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"Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y como vibra!"
José María Arguedas

martes, 2 de febrero de 2010

Arquímedes Ariosto Chávez Sánchez

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 HOMENAJE

He tenido que posponer tareas diversas para rendir homenaje al  profesor Arquímedes Ariosto Chávez Sánchez “Quime”; hace unos días, el 24 de enero último ha fallecido a la edad de 71 años en la ciudad de Celendín.

Siempre tuvo interés por expresar su sentimiento y reflexiones a través de la palabra. Por la década del setenta, junto a otros profesores de Educación Primaria batalló en el periódico “El Golpe” y en la revista “Marañón”, publicaciones hechas a pulso, pasión y entrega y que marcaron épocas epónimas en la cultura celendina.

Arquímedes publicó dos libros en ediciones personales muy modestas: Glosario shilico e Ingenuidades pueblerinas. Conversé con él en su casa, vivía solo, en el mes de febrero de 2004. Sus temas penetrados de un nivel crítico no dejaban de sostenerse en la sátira. En sus libros, la anécdota, la ocurrencia, el cotidiano y vital discurrir de la gente de estirpe popular, se condensa constantemente en el humor. Esta particularidad muy genuina de su escritura está colmada de agudeza y a veces mordacidad.

Su legado forma ya parte –aunque hay detractores negligentes que califican como vulgares los libros de Arquímedes– del corpus aun no registrado de la literatura celendina.

Por último, este no es un homenaje póstumo, reitera mi reconocimiento a su palabra, pues en el espacio cibernético “Espina de Maram” y en “Fuscán”  impreso No. 13 hay algunos cometarios a su obra.
                                                                                                                      Jorge Horna

                       Lima, 2 de febrero de 2010  (día celebrante de la Virgen Candelaria de la comunidad campesina Poyunte).

A paso seguido y firme, un texto de Arquímedes Chávez Sánchez, de su libro Ingenuidades

                                                Pedro Riobamba

Pedro Marín –entre shilicos conocido como Pedro Riobamba, connatural de este pueblo, de ocupación negociante y componedor de sombreros, era personaje algo esbelto y blancón, de barba rala y rubia y boca dispuesta a decir sencilleces.

Singular aficionado a los gallos de pelea; por su situación personal, fue el hazmerreír en cada jugada gallera, realizada dentro y a veces fuera del coliseo, por la forma disparatada de sus expresiones y especial configuración humana.

Los galleros: Florcita, Canshul Calla, Chancito, Peonías Silva, Pancho Silva, Toro Félix, Termópilo Mori, Ño shillido, don Orestes, el zarco Serapio y otros tantos contertulios, tenían especial afecto por Riobamba.

En tiempo ido, visitó Celendín, su tierra querida, el doctor Artidoro Cáceres –cirujano de renombre nacional–, quien luego de pasar largas horas de conversación familiar, tomo ligero tiempo para volver a vieja distracción: la pelea de gallos. Dirigió sus pasos hacia la gallera, ubicada en el seño del local municipal y por el camino, de chiripa, tomó la compañía de Pedro Riobamba, conocido suyo.

Colmado estaba el recinto gallero de bullangueros aficionados que, espectaban enfurecida pelea de animales. Momentáneamente, ocurrió inusual silencio, pues, la presencia del galeno, fue notoria. El momento ofreció bella oportunidad a Riobamba para dar lustre a su sencilla persona. Por esta simple suerte, de pie en la parte más alta de la galería, con particular acento, dejó escuchar pocas, pero bien pronunciadas palabras:

Para que vean…Pedro Marín no se abraza, menos acompaña a… guarditas
Prosiguió:
Estoy con mi Doctor…”El Orejón” Cáceres.

Especial simplonería, motivó bullicioso festejo de todos los galleros, y el doctor Cáceres, palmeando suavemente la espalda de Riobamba, solamente dijo con pulcra voz:

¡Gracias Pedrito!   

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CUENTO: Jorge Chávez Silva, El Charro.

Hemos recibido un inédito cuento de nuestro polifacético artista Jorge Chávez Silva ‘El Charro’ y nos ha sorprendido en él un cambio respecto a los anteriores que hemos tenido el gusto de leer. Nos parece que esta vez ‘El Charro’  apunta al joven lector que anhela encontrar en el texto una afinidad inmediata, no queremos decir con ello que en sus anteriores composiciones no exista tal característica, pero el espíritu juvenil, la experiencia que impregna en éstas nuevas entregas hacen que los que conocemos de su cuentística exijamos la publicación de su libro de cuentos. 
 Es impostergable que las autoridades de nuestra provincia se interesen más por la cultura y de una vez por todas se dejen de mezquindades y obsequien a nuestro pueblo el arte de un escritor que no tiene nada que envidiar a los otros. (NdR)
En calidad de primicia entregamos entonces el relato titulado:

RITUAL
Jorge A. Chávez Silva, “Charro”

Nadie en su sano juicio se atrevería a levantar su casa en aquel descampado -pese a que todos sabían que las construcciones del futuro se erigirían en derredor- porque, aparte que olía a estiércol de vaca ¿quién te auxiliaría si una noche te ataca un cólico miserere?
Pero lo hicimos, ahorramos con mi mujer y en el terrenito que heredé de mi padre –que de Dios goce y en paz descanse- decidimos construir nuestra casa.
Sería de las primeras de  material noble  y estilo moderno, de acuerdo al plano que nos envío un sobrino que estudia arquitectura en la capital.
Con mi mujer llevamos una vida tranquila, sin sobresaltos, ni apuros económicos. La conozco desde que estudiábamos pedagogía. No era precisamente una beldad que encandile, ni un esperpento que espante, ni tenía la demanda romántica que tenían las demás, pero para mi gusto estaba bien, nadie la había manoseado.
Siempre fui tímido con las mujeres, temblaba y sudaba como un cerdo cuando conversaba con alguien que me gustaba. Por eso nunca tuve novia. Con Prepedigna era diferente, éramos el uno para el otro y nos enamorados casi por defecto.
A mamá le encantaba mi novia:
–Estoy segura que nunca te pondrá los cachos.
Nos casamos al terminar la carrera, en una ceremonia íntima a la que asistieron sólo familiares y fuimos a vivir a casa de mi suegra que me quería como al hijo que nuca tuvo. Cuando vinieron sus nietos, se encargaba de cuidarlos mientras trabajábamos.
El alarife que contratamos era un experto. A poco de empezar ya se alzaba, como un oasis en medio de la pradera, la mole de la casa. Si seguía a ese ritmo, pronto la estrenaríamos.
Parte de nuestra felicidad en esos días era la visita dominical a la construcción. Íbamos solos con mi mujer y dábamos rienda suelta a nuestra imaginación distribuyendo las habitaciones, para tal o cual cosa, los muebles que compraríamos, el color de las paredes, los materiales del piso y nunca coincidimos… En lo que sí estábamos de acuerdo era en que la escalera al segundo piso sería de madera con balaustres torneados de cedro.
Ese domingo íbamos a ver cómo estaba quedando. El carpintero hizo un buen trabajo y seguramente que, en parte, ya estaba instalado. Ingresamos a la casa con alguna dificultad por los maderos que impedían el ingreso a cualquier extraño y nos dirigimos a la escalera.
Al avanzar nos alarmaron unos gemidos ahogados. Sonaban como si torturaran a alguien. Nos asomamos con precaución: en los pocos escalones instalados, una pareja de jóvenes hacía el amor en posición inverosímil.
El tipo acometía vigorosamente a la muchacha que tenía la expresión del “Éxtasis de Santa Teresa” de Gianlorenzo Bernini. Al parecer gozaba de la tortura porque, entre gemidos, suplicaba más.
Inmersos en el sortilegio del momento, no se percataron de nuestra presencia. Parecían pasarla bien y en ese momento cabalgaban triunfalmente hacia la cumbre. Molesto por semejante licencia, gruñí  fuertemente para llamar su atención. El tipo, con los ojos en blanco, volteó suplicante:
-¡Un ratito… un ratito!
Abandonamos irritados el lugar. Mi mujer estaba escandalizada. No imaginaba que se podía hacer el amor en tales posiciones. En verdad, no soy imaginativo en asuntos de amor y siempre lo hicimos en posición normal y jamás tuvimos problemas. Nunca pensamos que el amor podría servir para sofisticar el placer. Creíamos que sólo servía para tener descendencia. Asombrada, dijo:
-¡Era Rosario, la hija de doña María! ¿No?
-Sí, era ella.
-¿Imaginará su madre que anda en esos atrenzos?
Desde ese día mi mujer no tuvo sosiego. Siempre preguntando sobre alternativas de hacer el amor. Una mañana desperté y la sorprendí llorando. No había dormido en toda la noche.
-¿Qué pasa, te duele algo?
Mirándome con ojos de gata en celo, dijo:
-¡Tienes que hacerme como  le hacen a Rosario!

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Desde entonces, cuando no están los chicos, nos entregamos a los ritos del amor en la escalera y en posiciones cada vez más extravagantes.

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