Por Palujo.
Algunos, sudorosos, cayeron
más que se sentaron, quedando, por unos instantes, en diferentes posiciones;
luego, con el pecho agitado, iniciaron una densa conversación. Unos hablaban de
sus experiencias en la lucha; otros, los más nuevos, de su admiración e
identificación con lo sucedido hace pocos años. Conversaban como queriendo
ahorrar palabras. Hasta los labios los movían despacio y sus gargantas ansiaban
tragar agua; pero, en realidad, sólo alcanzaban apenas a aspirar las cálidas
brisas de aire que brotaban de lo más hondo del valle, y unas que otras gotas
de sudor que rodaban por sus rostros.
—¡Carajo! —decía uno—, no dejaremos
que ingresen a nuestro territorio a los que quieren adueñarse de él,
expulsándonos. Eso hacemos y eso haremos siempre con nuestras manos blancas,
sin metrallas, ni fusiles, ni disparos.
—Asesinaron a uno de nuestros compas.
¿A tanto llega su ambición?
—Se aseguraron de eliminarlo, ¡carajo!.
En el silencio...toc... toc...
toc sonaba, agudo y fuerte, el filudo chufrán al golpear el metálico borde que
adornaba el poro cargado de polvo calcáreo, mágico catalizador.
—Dicen que estaba en un tira y
afloja con los del otro bando…
—¿Sí? Y quién dice eso, ¿ah?
—Los del otro bando.
—No compañeros. A nuestro
compa le sucede igual que a nuestra hoja sagrada, a nuestra coca. ¿Qué dicen
los del gobierno? ¿Qué publican sus periódicos? ¿No nos relacionan con el
narcotráfico? ¿Acaso alguno de nosotros estuvo detenido o acusado por eso? ¡Nunca!
Desde nuestros ancestros, ¡nunca! Nuestra coca es sagrada, es nuestro sustento,
nuestra medicina, nuestra resistencia. No podemos utilizarla para el mal. Pero
así mienten, para convertirnos en delincuentes.
—Si compañero, tiene usted
razón. Cobardemente lo emboscaron tres criminales contratados por poderosos
intereses, y murió luchando como el mismo lo dijo el día anterior a que lo
asesinarán cuando juramentó como alcalde delegado: ¡Los que luchan, nunca
mueren, carajo!
Mirándose a los ojos hablaban
de algo que los incomodaba, pero tenían que hacerlo. No podían quedarse mudos,
como si no hubiese pasado nada. Era algo muy delicado lo que se rumoraba, pero
nadie se atrevía a tocar el tema directamente. Historias rejodidas. Es nuestro
querido pueblo, nuestro río, y aquí no hay tiras y aflojes. No me vengan con
huevadas, con dudas, ¡carajo!
—Lo acribillaron de ocho
balazos ¿No comprenden? Se dirigía a su casa, luego de jurar defender nuestra
bandera. No fue ningún traidor. Fue valiente, desafió, como todo el pueblo, a
la bestia. Eso es lo que pasó, ¡carajo! …
—¿Saben qué es lo que el
gobierno y estos delincuentes buscan? Aparte de amedrentarnos, es la desunión,
la desconfianza, el celo y el recelo para dividirnos; ¡Que peleemos entre
nosotros y nos saquemos la mierda! ¿Lo entienden?
—Ya lo saben, ¡carajo!
—aseveró Pancho, escupiendo y pateando el suelo —. Aquí, en esta tierra, no hay
tiras y aflojes, ¡carajo! Es nuestra vida. Queremos vivir en paz, tranquilos y
felices, como lo hicieron nuestros abuelos.
—Pancho —dijo el que no
intervenía mucho dirigiéndose al más alto, al que parecía estar al mando, al
que daba las explicaciones—. La gente está cansada, muerta. No hay ningún
rastro por esta zona; además, si son extraños, no se van a poder ir de ninguna
manera. Las Rondas lo controlamos todo. Sean de la Odebrecht o cualquier
intruso, no podrán, ¡jamás!, meterse sin nuestro consentimiento. Para eso se
crearon, ¡carajo! Combatir el abigeato, el robo, y ahora para defender el medio
ambiente y nuestro río Marañón.
—Está bien —respondió el que
daba las explicaciones—. Regresaremos mañana, lo peinaremos todo.
Era su última Ronda del día. A
Yagén lo tragaba la oscuridad. Un silencio comprendedor formado por ruidos
amistosos, se abrió paso: el rozar de zapatillas y llanques que otra vez
pisaban fuerte el suelo y derrumbaban piedrecillas al abismo, el jadear de
pechos y la firmeza de la voz que ordenó regresar, hizo que recién sintieran el
aire fresco de la tarde, y que se disipara el estigma de la duda que los atormentaba.
Toc... Toc... Toc...
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