Dedicado a mi amigo
Luciano Araujo Zelada
Luciano Araujo Zelada
Macaredo |
- Así es, lo ha encontrado todo destrozada.
- ¡Es increíble, cómo sucedió esto!
- Sí y lo peor es que está desgarrada como si su bufanda lo hubiese arañado por todo su cuerpo y la casa inundada con un olor fétido.
- Anoche pasó como siempre por la esquina de la plaza, con su bufanda al hombro, acariciándolo como de costumbre.
- Así es la vida uno nace para morir, si no es de día es de noche, y si no es de niño, joven o viejo; en suma el hombre desde que acaba de nacer está destinado a morir, total no se escapa.
- Sí, pero no de esa manera. En fin ¿qué ha pasado?
- La verdad no se sabe, solamente la ha encontrado en la mañana tirada en su cama como si estuviera durmiendo, toda arañada y ensangrentada, más todavía, su bufanda muerta en medio de su pecho, por supuesto, todo su pelambre, bañada en sangre.
Era una madre soltera a mediana edad, con una estatura más baja que alta, tez morena tirando a blanca, un cuerpo delgado y macizo, no muy apetecible para los hombres, a primeras vista se veía callada y taciturna, muy poco conversaba con los demás, pero cuando lo hacía, demostraba un gran dominio de la verborrea, dando a entender que era una persona versada en la cultura, ya que hablaba bien y conocía mucho sobre algunos temas.
Como era callada los niños la miraban con recelo y hasta trataban de burlarse de ella, y en una forma solapada le decía loca, muchos creían que sí estaba un poco tocada del cerebro, todo porque andaba con una gata angora sobre sus hombros. La gata, una hermosa felina, de color marrón claro tirando a beis, con un pelambre muy abundante y largo que le daba una apariencia a un peluche de algodón, todo porque su ama la atendía muy bien y la cepillaba todos los días. La misteriosa dama, jamás salía a la calle sin su gata, tanto fue el adiestramiento que el animalito se quedaba dormida sobre los hombros y se acomodaba bien, con las cuatro patitas envolvía al cuello de su ama, por este motivo su misma dueña le puso el nombre de Bufanda, nombre que le caía de perillas. Bufanda bajaba de los hombros al regazo de su ama solamente para comer y hacer sus necesidades biológicas; después el resto del día seguía durmiendo en el lugar de siempre.
De joven, se comenta que tuvo un gran amor, producto de ese romance, nace una niña, muy bonita, niña que era todo para ella, andaba por la calle bien vestida, con ropa algo elegante y costosa, se dice que todo lo que trabajaba era para hacerle sus gustos a su pequeña, así la fue criando con elegancia y distinción, esto motivo a la niña mirar por sobre los hombros a los demás, más era rebelde y malcriada; se burlaba de sus compañeras del barrio y del pueblo. Cuando ingresa a estudiar, todas sus compañeras de la escuela se apartan de ella, quedándose sola y amargada, así termina la primaria e ingresa a la secundaria y allí continua su rebeldía y malcriadez. Al llegar a la adolescencia esta niña convertida en señorita, bien vestida y elegante; altiva y prepotente; se enamora del más vago de la ciudad; amor que la llevó conjuntamente con su rebeldía y soberbia a encapricharse y, convivir con este joven sin oficio ni beneficio. Este hecho motivó a la madre a despreciarla y desalojarlo definitivamente de su hogar, yendo a vivir la joven pareja con la familia del vago.
Sufría, lloraba su mala suerte al no tener compañía, su soledad fue tanto que para distraerse salía a pasear por las calles de la ciudad, horas tras horas transitaba de un lugar a otro y a veces regresaba a su casa solamente a dormir. Haciéndose costumbre, poco a poco los niños se fueron dando cuenta de este hecho, motivo por el que comenzaron a burlarse de ella.
Un día que no se sabe cuándo resultó con una gata angora cargada sobre sus hombros. Pasado unos días por casualidad se acercó a preguntarme la hora; entablamos una pequeña conversación, en dicha conversación me dijo que estaba hasta el cuello con lo que su hija la hizo y su soledad es tanto que no aguanta estar un solo momento en su casa, por eso ella sale para distraerse, a lo que le dije: ¿por qué no aceptas a un hombre? Todavía eres joven y puedes rehacer tu vida, la respuesta fue clara: quien se va a fijar en una mujer vieja, fea, pobre y más, las malas lenguas dicen que estoy loca; entonces, perdona a tu hija y llévalo a que viva contigo y así como lo criaste a ella, cría a tus nietos. A lo que me contesto rotundamente, eso ni loca, jamás. Se retiró con una tristeza profunda.
Religiosamente todos los días a la dos de la tarde, después de almorzar, salía de su casa muy bien lavada y cepillada a recorrer las calles de la ciudad, de vez en cuando iba a la ciudad vecina. Indistintamente conversaba un rato con unos y pasaba a otra casa a seguir conversando con otros, siempre llevando en sus hombros a su inseparable mascota.
Una noche, había llegado cansada, traía consigo un brazado de leña que había recogido por el campo mientras regresaba del pueblo vecino, por supuesto recibiendo como siempre los insultos de los mozalbetes que se encontraban por su ruta. Dejó la leña en su alar, prendió su lamparín y mientras calentaba su cena se recostó en su cama. El cansancio fue más fuerte que se quedó dormida y solamente la despertó el ruido del crujir de la puerta trasera, dándose con la sorpresa, que un bulto se acerca, trata de gritar, pero el miedo la enmudece; de pronto siente el pesado bulto sobre ella, el peso inmenso de un cuerpo corpulento la aplasta e inmoviliza, un aliento fétido inunda su rostro y una barba poblada rosa su cara. Los labios del desconocido comienzan a recorrer las partes vulnerables y eróticas de la mujer. Siente pequeños mordiscos en la oreja, los labios mezclados con la barba recorren la mejilla de la indefensa mujer, causándole asco y estupor. Unas manos ásperas y callosas se deslizan por sus músculos, posándose en pleno monte de venus. No podía gritar ni moverse porque el hombre la besaba con pasión, estaba indefensa, completamente a su merced, sin saber qué hacer, no se le ocurría nada. De pronto siente que una lanza atraviesa sus entrañas y un torrente de fuego intenso la inunda, quiere zafarse, quitarlo de encima, pero los movimientos pélvicos sofocan y aturden a ella, gime más que de placer, es de dolor; de pronto una chorrera de líquido hirviendo llena su matriz y se desmaya.
Al volver en sí, se encuentra acurrucada entre los rollizos brazos del desconocido, al verse en este estado, ya no protestó, más bien se acomodó para sentir la protección del cuerpo viril; tuvo la sensación que así estaría mejor y de esta manera se quedó dormida.
Al amanecer se despertó por el canto de los pajarillos; ya estaba sola; de inmediato sus pensamientos se fueron a la noche, ¿qué había pasado?, no sabía si era verdad o una pesadilla. Toda la noche fue violada por un desconocido, sucio y apestoso, y como queriendo borrar las huellas de tremendo ultraje, calentó agua y se fue a dar un baño en el patio de la casa.
Como de costumbre salió a dar su paseo diario llevando en sus hombros a su infaltable bufanda. Sus pensamientos no lo dejaron y paraca como siempre cavilaba sobre lo sucedido. Esto la convirtió en una mujer prácticamente ida con una mirada que no se sabía en dónde está. Llegó así la noche, nuevamente, bajo la luz mortecina de un lamparín a querosene se dispuso a calentar su cena, sin antes trancar muy bien las puertas de su casa. Satisfecha del hambre, tomando las precauciones debidas se acostó para descansar; cuando estaba quedándose dormida, el chirrido de los goznes de la puerta trasera los despertó. El bulto enorme y pesado había regresado nuevamente, sin mediar palabra se acostó a su lado. El aliento fétido y nauseabundo, inundó la habitación, pero ella no protestó, más bien se acomodó y permitió que el hombre la acaricie.
Después de muchos años, hizo el amor con deleite en su casita humilde del barrio de Minopampa, cerca de la vieja Plaza de Acho. Los eucaliptos vecinos, mecidos por el viento, despedían un murmullo cómplice; se oía el piar de algunos pajaritos, y en esta habitación calentada por el fuego de la pasión, fue desvaneciéndose lentamente los escrúpulos de la mujer, mientas su amante la hacía beber, de su boca, su propia saliva, que ya no le pareció fétida sino dulce como las cañas de mayo. El hombre le susurraba a los oídos palabras tiernas para luego acariciarla y sumergirse los dos en las pasiones más lascivas que hayan tenido.
La había hecho gozar, sí, mucho, pasados aquellos momentos de turbación y miedo; la había hecho sentir bella, deseable, joven y mujer; su amante le enseño que no debía sentir miedo ni asco del sexo; por el contrario debe abandonarse al deseo, hundirse en la sensualidad de las caricias, en la fruición del goce carnal, así era una hermosa manera de vivir, aunque durara tan poco.
Aquella relación solamente era en las noches, desconociendo totalmente quien eras su misterioso amante, cómo se llamaba y cómo era su físico ya que jamás la vio a plena luz.
La última noche pasó como siempre por la esquina de la plaza, con su bufanda al hombro, acariciándolo como de costumbre. Al llegar al bosquecillo cerca a su casa, notó que una sombra la comienza a perseguir. Supo que la haría daño y emprendió la huida...
En ese instante, ella tropezó cayendo pesadamente, apenas pudo reaccionar, intentó levantarse y seguir huyendo, pero le fallaron las fuerzas, giró hacia su perseguidor y susurró un -por favor- apenas distinguible entre sus jadeos y sollozos, él la miró y no supo que decirle, sólo escuchó de ella -¿por qué? ¿Cómo explicarle que cada músculo que en su rostro se dibujaba era una línea más de terror, en él era de placer, de un gozo irracional, incontrolable?
Justo cuando en su rostro se reflejaba el terror infinito, se paró, corrió y alcanzó la puerta de su casa, para enseguida ingresar violentamente y trancar la puerta dejando fuera a su perseguidor.
El pie rozaba, lamía lentamente la esquina de la cama, la oscuridad en el exterior casi moría y entre sombras el cuerpo de ella expulsaba la claridad que quería desenterrar su belleza otoñal.
De pronto su sueño corrió, huyó de su rostro. Sintió un extraño roce, una explicable presencia, algo se desplazaba por su pierna lenta y pesadamente, se sabía acompañada por su misterioso amante, por eso el miedo que lo atormentaba se desvaneció, pero esto duró muy poco, el olor fétido que lo caracterizaba no estaba presente, entonces se dio cuenta que su perseguidor había ingresado sin saber por dónde. Supo que su hora había llegado, su anatomía cobraba debilidad, esta vez su cuerpo tembló como una hoja que la brisa mece en otoño, desesperada miró en la oscuridad por todos lados, tratando de identificar a su agresor y una mueca de pavor se materializó golpeando las paredes del cuarto. El pavor ya era un ser enorme que inundaba la estancia, cuando sintió que unas garras la destrozaban su cara, cuello y pecho, y dos manos poderosas como tenazas de herrero apretaba la débil garganta. El maullido de su gata recostada sobre su pecho se apagó con el último aliento de su ama, dejando un olor nauseabundo impregnado en toda la casa.
(*) Licenciado en Lengua y Literatura. Rodolfo Salazar escribe bajo el seudónimo de Macaredo.
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