Por Mario Peláez
No pocas veces, me digo con ánimo reflexivo, uno es asaltado por uno mismo. Asalto que se amasa con alevosía en el inconsciente y se concreta con penosos recuerdos. Este es el caso. Pero antes: cómo explicitarlo sin que pierda su genuina realidad, pero tampoco que solo tenga la impronta de la gélida objetividad. Qué formato sería el adecuado. ¿El ensayo, la crónica o la ficción?. ¿Y por qué no los tres, cual una trenza?.
En efecto, me sorprendió que la alumna me abordara solicitándome unos minutos. “Disculpe profesor, dijo a media voz, quería agradecerle y despedirme por sus clases que de verdad me motivaron”. Creyendo haber entendido el mensaje le contesté que le daba la razón, y que sin más pérdida de tiempo debería trasladarse a otra universidad. Le sugerí La Católica. Claro, agregué, siempre que cuentes con los recursos.
- No se trata de preferencias, profesor. Sinceramente ya no tengo interés por los estudios. Me he quedado sin objetivos ni voluntad, que son los que construyen el diario vivir.
Mi sorpresa creció. Recordé sus intervenciones en clase y exposición sobre las identidades en el Perú, y lo bien que discutió con sus compañeros. Y sin tener algo mejor que decir, le sugerí que el viernes, luego del examen, seguiríamos conversando. Al poco rato me olvidé del asunto, aunque una curiosidad se impregnaba en mi memoria.
Dos días después, y al término del examen, nos reunimos. De inmediato noté que sus facciones habían endurecido, dos tercas ojeras ensombrecían su rostro. Su mirada era impersonal; sin embargo hablaba mansamente (que no es lo mismo que pausadamente, me dije).
- Ya decidí dejar los estudios, profesor. Viajo a Piura donde nací y tengo una hermana, voy a recoger mis pasos – dijo acompañada de una lánguida sonrisa – solo quería rendir mi último examen.
A tu edad, le dije modulando la voz, bien puedes dar tres vueltas a la tierra. Coge tu mochila y sal a devorar el mundo. Nada hay que no se pueda superar, salvo la muerta (Mi voz sonaba impostada, como el docente en su primera clase). Y si de amores se trata, a tu edad tienes para vivir los más apasionados, a lo Romeo y Julieta (y estuve a punto de agregar “en la línea del Marqués de Sade”). Al instante reconocí que mis consejos eran frases vacías, y peor, cursis.
- Que bueno sería, pero no, yo…
En ese instante se acercaron a la mesa dos colegas profesores, y sin más tomaron asiento. Entonces Juliana se puso de pié.
- Gracias profesor, por favor mi examen le entrega a la delegada.
Unas sonrisas idiotas se dibujaron en los rostros grasientos de los “profes”.
Con algún retraso me dispuse a corregir los exámenes. El primero fue de Juliana. Me asaltó una extraña sensación. La primera respuesta, muy buena. La segunda, buena. La tercera, regular. La cuarta, reflexiva, la mejor. No hubo la quinta respuesta, más bien un recuadro con letra más redonda, pero de trazos frágiles.
Profesor:
Me despido afectuosamente, como lo hago con las demás personas que respeto y estimo. Ya no puedo más. Mi ser se ha roto en pedacitos, y ya me cansé de intentar armarlo y de esperar algún milagro. Mi vida se ha colmado de nada. Que terrible es seguir respirando, oliendo y mirando para nada. Es estar en medio de ninguna parte. Vivo sin sentir que vivo en mí. Solo soy como una nube negra. Mil disculpas.
De inmediato me dirigí a la universidad, en el umbral me esperaba la delegada de aula, y sin esperar una segunda respiración me informó, con lógica emocional, que Juliana había muerto, que se había suicidado hace dos días.
- No me explico, profesor, por qué tomó esa decisión, por Dios que no lo entiendo. Era bonita, con buen trabajo, buena salud, excelente alumna, dotada de un humor inteligente. Solo le faltaba dos semestres para terminar la carrera, profesor.
Y recargando sus gestos y afinado su percepción, agregó con voz luctuosa.
- Su rostro como que sonreía, solo parecía estar dormida, profesor. Como queriendo no mirar lo que había sucedido.
No hice ningún comentario, solo un leve movimiento de cabeza, di media vuelta en dirección a la calle, al café de la esquina. Trataba de ordenar imágenes, sentimientos y argumentos en torno a lo que vendría a constituir el acto más dramático y penoso y sin apelación. Unos dicen, cobardía; otros, valentía. Se trata –me dije con suprema cautela- de un largo proceso de maceración sin tregua, de segundos, de minutos, de horas, de días, de meses, acaso de años. Primero la trágica decisión asoma como minúsculos brotes, seguido de infinitos monólogos dubitativos, de avances y retrocesos que se amalgaman como remolinos en la mente, luego se acelera con zancadas firmes que agigantan la angustia y el atroz dolor existencial, rebasando la “nube negra” que ha copado su conciencia, y entonces se impone el final, presidido quien sabe de un centésimo de segundo de arrepentimiento, de desistimiento, de legítima defensa. Final donde solo reina el silencio insobornable, la invisibilidad del SER.
Todos –seguí forzando mi mente- lidiamos con pequeñas angustias caseras. ¿Pero en el caso de la alumna Juliana?. Intuyo que ella fue tras del absoluto desasosiego que la vida le negó; y si fue creyente, para inmortalizar su alma. Misterios de la vida… que termina concretándose a través de las circunstancias que se vive y de la propia biología. ¿Cuánto somos realmente nosotros mismos?.
Súbitamente, como relámpago, volvió a mi mente las palabras de la delegada.
“Su rostro sonreía, solo parecía estar dormida, como queriendo no ver lo que había sucedido”.
Entonces pude entender que hubo opacidad en su decisión, pero luminosidad en su agonía, y sobre todo saber que Tánatos no siempre triunfa. Como dice el poeta, con el poder de la sonrisa las flores recién florecen.
Afuera una filuda llovizna y un rencoroso viento lustraba las calles de Lima la horrible. También el último aroma de café se había esfumado. (Hasta el próximo domingo, amigo lector)
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