con Idelso, Cecilio y Elisa trepamos con cautela, paso a paso,
haciendo descansos obligados y ciertamente cada vez más agotados. Cecilio, poco
entrenado en esta clase de caminatas, dijo: “hasta aquí no más”, y prometió que
en ese desolado lugar nos esperaría. Para continuar mucho influyeron mi firme
deseo de llegar arriba y la admirable fortaleza para caminar de Elisa. Mientras tanto los otros amigos ya
habían llegado.
Después
de casi 5 horas, cumplimos nuestra meta,
estábamos en la cúspide. Moisés salió a nuestro encuentro, nos felicitó y dio la bienvenida. Estar en la punta de esa gruesa
elevación era sencillamente espectacular,
parecíamos suspendidos en un inmenso atalaya rodeados de un panorama
deslumbrante e infinito, y bajo nuestros
pies, al fondo de la cadena de montañas,
el mítico e imponente río Marañón (Jatumayo) deslizándose reposado, muy juntito
a la carretera, ondulado al recibir al río Cantange. Una verdadera “serpiente
de oro”, al decir de Ciro Alegría.
La
cima es una pequeña planicie cubierta de
ichu y, como había presumido, con restos de viviendas y cerámica preincas, un
tanto toscas y rústicas, lo cual significa que pequeños grupos étnicos la
poblaron, al parecer vinculados a La
Chocta. Edinson, cumplió con el rito de
agradecimiento a la tierra, la Mamapacha, le ofrendó coca y chicha de jora e
hicimos un salud por su conservación y porque siempre nos albergue. Por un rato
más disfrutamos de ese panorama excelso: el verde valle de Púsac, las carreteras
zigzagueantes hacia Chuquibamba, Uchucmarca, Longotea, Bolívar; la extensa
pampa de Combayo a un extremo del Cantange, el pintoresco pueblo de Utco y su
fructífero valle del Jacapa, entre otros.
Sabía
que el retorno (por mis incansables andanzas) no sería fácil, y en efecto fue
duro y agotador, porque las bajadas pronunciadas y largas siempre hacen
tambalear las rodillas. Como no teníamos prisa descendimos pausadamente,
dándonos seguridad, sedientos de agua y prácticamente
haciendo camino. Cuando estuvimos en el sitio donde se quedó Cecilio, éste ya
no estaba, lo llamé varias veces, y nos asaltó el caso del universitario Ciro Castillo, en el
Colca. En la parte llana nos esperaban
los amigos en pleno descanso, Gonzalo que ágilmente había trepado a una
frondosa planta de níspero, nos invitó esos agradables y rehidratantes frutos.
La
tarde caía, estábamos cerca del lugar de partida con alrededor de 9 horas de
caminata, y al promediar las 17:30 llegamos a la plazuela de J. Chávez, Cecilio
nos esperaba, degustamos algo y brindamos por la linda aventura y por haber
conocido y amado un poco más a nuestra madre naturaleza. Les prometí
acompañarlos el próximo año.
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