Por Mario Peláez
“Dios Todopoderoso y Misericordioso”, se lee en el primer folio encontrado en el sótano de la Antigua Basílica de San Pedro, entre cientos de otros folios refundidos en baúles de color negro con incrustaciones de pequeños crucifijos de plata, pero que el tiempo, las filtraciones de agua y la oscuridad hacen penosa la lectura. No se conoce como fueron a dar allí –explicaba el Abad Bonifacio a los monjes– son documentos que explican el acontecimiento que pudo cambiar el curso del catolicismo, a Dios gracias no prosperó –el Abad hace una cruz en el aire como gratitud, y continúa con voz engolada –el Papa San Inocencio y Sor Juliana, cada uno por su cuenta, se anunciaban a las puertas del cielo con su mejor acopio de oraciones, con socorrido catecismo y doloroso recogimiento. El y ella suplicaban a Dios atender su ruego.
Los monjes extasiados con la voz de tenor del Abad Bonifacio que hacia levitar la cruz pectoral, estampaban sus miradas en el infinito, como queriendo reconstruir el instante en que Dios con ondas gravitacionales tejía el universo, galaxia tras galaxia con soles y lunas multicolores y nubes como espejo. Propiamente hervía la imaginación de los monjes. Trance que aprovecho el Abad para ratificar que tanto Sor Juliana, Superiora de la Congregación “María, Madre Mía”, como el Papa San Inocencio se dirigían a Dios con su respectiva corte de santos y santas, más un ejército de ángeles y arcángeles, no sea que Lucifer enrede los ruegos con cacofonías y zumbidos.
–Siglos después de aquella revelación del Abad Bonifacio– precisó el historiador Vito Capurro– se conocieron otros hechos. No está de más recordar que el Abad fue encontrado muerto gozando de plena salud. Con estos folios –con el índice el historiados señalo su cartapacio- se puede afirmar que efectivamente la controversia antagónica entre Sor Juana y el Papa San Inocencio fue cruenta y sin tregua. Se estima que así latieron los corazones cristianos durante veinte años. Suceso más importante que los liderados por Lutero y Calvino en torno a la Reforma Protestante. Lamentablemente los otros folios –el historiador levantó la voz- siguen bajo cien llaves en las cajas fuertes de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a las que solo el Papa tiene acceso.
–Esto significa que nunca se conocerán los hechos en su integridad- preguntó audazmente el novicio Jeremías con voz temblorosa. Los novicios le dirigieron la mirada, pero él no se inmutó y pensó que todo dependerá de la voluntad de Dios. Que nada escapa a su sabiduría, que hasta puede hacer que el vaso de agua pueda caer hacia arriba, como invirtiendo la gravedad.
–Difícil predecir; aunque con los folios que vieron la luz de la modernidad ya se conoce la trama principal, se sabe los entretelones de la confrontación, sin embargo –continuó explicando al historiador con voz impostada– que en los folios todavía cautivos estarían las listas, de las subastas de los pecados o venta de las indulgencias. Se afirma que los pecados mejor pagados eran los referidos a la pedofilia y al incesto. Aleluya por los lorardos que combatieron esta insana mística.
El historiador Vito Capurro hizo un alto para secarse la frente que perlaba de sudor y buscar en su portafolio la copia del folio sin número donde se registran preguntas comprometedoras, por ejemplo si llegará el día en que la humanidad se libere del pecado y de la culpa a despecho del Creador. Se afirma que estos escritos proceden de una cofradía agnóstica. El historiador Capurro cogió el folio cuatro y con suave voz leyó los ruegos de Sor Juliana, Superiora de la Congregación María Madre Mía:
“Mi Dios todopoderoso y misericordioso, infinito es mi amor, te ruego con incontenible humildad aceptes que sean tus hijas, quienes en adelante conduzcan tu iglesia. María, la Santísima Virgen María, madre tuya mi Dios, ilumina mi ruego. Son incontables los pecados cometidos por los varones, que enlodaron el pudor. En tus manos inmaculadas tienes a plenitud mi alma, mi Dios”.
En la sala se escuchó un coro de murmullos, pero también se dibujaron frescas sonrisas y todos besaron el crucifijo que llevaban en el pecho. El historiador empuñó entonces el folio quinto y con voz pujante leyó los ruegos del Papa San Inocencio:
“Señor mío todopoderoso y omnisciente, creador del universo. Tu hijo Jesucristo con la sabiduría que le otorgaste, supo escoger a varones como conductores de la iglesia. Te imploró mi Dios, mi Señor, me des más fuerza espiritual para no desmayar en el combate contra las impías que pretenden cambiar la sagrada senda de la santa iglesia. Seguro mi Dios que es satanás el inspirador, como sucedió con Eva en el Paraíso, cuyo extasiado rostro es la fuente del pecado, de la pasión desalmada”.
–Seguramente ustedes lamentarán los apuros que puede estar pasando Dios e interrogándose sobre el veredicto –dijo el historiador a los concurrentes.
En efecto, en las profundidades de las mentes de unos asomaba impetuoso el rostro del Papa San Inocencio; pero en el de ellas se empinaba Sor Juliana.
Entonces sucedió algo extraño: se juntaron las tres voces, como una trenza, en el instante en que el historiador Vito Capurro leía el singular epitafio que dictó el Papa San Inocencio minutos antes de expirar, y que el Abad Bonifacio repetía a los monjes antes de la oración matutina:
“Con amorosa lealtad a Pedro. Santo Pedro. Siempre Pedro será. Que por los siglos de los siglos prevalecerá su odisea”.
Afuera acontecía otro hecho insólito, corrían afilados vientos que helaban los huesos, no obstante el caluroso verano; y muchos juran haber visto a Sor Juliana sutilmente direccionando los vientos. (Hasta el próximo domingo, amigo lector).
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