Tras la firma del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y México millones de trabajadores de las zonas pobres del sur y centro migraron hacia la frontera norte en búsqueda de nuevas oportunidades. Muchas fueron mujeres, de Chiapas, Chihuahua, Jalisco y también del Estado de México. Llegaban para trabajar en las maquilas (maquiladoras), inmensas factorías o centros de ensamblaje de empresas extranjeras ubicados cerca de la frontera, con pocos derechos laborales pero trabajo al fin. En la misma zona, y no es coincidencia, operan los grandes carteles del narcotráfico.
En la tenebrosa Ciudad Juárez, el lado mexicano de la opulenta El Paso, Texas, empezaron a aparecer decenas de mujeres asesinadas salvajemente: violadas, descarnadas, siempre mestizas, delgadas, siempre de pelo negro largo. Estos feminicidios no se realizan por razones sexuales. Son una pedagogía de la crueldad: los señores de la guerra usan esos cuerpos como bastidores de la maquinaria de su poder. Esos cuerpos inocentes, masacrados, que luego aparecen colgados de los puentes, sin piernas o sin vaginas, son la huella de una realidad nocturna frente a la ley diurna del estado mexicano. Son el ejemplo perfecto del Estado-otro, es decir, todo ese inmenso y multimillonario sistema de ejércitos con armas ultrasofisticadas, mercenarios experimentados en el propio ejército oficial, burocracia bien pagada de trajes Armani, financistas que blanquean dinero en empresas offshore de Panamá y redes de contactos con el Estado tradicional para facilitar su supervivencia y negocios ilícitos. El narcoestado.
Rita Laura Segato, antropóloga argentina afincada en Brasil, se refiere a la muerte de todas estas mujeres como la nueva “elocuencia del poder”. Segato señala que estas muertes ejemplares, que alcanzan con su dolor y truculencia a toda la sociedad, son una forma de preparar a los narcociudadanos como siervos del narcoestado. Estas mujeres mueren porque no-han-hecho-nada. Los hombres de los narcos –incluyendo los jueces, fiscales, la policía y los políticos– las deben de asesinar porque son inocentes. Esa es la perversidad del mandato para forjar sujetos dóciles al mercado, al gran capital y las necesidades de todo tipo de narconegocios (incluyendo inversiones en partidos políticos). Sujetos que no levanten banderas de resistencia. Sujetos pasivos, incluso podríamos decir, narcotizados.
La característica de todo Estado moderno, según Ernst Fraenkel, es su estructura dual: la regla convive con la excepción. Esta estructura dual se exagera en un narcoestado e incluso la excepcionalidad a la norma prima. Las nuevas guerras no se libran entre países sino dentro de países y sus señores no son los generales sino los beneficiarios del Estado-otro: los grandes corruptos (Odebrecht), los dueños de la maquinaria burocrática (partidos) y de los medios que se benefician con todos estos capitales sumergidos. Como dice Segato “el único Estado que es capaz de frenar esta expansión de la violencia es aquel que le devuelve el poder a la ciudadanía comunitaria”. ¿Queremos para nuestro país un narcoestado? Piénsenlo, lectores, este domingo antes de votar.
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