Por Palujo.
QUE EL SANTO AGRICULTOR muchas veces ha bajado
de su altar, ya todos lo sabemos.
Bastaría con agudizar los oídos en los velorios, para poder comprobarlo; allí se podrán escuchar sucesos increíbles que hasta
parecieran, pecaminosos. Hay quienes afirman, como los que juegan naipes en las
noches, que nuestro venerado agricultor milagroso y el Toñito de las pencas,
arman tremendas jaranas cuando visitan la cueva de la virgen patrona de un
vecino distrito, acompañándose además por la dulce virgen del Caramelo, santa patrona
de la provincia.
Otros, los más trasnochadores
y audaces, aseguran que sonámbulas devotas, luego de adormilar a sus maridos
con poderosos somníferos, ingresan en las madrugadas a la iglesia y aunque no
saben la hora en que salen, dicen que al aclarar el día, los feligreses, ya en
la primera misa de las seis de la mañana, observan sorprendidos que el Santo
amanece pálido, ojeroso, con la ropa desaliñada y el pelo todo revuelto.
En la tarde, cuando subrepticiamente
preguntan a las sonámbulas; éstas, por supuesto, como les pasa a los borrachos
malcriados cuando ya están sobrios, dicen no acordarse nada. Bueno; eso, cuando
no había curita en el pueblo; porque desde que el Episcopado
envió uno, ya nadie señala al santo del arado y los bueyes.
Pero la historia que más se
acerca a la verdad, es la que ha dejado testigos y de la que no cabe ninguna
duda; como diría don Tulio Boreira “si quieren pregúntele a mi compadrito Samuel”,
cuando este viejito, había estirado la pata hace más de veinte años.
Una semana antes, los brujos,
dos forasteros que vivían ya muchos años en el pueblo, habían anunciado lo que
ocurriría. Como era de esperarse, todos se burlaron de ellos e incluso casi los
sacan en burro; en especial a la bruja Tarcila que era la más mala y la que —dicen—
se convertía, del cuello para abajo, en pava negra que pesadamente volaba por
las noches.
El viejo Crisóstomo, que tenía
su casita de paja al comienzo del ascenso al cerro Lanchapata, bordeando
la quebrada de la Quintilla,
dijo que los
vio pasar volando sobre dos
escobas de chamisa, de esas con que nuestras abuelas limpiaban sus hornos para
hornear el pan. El anciano juró, rejuró y perjuró pero nadie creyó en sus
palabras y ese mismo día murió. Su cuerpo fue encontrado negro, carbonizado y
sólo sus ojos permanecían blancos e intactos, pero desorbitados, como si los
brujos hubiesen querido demostrar su poder para que, en otra oportunidad, no
abriesen la boca los que vieran semejantes pájaros voladores.
Ni Tarcila la bruja, ni el brujo Edmundo
explicaron por qué Satanás subiría de los infiernos al pueblo. Lo único que
dijeron, gritando desde la acequia madre, es
que Satán lo
tomaría el día menos pensado;
luego desaparecieron. La rara muerte del viejo Crisóstomo, antes que se
cumpliera la amenaza de los brujos, no fue la única desgracia que tuvo que
soportar el pueblo. Un anciano que fue a cortar
un eucalipto para tener
leña resultó muerto, aplastado
por el pesado árbol. Don Alcibíades
Sánchez fue sepultado por un “cerro” de arena cuando trabajaba por el Oratorio,
cincuenta metros arriba del cementerio. De “Oxford”, atravesado sobre la
montura de una mula, trajeron a un policía que se había suicidado en un
arrebato de desamor. Varios malos hijos dieron muerte a su propio hermano por
un miserable plato de lentejas o un pedazo de tierra, herencia de su padre.
Así podríamos enumerar
muchas muertes a cual más extrañas;
pero, creo, que con éstas bastan para
formarnos una idea del ambiente de angustia y desesperación en que se encontraban
los habitantes de nuestro pequeño distrito.
Todos desconfiaban de todos, y el curita en cada una de las misas de
difuntos de cuerpo presente que tuvo que oficiar, había invocado a los
asistentes a caminar por el sendero del bien, a cumplir con los mandamientos de
la Ley de Dios; porque, dijo, había advertido en la mayoría de los pobladores
un desprecio por el prójimo, un desprecio por el sufrimiento de los más
humildes, de los que padecen hambre y miseria; burlándose año tras año de
ellos, al celebrar las fiestas “religiosas” despilfarrando miles de dólares en
castillos y corridas de toros, sin darse cuenta que el verdadero pueblo ya no
goza de estos espectáculos estériles, porque en su famélico estómago hace
estragos el hambre y por su cerebro revolotea un futuro incierto.
¡Cambiad hermanos míos!,
invocaba el párroco, ¡no se dejen tentar por el demonio! Pero el pueblo, como
siempre, después de las misas, olvidaba todo, a pesar de las advertencias de
los brujos, del clamor del curita y de las continuas y trágicas muertes. El
único que no desviaba su camino y andaba con el corazón en la mano y con los
sentidos siempre alerta, era el sacerdote; porque estaba seguro que los últimos
sucesos no eran simples coincidencias.
No pasaron muchos días hasta que el
preocupado hombre de la iglesia, al medio día de un viernes de sol,
descubriera al demonio: lo delataron sus huidizos ojos, su
cuchichear permanente con
las gentes, su
actitud corruptora y divisionista de enfrentar, vía chismes y
el dinero sucio, un barrio contra otro, una familia contra otra, un hermano
contra otro y hasta un amigo contra otro. Se miraron por unos segundos y Satán
ya no pudo por más tiempo ocultar su careta de buen vecino. El curita, con
rapidez increíble, tomó en sus manos el crucifijo de madera que llevaba colgado
en el pecho. Satanás con sus ojos llenos de odio soltó una estentórea carcajada
y gritó:
—¡Ahora que sabes quién soy
anda ve y arrodíllate ante tu Dios y dile que acá en éste pueblo el que manda
soy yo, ¡… nada ni nadie podrá oponerse a mis deseos!
Las fuertes carcajadas de
Satanás se retumbaron con eco por todo el pueblo. Una especie de energía eléctrica
sacudió las columnas
vertebrales de los poblanos, poniéndoles la piel como el
pellejo de gallina y, cuando llegaron todos corriendo a la plaza mayor,
quedáronse boquiabiertos. Satán… era el alcalde del pueblo y llevaba puesto un
impecable terno azul noche y su cabeza, que antes era la cabeza de un hombre de
bondadosa apariencia, se transformó en una masa de color rojo con ojos, nariz y
boca deformes que se movía en círculos y que miraba a los cuatro costados, sin
dejar de reír a carcajadas, sacando de rato en rato una finísima lengua rodeada
por largas llamaradas de fuego y humo negro y pestilente que brotaba por lo que
antes fue su nariz.
Por un momento reinó un
silencio desesperante, para dar paso a ensordecedores conjuros, maldiciones y condenas de Satán; mientras con sus garras, que en
fracciones de segundos brotaron de sus dedos, arrancaba su saco convirtiéndolo
en una capa roja para después agitarla con dirección al párroco que se
encontraba en la vereda, sobre las gradas de la puerta principal de la iglesia.
Luego se produjo un remolino que elevaba y bajaba al curita, haciéndolo rebotar
cual pelota de jebe contra el suelo. Las
maldiciones y los conjuros también
hicieron su efecto paralizando a todas las personas que asustados miraban de
las esquinas de la plaza. Hombres, mujeres y niños quedaron convertidos en
estatuas en posiciones diversas y, aunque veían y escuchaban todo lo que
sucedía, no podían mover un solo dedo
para auxiliar al buen pastor de su pueblo. No obstante, el curita, orando, muy
concentrado, logró detenerse y levantar la cabeza sin soltar, ni por
un segundo, el crucifijo de la mano.
— ¡Atrás rey de los infiernos,
Dios todopoderoso te lo ordena! —exclamó con la cara temerosa y compungida.
Satán, con más fuerza que la
primera vez, movió la capa roja y la luz del día se tornó en lo más oscuro de
la noche, siendo el demonio el único que brillaba como fierro caldeado, el
único que saltaba entre risas y carcajadas de banca en banca.
—¡Yo te
puedo hacer el
hombre más rico
y poderoso del universo —gritó de repente—, pero si te
arrodillas, si me respetas y entregas tu alma!
—¡Calla maldito y lárgate de
mi pueblo santo! —respondió el cura haciendo un esfuerzo extraordinario. Otra
vez la manta roja se puso en movimiento y el ventarrón volvió más fuerte,
llevando como una insignificante hojita seca al párroco, golpeándolo una y otra
vez contra el portón de la iglesia, hasta que soltó el crucifijo y cayó
sangrante sobre el frío cemento.
Satán saltó,
mejor dicho voló, desde la
pileta de la
plaza hasta donde
se hallaba el cura y se dispuso a cortarle el cuello con sus filudas
garras de hocino. El párroco lo miraba indefenso, resignado a morir sin poder
salvar a su pueblo, sin poder salvarse ni siquiera el mismo. Cuando, de pronto,
el portón de la iglesia se abrió de par en par y del fondo de la casa santa,
una luz blanca y poderosísima iluminó
el ambiente y en medio de ella apareció el Santo agricultor con los brazos
levantados y mirando al cielo, sin dar
mayor importancia al demonio.
Satán temblando salió
disparado, como si hubiese recibido una fortísima patada en el trasero. Se
escuchó después un alarido estremecedor que se perdió por entre los cerros, repitiéndose
una y otra vez como un eco interminable. Los
habitantes y el curita quedaron atontados y el Santo, luego de mirarlos
con ternura y cariño, ¡zaaasss!, como por ensalmo, les hizo olvidar todo, todo
para que no sufrieran con ese recuerdo. Es
por eso que la gente hoy camina despreocupada, como antes, entre rezos y
pecados, entre pecados y rezos.
¡¡¡ Ja,ja, ja, ja, ja, ja, ja,
ja, ja, ja, ja, j aja, ja, ja, ja ja…!!!
GLOSARIO:
(3) Coquear.- Masticar coca.
(4) Curita.- Párroco.
Publicado en la revista El Labrador 2017.
Publicado en la revista El Labrador 2017.
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